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Tribuna
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La chica que quería un reportaje

Manuel Vicent

Estampas de una década. No quería salir con un payaso de trapo entre las piernas abiertas. Hija de un cabrero de Cáceres, había aterrizado en Móstoles con esperanza de Regar a la gloria. Había visto las -grandes estrellas en los cines de su barrio y estaba dispuesta a no ser una chica como las demás, con un novio tendero y la media corrida esperando el autobus en el extraradio. Quería que le hiciesen un gran reportaje. Para ello empezó a visitar el gran mundo, fue una vez al café Gijón y comenzó a moverse en el ambiente de la bohemia en espera de un papel que la Revase a los cines de la Gran Vía. Pero tropezó con un gangster de segunda y terminó degollada en un apartamento de la calle Cartagena. Su caso fue objeto de un gran reportaje.

Desde que nació hasta que la degollaron con un cuchillo de cocina habían pasado veintitrés años, y exactamente no se sabe si la chica fue feliz. Tal vez su mejor momento había sido aquella tarde de junio cuando la llamó el representante para decirle que le había encontrado un papel en el coro de un auto sacramental de Calderón. Tenía que ir al teatro romano de Mérida, vestirse de símbolo de alguna virtud, salir con una cornamenta celestial en la frente y decir cuatro frases en verso. Eso era un trabajo de actriz y no lo de andar por los antros, detrás de la Gran Vía, enseñando el culo a los salidos, que después del strip-tease intentaban alcanzarte las tetas a cambio de un matarratas de ginebra. Aunque, a fin de cuentas, aquello tampoco estaba mal; peor era lo de antes, cuando tenía que limpiar pescado en el mercado de abastos. La carne es para el pueblo -la carne de una servidora, se entiende-, siempre que haya un foco por medio. Ella iba un poco de cabra loca por la vida, igual que aquella cabra de verdad que de niña apacentaba en un chozo de latifundio, donde nació.-De pequeña yo quería coger el horizonte. Suena un poco cursi, pero es así. Mi padre era cabrero a sueldo de un señorito al que no vi nunca. Vivíamos en una cabaña, y allí no había nada más en diez kilómetros a la redonda, si se descuentan conejos, gallinas y el capataz que venía una vez a la semana, en mula, para pasar lista al rebaño. Se le veía un poco mosca. Temía que alguno de la familia se comiera una cabra por aburrimiento. Yo estaba obsesionada por el horizonte, ya te digo. Quería cogerlo con las manos, porque me parecía fácil. Comenzaba a andar por las colinas. Y el horizonte se alejaba. Entonces me perdía.

-¿Y qué más?

-¿Te parece poco, gilipollas?

En aquella campa de Cáceres la chica descubrió el sexo palpándose a sí misma en una libertad compartida con las alimañas. El resto todo era paisaje y una anemia precoz que le dejó la cara de ratón con dos lacitos. Su infancia no tiene más historia. En la caja de fotos, que ella cuidaba mucho para promocionarse como actriz, no había un solo recuerdo de aquel tiempo salvaje. Nunca había pisado una escuela, de modo que la chica tampoco podía enseñar ese retrato con un mapa en la espalda, dos libracos sobre la mesa, un tintero, la pluma en la mano y su imagen con el morrito apretado. De geografía sólo conocía los barrancos de su propio paraje y algunos nombres de matojos; nada más, porque ningún conejo, hasta hoy, ha sido profesor de Aritmética ni las cabras dan clases de Gramática. Las fotos más antiguas eran de sus primeros años ya en Madrid, adonde llegó con la familia inmigrada. Un primo carnal había tirado de la parentela del cabrero desde una barriada de Móstoles, en plan cabeza de puente, y aquí estaban ya para hacer fortuna de peón de albañil, de criada para todo, a lo que saltara, eso que suele pasar cuando no hay un duro Entonces se llevaba minifalda. Así se la veía.

-Aquí estoy con mi hermana el novio en un bautizo. Esta foto es con una amiga en el Retiro.

-¿Y ésta?

-La boda de mi primo. Este es mi padre un mes antes de que pasara la desgracia.

-¿Y aquí?

-Tirando con el rifle en un barracón de feria, con un compañero del trabajo. Al pobre lo mató un coche.

