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Ovejas, un paisaje ralo y pobre, y mil seiscientos pastores al servicio semifeudal de la Falklands Islands Company

Durante un viaje a varios países latinoamericanos en misión informativa para Radio Nacional de España, el autor de estas notas, actualmente redactor de EL PAIS, llegó a las Malvinas el día 1 de noviembre de 1978 a bordo de un avión Fockker F-23 de la compañía argentina LADE (Líneas Aéreas del Estado). La conclusión de aquella visita fue que pese a la dureza de la condiciones de vida y su alejamiento de la metrópoli, los malvinenses -los kelpers, como ellos se autodenominan- se sentían más orgullosos de ser británicos y con más ganas de continuar siéndolo que los propios habitantes de las islas al norte del canal de la Mancha.

Nunca se me habría ocurrido pensar que aquel inhóspito y alejado archipiélago, en los fríos mares del Atlántico sur, llegara a convertirse en un polvorín internacional de consecuencias imprevisibles, como ha llegado a devenir el actual conflicto de las Malvinas.Apenas a seiscientos kilómetros de la costa argentina como punto continental más cercano, y a más de 12,000 kilómetros del Reino Unido, las Malvinas, el contencioso colonial británico-argentino, parecía hace cuatro años uno de los de más fácil y próximo arreglo diplomático, en favor de las demandas argentinas, avaladas por la geografía, la historia y el sentido común, demandas todas ellas despreciadas ahora por la razón de la fuerza y la prepotencia de los aliados británicos y norteamericanos.

Hoy, al intentar descubrir los posibles valiosos potenciales estratégicos o económicos que se puedan esconder en este conflicto en torno al inhóspito archipiélago de las Malvinas, es difícil entender las razones lógicas que justifican ese extraordinario despliegue bélico y logístico que ha supuesto para argentinos y británicos su enfrentamiento por las Malvinas.

Tales razones o tesoros económicos deben estar muy ocultos en aquel archipiélago austral. Yo tengo que decir que sólo vi ovejas, muchas ovejas, en un paisaje ralo, uniforme y pobre, producto de las duras inclemencias meteorológicas.

El millar y medio de robinsones pastores de origen escocés y galés, residentes en las Malvinas, vivían a espaldas al mundo civilizado, aguantaban un infierno de clima, peor del que habían dejado en sus aldeas en Gran Bretaña y compensaban sus muchas horas de ocio obligado en la única taberna del villorrio-capital de Port Stanley (apenas mil habitantes), consumiendo whisky y cerveza, naturalmente british, que un barco british les traía cada tres o cuatro meses, cuando acudía a cargar la lana acumulada en los almacenes de la Falkland Island Company, la empresa propietaria de la tierra, las ovejas, las instalaciones y herramientas y de prácticamente todo lo que hay en las islas.

El trayecto Comodoro Rivadavia-Port Stanley (925 kilómetros) apenas duró una hora y quince minutos.

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A 12.000 kilómetros de la metrópoli

En aquel vuelo viajábamos cinco pasajeros, este periodista y cuatro malvinenses, todos embarcados en Comodoro Rivadavia, la ciudad petrolera y abastecedora de aquella extensa región patagónica, un lugar intencionadamente, extraño para ellos, a pesar de ser el punto más cercano de aquellas inhóspitas islas, frente a los 12.000 kilómetros a que quedaba la metrópoli inglesa.Al llegar a la pequeña terminal del aeródromo (que los argentinos habían construido unos años antes), los british-malvinenses pasaron por una puerta, la tripulación del Fokker argentino por otra y el periodista español se encontró solo ante los aduaneros, que le sometieron ceremoniosamente al idéntico interrogatorio que sufren los pasajeros que llegan al aeropuerto londinense de Heathrow: ¿a qué viene usted?, ¿de dónde viene?, ¿cuándo piensa regresar?, etcétera.

Cuando llegué a la capital de las Malvinas, Port Stanley, a unos dos kilómetros del aeródromo, mi primera sorpresa fue encontrarme ante un pequeño poblado de alrededor de mil habitantes que parecía trasplantado de Gales o de Escocia. Las casas eran un fiel retrato de las casas rurales inglesas, con su porche y ventanas de madera, recién pintadas, su pequeño y cuidado jardín a la entrada, la verja de madera, también recién pintada, y los tejados de pizarra, empinados y de diseño british.

En apenas media hora de paseo me había recorrido la capital de las Malvinas cuatro veces. Ya había hablado con algunos residentes y ya tenía la firme convicción de que la misión periodística que me había llevado allí podía estar concluida dos horas después. En consecuencia, estaba decidido a tomar el mismo avión, de regreso por la tarde, y evitarme tener que pasar tres o cuatro días en Port Stanley, o muchos días más si los frecuentes temporales que azotan la zona obligaban a aplazar los dos vuelos semanales.

Claustrofobia y desconfianza

La sensación de claustrofobia empezaba a, apoderarse de mi estado de ánimo, al tiempo que me sentía rechazado por los distantes ciudadanos, que veían con desconfianza colonial la cámara y el mag netófono del periodista español De ocho o diez personas que había abordado, intentando recoger sus opiniones, prácticamente todas se habían excusado, y los dos o tres que no lo hicieron cm . pezaron decirme, sin esperar que yo les preguntara, que ellos eran british se sentían british y que querían seguir manteniendo aquella nacionalidad.En defmitiva, los recelos y des confianzas eran demasiado claros e incómodos y, para las notas de color que necesitaba, en apenas dos horas tendría abundante material.

