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Tribuna:
Tribuna
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Con perdón , un buen vacilón

Hace un año, y desde estas mismas páginas tauroisidras de EL PAIS, proclamé -¿o declamé?- mi reniego, después de tres decenios de afición, de la nombrada Fiesta Nacional. Muy poco después fui tan discreta como explicablemente abucheado en un tendido de Las Ventas. Tenían razón mis denostadores: ¿qué hacía allí un renegado recién declarado como tal? Pues, dicho por la cara, me ganó, me sedujo, me violó el cartel de aquella tarde. Don Manuel Vázquez, don Antonio Chenel y don Francisco Romero fueron capaces, sobre el papel, de llevarse por delante mis sentires desertores. El vacile no acaba ahí. Días atrás, y recién aparecido el tomo VII de Cossío, en el que he firmado Pepe Blas Vega el copioso apartado Toros y Arte Flamenco, me llegan, sin injusticia, dos "¿pero qué pasa, tío?" epistolares y uno telefónico "¿Pues no quedamos en que ahora sientes la cosa taurina como una especie de dama sueca o de funcionario onu-zoológico?" Sí, sí: verdad...Se me vienen dos líneas de Ortega y Gasset en las que, explicando su retiro de los toros, advertía que ya sólo volvía a los cosos muy de tarde en tarde "para ver cómo seguía el asunto". Don José, sin embargo, nunca abominó de la lidia. ¿Pero, y yo, ¡oh cielos!, que lo he hecho y que vuelvo de aquí a dos horas a otra isidrada, sin siquiera el pretexto de aquel lustroso trío de inciertos estetas que me llevó la última vez a la plaza?

Contradicción confesada

Mi antitaurinismo persiste. Eso está tan claro como lo otro. Contradicción más confesada más en cueros vivos, imposible. Y es que, como dijo la Hortensia Romero, ¿quién se entiende y quién entiende a nadie, qué sabios ni qué papa? Veamos. Estoy con las denuncias internacionales al hecho de la permisión infantil en los toros; sigo en la convicción de sus anacronismos crueldades, rutinas, del instante de hermosura por cada cien de torpe y sangrienta vulgaridad, del trasfondo oscurantistoide y, por si fuera poco, degradado y trucado, que subyace en el hecho taurino. Entonces, y aunque no sea también más que "muy de tarde en tarde", ¿por qué me pueden un cartel de maestros, un largo trabajo escrito sobre el tema, la ocasión imprevista -que es la más alegre- de ir a una corrida por que sí, porque te llevan, aun sin grandes toreros y toros a la vista? ¿A santo de qué me invadió una especie de: irritación nacionalista cuando no hace mucho, en el momento de traducir al español la ópera Carmen, hube de enfrentarme a los risibles despistes e ignorancias taurinas de sus viejos libretistas franceses? ¿Por qué reviso, para pronta reedición, mi libro de relatos taurinos La gran temporada, cuando hoy caigo de parte del jurado que, venciendo su unánime repugnancia al tema, lo prefirió en Buenos Aires hace una veintena de años? ¿Y por qué cualquier repentino coqueteo visual con la gacetilla o la crónica taurinas del momento?

Esta batería de autopreguntas no da, desde luego, para acogerse con urgencia a los servicios psiquiátricos de un Joaquín Santodomingo o de un Carlos Castilla, pero tampoco dejan de inquietar un tanto al que las padece y, por lo menos, las descarga aquí. Se me ocurre ahora que es inercia, la amontonada inercia de la propia biografía andaluza, de los largos años de pasión táurica, de la gran literatura taurina, de las irradiaciones feculares del país mismo, lo que hoy arrastra este precario fantasma electoral entre mi no ser taurino y mi seguir siéndolo de algún recóndito modo. Más cuenta va a traerme enveredar el lío (aunque sin artimañas, que me convetirían en el primer engañado por ellas) a una motivación más racial y más progresista: la profunda, casi siempre subconsciente defensa, o instinto de conservación, de lo español popular autóctono, de cuanto pueda significar algo realmente nuestro, bueno, regular o hasta malo.

Sí: quizá explique todo este vacilón el seno de lo nacional, tan agredido, extranjerizado, depredado, tan en vías de ser arrasada la personalidad de España bajo la aplanadora cultural, dineraria y tecnológica de un WC, o Washington Center, igualmente dispuesto a defendernos -¡todavía!- del terror rojo como a dejarnos en pelotas de nosotros mismos. Digo yo.

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