Fotos con el culo al aire

Se la veía esmirriada, con ojos famélicos, en aquellas fotos de bautizos y bodas familiares, imágenes de domingo en el suburbio, merendolas en el bar con un gesto deslumbrado entre botellas de tinto y gaseosa, tar des de la Casa de Campo con el cuello mimoso junto a mozalbetes de vaquero ceñido, una sonrisa con el acueducto de Se govia detrás, fogonazos al minuto en la verja del parque o dando cacahuetes a los monos.

Después estaban las otras, eso que se podría llamar imágenes de promoción, fotos de estudio en poses de diva ya con las ancas fuera, el pecho desnudo, la mirada turbia de misterio, la silueta del cuerpo en la ventana, los muslos entre rocas. Eran cosas del trabajo. El representante necesitaba un primer plano del trasero a la intemperie para correr la mercancía.

En aquella colmena de apartamentos con moqueta, hilo musical y contestador automático vivían algunas chicas como ella, carne de cañón para strip-tease en los bajos de la ciudad, oscuras actrices sin trabajo con un novio argentino que soñaban con un gran papel en el María Guerrero mientras le daban un masaje a un gato de provincias para ir tirando. Así iba la cosa. Lo demás ya se sabe. Cuatro meses sin pagar el alquiler, piscina en la terraza, amenazas del administrador, vestidos de gasa comprados en un saldo, alguna bronca nocturna con visita de la policía, crisis de histeria, el potaje compartido en caso de necesidad, el amigo que te echa una mano, el representante que no llama, alguien que pide socorro por el patio de luces, un empresario que te contrata para que te desnudes a los postres de un almuerzo social, clases de expresión corporal y algunos días sólo dos tomates para comer robados en la tienda de la esquina. En el contestador automático siempre había llamadas raras con acento suramericano, pero la que ella esperaba nunca terminaba de llegar, esa de un autor de teatro que le había prometido un papel de segunda dama. Había que hacerse ropa y encontrar a un periodista que le escribiera un reportaje para una revista del corazón. Eso era lo importante ahora.

-No quiero salir con un payaso de trapo entre las piernas abiertas. Ni desnuda con un delantal asando un filete en la cocina. Me gustaría un reportaje en un museo de escultura, en ese que hay debajo de un puente.

-Pides mucho.

-Algún día me verás de figura en el teatro Español. Todavía tengo que aprender a caminar. Necesito que alguien me enseñe a mover las manos y hablar bien. Lo demás lo llevo todo en esta cabeza de chorlito.

En aquel apartamento ella no conservaba nada de su adolescencia proletaria. En la pescadería de abastos lo había pasado mal, no por nada, sino porque era una vida que iba contra sus sueños. Estar diez horas al día entre sardinas y que la fantasía te vuele por las estrellas es muy mala cosa. Ahora se daba mucha crema, pero todavía le quedaban cicatrices de sabañones y en la cara tenía algunos granos tercermundistas, aunque el cuerpo le había respondido bien y podía exhibir unas cachas de primera calidad. Entonces sucedió aquello. El cabrero de Extremadura no había podido adaptarse a los mazacotes de Móstoles. Tampoco encontró trabajo. Se pasaba el día con las manos en los bolsillos de pana a la sombra de un chopo canijo, rodeado de coches, con la furia del ruido en las orejas, en la calle, con el horizonte cerrado con ladrillo. No lo pensó mucho, aunque nadie se explica que el cabrero lograra descubrir que en Madrid había un puente muy alto, a la medida de sus planes. Una tarde se tiró por el Viaducto.

-Aquello no me traumatizó nada.

-Es raro.

-En el fondo admiré aquella decisión. Mi padre no era nada tonto. Se ve que tuvo un momento de lucidez y supo la vida perra que le esperaba.

-Ya.

-Tampoco pasa nada. Es la cosa más natural.

-Depende.

-Cuando te entra esa manía es por algo. Mi padre estaba acostumbrado a las cabras, al silencio del campo. Ya me dirás qué hacía en Móstoles. El caso es que se mató y yo ni siquiera me quedé perpleja. Le conocía muy bien.

