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Tribuna
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¿Dogmatismo o juego sucio?

Están ya lejos los tiempos en que, por razones religiosas o políticas, sabios de la talla de Giordano Bruno y Galileo Galilei eran severamente castigados por exponer ideas tenidas por heterodoxas. Por eso ha de causa asombro el que en nuestra época, y precisamente en las naciones que más alardean de liberales, se ejerza sobre los trabajos científicos una censura que, si bien no se manifiesta en torturas corporales, es mucho más refinada, pues impide muy eficazmente el conocimiento de las teorías que no sean del agrado de quienes detentan los medios de publicidad.Es natural, y merece, aplauso, el que todo editor celoso de la calidad de sus producciones se deje asesorar por personas competentes. Lo que no está justificado es que, en el terreno de la física los asesoramientos hayan sido monopolizados por personas que, sin atender a razones, informen desfavorablemente de todo artículo, folleto o libro en que se ponga en tela de juicio la asendereada teoría de la relatividad. Es de suponer que muchos, segura mente la mayoría, obren de buena fe y crean que así cumplen. perfectamente su misión; son los que están tan persuadidos de la evidencia de los principios en que basó, Einstein su teoría que les atribuyen carácter dogmático y ejercen su papel de censores con un celo que llega al fanatismo.

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La actitud de los relativistas dogmáticos no sólo es injustificada, sino que puede reputarse de intempestiva, atrabiliaria y perniciosa, porque es ya patente la incompatibilidad de la teoría einsteiniana, de dudosa eficacia, con la fecundísima y admirable teoría cuantista de Planck. La obstinación en mantener a flote la primera, sea como fuere, es causa de que la investigación teórica ande descarrilada por unos vericuetos que conducen a ese abismo de disparates, asombro de papanatas, conocido con el nombre de ciencia- ficción. ¿Quién no ha oído afirmar pedantescamente que se puede viajar por el tiempo, hacia el pasado o hacia el futuro, y regresar al punto de partida lo mismo que se puede, a voluntad, subir o bajar una cuesta? Por tales desvaríos, la teoría vigente ha perdido su papel de guía del proceso técnico. El maravilloso progreso de que disfrutamos es hijo de la ciencia de ayer, no influida todavía por el fanatismo relativista... Es de temer que, si no se pone remedio, la seudociencia de hoy termine en un aborto.

Vehemencia de los científicos

La vehemencia con que los científicos defienden sus opiniones es cosa de siempre y puede reputarse de beneficiosa, a condición de que se escuchen las razones de los contrarios. Lo insólito es que haya relativistas que recurran a un ardid notoriamente rechazable por incorrecto. Este juego no limpio consiste en dar facilidades para que el adversario DA exponga sus razonamientos en términos matemáticos. Como en la teoría de Einstein lo que es cierto para unos es falso para otros, le es fácil al relativista ortodoxo DR responder con ecuaciones que digan lo contrario de lo que, con toda razón, afirmaba DA. Este último, en posesión de los argumentos de DR puede poner de manifiesto que son falaces. Pero su réplica, que es contundente, no se publica De este modo, es el relativista el último que tiene la palabra y que da como vencedor ante los lectores incapaces de juzgar por sí mismos.

Del poco deportivo juego que acabo de denunciar ha sido víctima reiteradamente en su propio país el profesor inglés Herbert Dingle; con ejemplar tenacidad insiste en que los principios en que Einstein basa su teoría son incompatibles. Puedo anticipar que las conclusiones a que llega Dingle al discutir dicha teoría merecen calificarse de sensacionales aun en estos tiempos en que ya nadie se asombra de nada. Pero es de suponer que en España interese especialmente lo que sucede a los españoles que entran en el palenque. Por eso empezaré por relatar un caso del que yo he sido protagonista.

En el año 1964, la revista Electronics and Power, órgano de la Institution of Electric Engineers, de Inglaterra, abrió una especie de tribuna pública en la que los lectores exponían, en forma de cartas al editor, los puntos que consideraban dudosos en la teoría de Einstein. Aproveché la ocasión y remití una carta demostrando que, de ser cierto el principio admitido por Einstein, según el cual la luz se propaga con independencia del movimiento del cuerpo emisor, bastaría aplicar la ley según la cual la intensidad luminosa es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia para, con medidas de suficiente precisión, hallar la velocidad absoluta de un lugar cualquiera, lo cual echa por tierra el famoso principio de relatividad. El editor, después de pedirme muy cortesmente algunas aclaraciones, publicó mi carta el mes de octubre de 1964. Al poco tiempo, el mes de diciembre del mismo año, apareció en dicha revista una carta del profesor A. G. Cullwick, de la Universidad de Dundee, en la que pretendía que mi fórmula final estaba equivocada, y daba otra que, según él, era la exacta.

Me fue fácil deshacer los razonamientos de Cullwick haciendo ver que eran contrarios a la teoría que trataba de defender, pues no tomaban en consideración el principio que he subrayado en el párrafo precedente. Finalmente, como argumento definitivo, demostraba con un ejemplo numérico que la fórmula relativista hallada por Cullwick era inaceptable.

Remití mi refutación al editor -que acusó recibo con su habitual cortesía- y una copia al profesor Cullwick. Pasaron los meses, escribí pidiendo noticias, y, al no tener respuesta, hice entregar en manos del editor una carta en la que le advertía que, si otorgaba a mi contrincante el privilegio de decir la última palabra, me consideraría autorizado para exponer en la revista de nuestra Real Academia de Ciencias mi tesis, la refutación del profesor Cullwick y mi inédita réplica. La respuesta a mi conminación merece, por incongruente, ser traducida al pie de la letra: "No tengo inconveniente", decía el editor, "en que publique su réplica al profesor Cullwick en la revista de la Real Academia de Ciencias". Así lo hice, apoyándome en tan benévola condescendencia, y en el primer número del año 1966 puede ver el lector, juntamente con los argumentos de Cullwick, la demostración de mi tesis con el aparato propio de los trabajos de física escritos para especialistas. Puedo añadir que, hasta la fecha, nadie la ha refutado.

Incomprensiones

El poco edificante episodio que acabo de relatar contrasta con la conducta de la revista italiana Il Nuovo Cimento. En ella, un fisico norteamericano, J. E. Romain, publicó un extenso artículo en el que criticaba mi teoría y trataba de defender la de Einstein. Tal vez fue aceptada mi réplica, que tampoco ha sido refutada a pesar de estar escrita en inglés y de que Il Nuovo Cimento es, de rango internacional. Por otra parte, mi teoría antirrelativista y mi análisis dimensional, que le sirve de fundamento, son ya tomados en consideración en universidades extranjeras. Digo esto, aunque se me tache de vanidoso, para que no se crea que soy un despachado por incomprendido.

Los argumentos que utilicé en mi discusión con Cullwick pueden ser expuestos sin emplear fórmulas matemáticas, con lo que cualquiera puede captarlos y discutir con los relativistas poniéndolos en un brete. Quede ello para otra ocasión, porque este artículo es ya bastante largo.

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