Recuerdo la opinión que di a un colega argentino, cuando al día siguiente lo encontré en Buenos Aires. "¿Y qué tal por las Malvinas?", me preguntó; a lo que con testé sin titubear: "Si los argentinos supiérais como es aquello, no lo reclamábais...". ¡Quién iba a decir entonces que en aquellas latitudes, y por aquellas islas, cuatro años más tarde se iba a montar uno de los teatros de operaciones bélicas más espectacular desde la segunda guerra mundial!.

El avión de la empresa LADE hacía dos vuelos semanales, con carga, correo, verduras, combustible y pasajeros, desde Comodoro Rivadavia a Port Stanley. Ese servicio venía funcionando desde 1972, cuando el Gobierno argenti no intentó un acercamiento a los malvinenses, pretendiendo así ganárselos para la causa descolonizadóra, y de esa forma contribuyeran al futuro desenlace colonial que Londres y Buenos Aires íntentaban, según las directrices de las Naciones Unidas. (Hay que recordar que los británicos, en su rosarío descolonizador, siempre y en todos los casos exigían como condición sine qua non al país recla mante el respetar los derechos y deseos de los habitantes de la colonia en cuestión).

Pingüinos, albatros, gaviotas

Por aquellas fechas, comienzo del verano en el hemisferio sur, el tiempo era fresco, pero excepcio nalmente, generoso, en comparación con lo que es habitual en el ar chipiélago, donde los díaside lluvia no bajan de doscientos al año puede nevar en cualquier época del año, excepto en los meses de enero y febrero, y los fuertes vientos han hecho imposible la existencia de arbolado (los pocos ár boles que existen actualmente en las islas han sido introducidos por el hombre y crecen en contados lugares al abrigo de los vientos).La vegetación malvinense es de matorral bajo, fruto de las severas condiciones climáticas y de la pobreza de los suelos. La avifauna es rica y variada y se halla concentrada principalmente en las islas más pequeñas y en las zonas costeras de las islas mayores. Las aves más frecuentes son los pingüinos subantárticos y de Suráfrica, el albatros, varias especies de gaviotas, así como aves propias de tierra adentro, como patos, gansos y cisnes. Los únicos mamíferos terrestres que existen han sido introducidos por el hombre en distintas épocas. El ganado vacuno fue llevado por primera vez a las islas por el francés Louis-Antoine de Bougainville, y el ganado lanar, principal.riqueza de las islas, a mediados del siglo pasado. Actualmente existen más de 600.000 ovejas, alrededor de 11.000 bovinos y unos 3.500 equfflos.

El ganado lanar fue introducido en las islas en 1852, cuando la empresa que luego sería prácticamente propietaria de las islas, la Falklands Islands Company, obtuvo una carta real de la reina Victoria, para empezar el desarrollo económico de la colonia.

La Falklands Islands Company

Ese mismo año Regó a las Malvinas la primera partida de ganado ovino, 46 ovejas de raza Cheviot. En 1860, la empresa empezó a comprar terrenos y acabó siendo propietaria de la mitad del suelo de las islas. Para entonces llegaron los primeros pastores galeses, escoceses e irlandeses, que vivían y siguen viviendo en un régimen semifeudal, dependientes en todo de la compañía, que posee la tierra, los ganados, las instalaciones, las casas y todas las construcciones y materiales de las islas, y a los que les está vetado establecer negocios propios.Pero no da la impresión de que los malvinenses estén descontentos de su peculiar ambiente. Y pocas de las personas con las que hablé en Port Stanley mostraron nostalgia por su alejamiento del mundo civilizado, que ellos o sus antepasados habían dejado hace años a 12.000 kilómetros de distancia, y del que recibían noticias únicamente a través de algunas emisiones en onda corta de la BBC, de las revistas y periódicos que llegaban con el barco cada tres meses desde Inglaterra y de lo que contaban los que regresaban de la metrópoli, si alguno lo hacía.

Curiosamente, y a pesar de los esfuerzos y facilidades ofrecidos por Argentina para atraerse a los isleños, éstos seguían reacios a tales caricias, rechazando cualquier mínima posibilidad de dejar de ser british, aunque fuera en su estado semifeudal. Ni siquiera las sugerencias de los argentinos, en el sentido de que, una vez solucionado el contencioso colonial, los malvinenses pasarían a ser propietarios de las tierras y los ganados que han estado manteniendo para la Falklands Islands Company conseguía atraer adeptos.

Es lo que historiadores y sociólogos conocedores de parecidas situaciones coloniales llamarian la british maladie, enfermedad-orgullo que se acrecienta cuanto más lejos se está de Gran Bretaña. Y desde luego, de los kelpers de las Malvinas se puede decir que, a 12.000 kilómetros de Londres y en su gélida soledad austral, se sienten más ingleses que los propios ingleses de las otras islas, las situadas al norte del canal de la Mancha.

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