La muerte del padre la dejó suelta a los dieciséis años, con todo Madrid por delante. Ella había visto a las grandes estrellas en los cines de su barrio, una mitología secreta que le poblaba la imaginación compartida con las sardinas y lenguados de cada jornada. No sabía exactamente qué le pasaba dentro de la cabeza, pero estaba decidida a no ser una chica como las demás, con un novio tendero y la media corrida esperando el autobús en el extrarradio. Había oído hablar de otro mundo y sabía más o menos dónde estaba. Una noche de sábado, acompañada de una amiga, se decidió a hacer la primera descubierta por las luces de la ciudad. Era una de esas chicas que al iniciarse la década de los setenta, cuando las batallas por la libertad llenaban de guerreros barbudos los bares de Madrid, entró por primera vez en el café Gijón haciendo pompas con el chicle, pidió un vaso de leche al camarero y se sentó con las rodillas pegadas a un velador entre pintores desgreñados y poetas de media tostada.Cagarrutas en el pelo

Cayó bien, porque parecía un niño rebelde que aún traía cagarrutas en el pelo de ratón y usaba reflejos de gato. En aquel ambiente resabiado de artistas insomnes, en las madrugadas de humo en Oliver y Bocaccio, ella llevaba el olor a chozo, tan primigenio; la desenvoltura de analfabeta, tan natural; la rapidez mental del hambre canina. Y así se fue convirtiendo en una cara conocida en aquel circuito bohemio, y se dejaba invitar a un bocadillo mientras preguntaba quién escribió el. Quijote. La dulzura de la juventud, y las ganas de triunfar en la vida, salir de la miseria dando el campanazo, y la sangre que te pega en las paredes del cuerpo hicieron lo demás. Ya no había duda. Aquel era su mundo.

-¿Qué hay que hacer para ser actriz?

-Servir.

-¿Y qué más?

-Trabajar. Tal vez.

-¿Y qué más?

-Tener suerte. O compartir el catre con alguien que mande en esto.

-Bueno.

Entonces optó por dar el primer salto sin red. Dijo adiós a las merluzas, a las sardinas y a los lenguados y empezó la carrera que probablemente la llevaría a encapamarse en los grandes cartelones de cine en la Gran Vía con su nombre, Paloma Conde, parpadeado por neones rojos. Pero de momento quería un café con leche y un pepito de ternera. Tuvo suerte. Un pintor le había tomado cierto cariño y a un bohemio surrealista, magnate de electrodomésticos, le caía muy bien. El pepito de ternera lo tenía asegurado, mientras se abría camino, sin pedirle nada a cambio. En aquel tiempo murió Franco; las noches de Madrid eran muy bellas, la libertad se compraba en los estancos había cierta dulzura de gas lacrimógeno, y en el mercado se produjo una gran demanda de carne para abastecer los garitos. Era lo más fácil. Y la chica entró por ahí.

-Todo lo que hay que hacer es desnu darse.

-Vale.

-Mientras toca el saxofón te vas quitando ropa, hasta quedar pelada como una liebre.

-¿Y después?

-Nada. Después, en la barra, eres muy libre de hacer lo que quieras con los clientes. Tú verás. Depende de gustos o de la pasta que necesites.

Era un poco sórdido, pero a ella la salvaba cierta clase de amigos. Enseñaba el culo todo lo que hiciera falta, por lo visto no había más remedio, eso le serviría para hacer tablas, aparte de que nadie le había ofrecido otra cosa; de momento no había más escuela de arte a su alcance, era el primer paso, y cuando la depresión le golpeaba estaban aquellos pintores, poetas, tan serios, intelectuales con corbata, actores famosos que hablaban de política en el café y la dejaban sentar a su lado sin poner mala cara.

Era una cosa rara. Había logrado digerir a García Lorca y sentía una atracción irresistible por la gente dura; leía deletreando a Herman Hesse, le gustaba rodearse de tipos con clase y, al mismo tiempo, notaba un tirón hacia los bajos fondos, donde se mueve un mundo marginado con moral propia, que se deja matar por un amigo, pero que te puede pegar un navajazo si rompgs el código. De modo que tampoco fue muy raro que se viera envuelta en aquella aventura con un atracador colombiano. Se creía lista, pero cayó como un pajarito.

-Yo quería mucho a ese hombre. Y un día me pidió que fuera a su casa a recoger un paquete para guardarlo, porque él tenía que salir a hacer un trabajo urgente.

-¿Un paquete de qué?

-Ropa. No sé. Un paquete. Cuando llegué allí, a las once de la mañana, encontré la puerta abierta y a la policía dentro. El tipo había intentado atracar un banco y lo habían cazado con una pistola en el refajo me rodeando la sucursal. Llevaba mi nombre en su agenda. Y aquellos señores me llevaron a los sótanos de la Puerta del Sol.

