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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las tribulaciones de los asuntos exteriores

EL MINISTRO español de Asuntos Exteriores no acudió ayer a la reunión de Luxemburgo del Consejo Atlántico -formado por los titulares de los departamentos de relaciones exteriores de los quince países que integran la Alianza- a la que había sido invitado como observador. A José Pedro Pérez Llorca no le faltan argumentos para justificar esa ausencia, si bien el mundo diplomático se caracteriza por su olfato para distinguir entre los motivos y los pretextos. Grecia, el único país cuya contestación oficial a nuestra petición de ingreso se halla pendiente tras la respuesta afirmativa de los catorce restantes, no ha ratificado todavía nuestra entrada en la OTAN. Pero esa remota posibilidad de que las puertas de la Alianza se cerraran para España es formal, dado que Papandreu ha anunciado oficiosamente su conformidad. Nuestro ministro de Asuntos Exteriores puede aducir, también, su apretado calendario para esta semana, ya que el viaje de los Reyes a Aquisgrán, donde Don Juan Carlos recibirá el Premio Carlomagno, comienza mañana. Pero en nuestros días los titulares de relaciones exteriores se pasan la vida en los aeropuertos y en los aviones, y fuentes gubernamentales españolas habían anunciado con anterioridad que Pérez Llorca asistiría a la reunión de Luxemburgo, lo que se consideraba -como es obvio- un triunfo de la diplomacia española, en su carrera infatigable por el ingreso en la Alianza en tiempos verdaderamente récord.Resulta difícil creer que Pérez-Llorca, en el caso de que no se librara en estos momentos una guerra en el Atlántico Sur entre Gran Bretaña y Argentina, hubiera desaprovechado la oportunidad que le deparaba la cita de Luxemburgo. La crisis de las Malvinas ha puesto de manifiesto que la ignaciana reflexión de que no se puede servir a dos señores es aplicable a las relaciones internacionales. El Consejo Atlántico, tras la invasión de las islas por Argentina, se solidarizó sin matizaciones con la postura de Gran Bretaña e hizo un llamamiento al cierre de filas entre los miembros de la OTAN, ratificado en la sesión de ayer. A lo largo de la crisis nuestra diplomacia ha optado por las zonas de sombra. Para los españoles, el conflicto del Atlántico Sur une a su intrínseca complejidad, la dificultad añadida de nuestras vinculaciones con Latinoamérica, de nuestra reinvidicación de Gibraltar y de la permanente amenaza del irredentismo marroquí sobre Ceuta y Melilla. Pero es una verdad de perogrullo que, dando por sentado que las resistencias de la realidad y los intereses modulan y alteran las tomas de posición generales y abstractas, a los gobernantes corresponde la responsabilidad de definir y elaborar la política exterior, propia e intransferible, de cualquier nación. Y en este sentido se compadece mal nuestro compromiso atlántico con nuestra vocación latinoamericana, pero mucho peor con la situación de Gibraltar -que sin duda después de las Malvinas los ingleses no soltarán tan fácilmente- y con las dudas sobre cuál sería el apoyo real de la OTAN a nuestro país si Marruecos hiciera en Ceuta y Melilla lo que el régimen de Galtieri decidió hacer en las Falkland (Malvinas).

El conflicto de las Malvinas no es una batalla de buenos y malos pero la perspectiva de cada observador, que depende de sus propios problemas, tradiciones y proyectos, se encarga de distribuir a su gusto los papeles maniqueos de un western. Los europeos subrayan el carácter dictatorial del régimen argentino, señalan que la invasión de las Malvinas significa la huida hacia adelante de la Junta para exportar sus graves problemas internos, recuerdan el macabro saldo de treinta mil muertos y desaparecidos desde marzo de 1976, condenan la conculcación del Derecho Internacional inherente al uso de la fuerza para dirimir conflictos -¿cómo condenar una invasión en Afganistán y no condenarla en estas islas?-, se alarman ante la eventual alianza impía de Cuba y la Unión Soviética con los militares argentinos y defienden los derechos de los 1.800 habitantes del archipiélago a decidir su destino. Todo esto, es verdad pero las apreciaciones de quienes condenan a Gran Bretaña tampoco son falsas. La gran mayoría de los latinoamericanos aluden al incumplimiento por Estados Unidos de la doctrina Monroe, rechazan la presencia de las antiguas potencias coloniales en el Nuevo Continente, recuerdan la ausencia de voluntad negociadora de Gran Bretaña para discutir mediante procedimientos pacíficos la soberanía de las islas, censuran las cruentas acciones de la Royal Navy en el Atlántico Sur, ponen de relieve que la población asentada en las Malvinas carece de plena ciudadanía británica y en su mayoría trabaja para una compañía de corte colonial, devuelven a Londres las acusaciones de patrioterismo y chovinismo, ponen de relieve el amplísimo apoyo social de los argentinos a la reivindicación del archipiélago y denuncian la utilización por el Gobierno Thatcher de la crisis para reforzar su imagen y hacerse perdonar su s errores de política económica.

La perspectiva española para contemplar y valorar el conflicto anglo-británico no debería coincidir, seguramente, con ninguna de las dos Posturas antagónicas y, precisamente por esa razón, podría servir como fuente de legitimación para una posición mediadora. Sin embargo, la inminencia de nuestro ingreso en la OTAN nos ha privado de la capacidad para elaborar y precisar una perspectiva propia que sustituyera a las formulaciones vagas, emocionales y retóricas hasta ahora difundidas. En nuestras negociaciones para el ingreso en la Alianza Atlántica no ha quedado clara la cuestión de Gibraltar y las declaraciones de Joseph Luns para sentar la doctrina de que Ceuta y Melilla no entran bajo el paraguas de la OTAN parecen casi un insulto tras la solidaridad expresada por los países miembros de la organización con la defensa por Gran Bretaña de unas islas cercanas ala Antártida.

Quienes solicitaron un amplio debate nacional para discutir el ingreso de España en la OTAN y la celebración de un referéndum recibieron como única réplica del Gobierno que el asunto era demasiado complicado y difícil para que los ciudadanos de este país pudieran comprenderlo y valorarlo. La historia da muchas vueltas y, en ocasiones, en muy poco tiempo. El próximo día 10 de junio el presidente del gobierno español Leopoldo Calvo Sotelo -que ayer recibió una misión venezolana de apoyo y solidaridad a Argentina- se ha de sentar con el resto de Jefes de Estado y de gobierno de la Alianza Atlántica en la mesa redonda de los aliados en Bonn. Para esas fechas quizás haya un alto el fuego en el Atlántico Sur o quizás haya empeorado el conflicto. Lo que es seguro es que la OTAN no va a variar en las próximas tres semanas su doctrina de apoyo incondicional al aliado británico. Si España no suscribe esa doctrina, habrá entrado, dígase lo que se diga, con el pie cambiado en la organización. Si la suscribe pagará precio en sus relaciones tradicionales con las naciones latinoamericanas. Esta es una tribulación seria, pero merecería por eso alguna declaración seria por parte del Palacio de Santa Cruz y no pretextos formales para aplazar los viajes. De otra forma podría comenzarse a creer que quien verdaderamente no entendió la complejidad y las implicaciones de nuestra entrada en la Alianza Atlántica fue el Gobierno.

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