Goya y Buñuel, en Alba de Tormes
De entre las confusas informaciones ofrecidas por los periódicos, sólo una interrogante aparece clara: ¿tiene o no tiene derecho el papa Clemente a decir que Juan Pablo II es el anticristo o la bestia del apocalipsis?Lo ocurrido en Alba de Tormes el lunes 17 de mayo e9tá lejos de ser un suceso jocoso, que es como lo ha descrito la generalidad de la Prensa.
Más bien estaríamos ante una resurrección del fanatismo y la crueldad característicos de esta vieja España que aún conserva como oro en paño ciertas actitudes primitivas que son desenterradas de cuando en cuando, como ahora ha sucedido nada menos que en el solar de Santa Teresa.
Las campanas tocaron a rebato. La presencia en el pueblo de esos fanáticos del Palmar de Troya resultaba una provocación para los, a la par que jacarandosos, habitantes de Alba de Tormes. La descripción de los hechos contiene elementos de la más rancia tradición medieval e inquisitorial. Se dijeron cosas fantásticas, como eso de que "los impostores fueran entregados a la justicia del pueblo". "La gente del pueblo", dicen las crónicas, "siente que se ha logrado una importante victoria y que por fin los del Palmar se han encontrado con la respuesta adecuada". El alcalde asegura sentirse satisfecho con el comportamiento de la población. El médico, ingenioso él, comenta que "Clemente entró en Alba con siete obispos y salió con trescientos cardenales". El prior del convento, al que no le disgusta en absoluto lo ocurrido, ha rezado por ellos en la misa, porque le dan pena y porque están equivocados. El dueño de la cafetería opina que lo sucedido es una gesta única "que demuestra lo que aquí se quiere a santa Teresa". Un estudiante de COU afirma: "Nos portamos como machotes". Otro: "Los del Palmar recordarán siempre lo del lunes".
Decía que las camparias tocaron a rebato. El pueblo -todos, como Fuenteovejuna, dicen- se lanzaron contra Clemente (ciego, papa, rechoncho) y contra sus acompañantes: "obispillos", "barbilampiños", aseguran los corresponsales. Les molieron a palos y el pobre ciego quizá hubiese muerto -el primer mártir del Palmar- a manos del populacho desatado, festivo, envalentonado, justiciero, si no llega a ser por la intervención de la Guardia Civil.
Un auténtico festejo medieval, con todo el sabor de la época. Recuerda en cierto modo a algunas corridas de toros humanas que, parece ser, se celebraron durante la guerra civil. ¡Esa crueldad tan castiza y pinturera que nos ha hecho famosos en el mundo entero! Goya y Buñuel en Alba de Tormes.
Un linchamiento religioso a estas alturas no deja de ser una atracción exótica de cara a los Mundiales de Fútbol.
Nos vamos pareciendo demasiado a Europa: los mismos ordenadores, los mismos coches, las mismas siderúrgicas: sólo acontecimientos como el 23-F o el intento de linchamiento de herejes a manos del pueblo vigilante mantienen viva esa imagen que nos acredita como país aún capaz de sorprender al visitante.
El problema de la libertad religiosa o el artículo 20 de la Constitución -que, a mi modo de ver, autoriza al ciego Clemente a considerar a Juan Pablo II como anticristo- no han entrado aún en la mentalidad del ciudadano español.
Al buen católico llispano le resulta imposible, por muchos esfuerzos que haga, respetar otras confesiones religiosas legalmente establecidas. Los otros siempre le parecerán risibles, indignos de estima y, desde luego, falsos. Sin percatarse del elevado grado de similitud existente entre las más diversas confesiones y ritos, según han demostrado repetida,mente los especialistas en la materia, porque todo nace del mismo tronco, utiliza instrumentos parecidos y aspira a fines semejantes.
Los tridentinos personajes del Palmar de Troya considerarán el atentado sin duda como una prueba de la Providencia, una confirmación de que se hallan en tierra de infieles. Para ellos, los habitantes de Alba de Tormes deben ser como las fieras que en el circo romano se comían a Santa Felicitas y a sus siete hijos mártires.
A su vez, la cristiandad de Alba no dejará de sentirse complacida por haber doblegado a mamporros la intransigencia de esos impenitentes herejes del Palmar.
La historia está llena de estas batallas en que el intolerante castiga la intolerancia del contrario, el fanático machaca el fanatismo del enemigo y el sectario el sectarismo del oponente. Goya los metía a todos en el mismo saco y los ofrecía en público escarnio con una leyenda definidora. Buñuel los ha fotografiado sin maquillaje ni compasión. El resultado está a la vista, reproducido en Alba de Tormes.
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