-¿Sabías algo?

- Sabía que aquel colombiano no era un profesor de Botánica. Nada más. Dentro de lo suyo era un tipo con mucho honor. De los que no se van de la lengua aunque los maten.

-¿Y tú qué tal?

-En la Dirección me trataron bien. Durante el interrogatorio me tragué la pálida como un hombre. No canté nada.

No cantó nada porque este pichón no sabía nada. Son cosas que pasan en la vida. La dejaron ir después de ficharla. Y ella, durante algún tiempo, le llevó a su amor en la cárcel una manta, camisas planchadas y latas de bonito en aceite. Existe un código que hay que respetar. Dentro de lo que cabe, la chica guardó fidelidad y admiración a aquel pájaro enjaulado.

Necesitaba un gran reportaje

En aquel apartamento quedaban aún sus sueños de gloria, una pequeña estantería con libros oídos al vuelo, de esos que debe tener una actriz culta; carteles de teatro clavados con chinchetas en las paredes Wride aparecía su nombre en el reparto, aunque había que leerlo con lupa; fotografías de su pasado erótico; el contestador automático lleno de llamadas raras con acento suramericano; la espera diaria de la voz de su representante artístico que le anunciara que por fin había llegado el momento de su revelación. De cualquier modo, era la más fuerte de todas. En aquella colmena vivían chicas como ella que ya se habían cortado las venas en dos ocasiones.

-Un día vino Cheryl y me dijo que se iba a suicidar.

-Y qué.

-Yo la creí. Se despidió de mí como si se fuera a la compra.

-¿Hiciste algo?

-Nada. Sabía que se estaba matando ahí, en el apartamento de al lado. Lo había intentado otras veces. Pero esta vez iba de veras. Mientras ella se tragaba un tubo de pastillas yo abrí mi ventana y comencé a hablar con las estrellas, deseando que le fuera bien. Me pidió que no hiciera nada por ella. A la mañana siguiente la llamé por teléfono.

-¿Se había matado?

-A ver.

Su fantasía lo tenía todo previsto. Clases de danza, masajes, manicura, ejercicios de memoria, estudios de maquillaje. Había que cuidar la imagen y dejarse ver en los sitios, apropiados del brazo de su representante, cenar en los mejores restaurantes, acudir a las salas de moda en compañía de un intelectual con melena y levantarse al tocador en el instante preciso, como hacen las grandes estrellas. La verdad es que había dejado el trabajo de enseñar el culo por los cabarés de tercera y que el administrador la había echado del apartamento por falta de pago. No se sabía que hiciera nada. Sólo un viaje al Brasil. Había desaparecido del mapa, hasta que dos días antes me llamé. Necesitaba dinero urgente para salir de un apuro y quería vender unos cacharros de cerámica de Talavera, entre otras cosas porque no le cabían en el cuchitril, casi una carbonera, donde vivía ahora. Estaba extremadamente pálida, con las ojeras moradas; tenía la boca seca y la dentadura postiza.

-¿Je pinchas?

-Qué va.

-Cuídate. Tienes mala cara.

Mañana me voy a Ibiza. Dos días. Sólo para dormir. Necesito dormir. Después me voy a Grecia.

Llevaba los folletos de la agencia, y allí se veían islas blancas, mármoles contra el cielo azul, yates atracando en puertos de pescadores. En su dedo brillaba un garbanzo de mediana calidad. Todavía hablé de sus proyectos. Necesitaba un gran reportaje. Allí estaban esas fotografías con una mirada misteriosa de gran diva, con la boca entreabierta. Había que promocionar su nueva imagen. El arte a tope.

La noticia saltó primero por la radio. Un sujeto de mala calaña, con cara de lobo, traficante de drogas, con el que al parecer la chica convivía, la había apuñalado con un cuchillo de cocina la tarde del sábado en un apartamento de la calle de Cartagena, cuando se suponía que la actriz debía estar en Ibiza, durmiendo. Le dio siete viajes en el cuerpo, dos de ellos en el cuello, que le segaron la médula. Al día siguiente la estrella salió de cabecera, la primera en el reparto de las páginas de sucesos en todos los periódicos. Al oír los gritos un vecino saltó por la terraza y se encontró con la carnicería. La actriz estaba en el suelo en medio de un charco de sangre. Era esa chica que quería un reportaje.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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