Una solución para Presur
EN DIVERSAS zonas de España se está produciendo un estallido de reivindicaciones contra el Gobierno para que impulse con fondos públicos y en pura pérdida el desarrollo económico. En áreas deprimidas como Extremadura se invoca la existencia de recursos minerales inexplotados que, sin embargo, no encuentran inversores privados o cooperativas de productores dispuestos a ofrecer una estructura de costes que facilitara la realización del proyecto, si fuera viable. La presión indirecta para conseguir que el Estado financie con fondos subvencionados, pagados por todos los contribuyentes, la planta de pelletización tiene su origen en poderosos grupos económicos privados que tratan de repetir, bajo la democracia, las rentables operaciones de socialización de las pérdidas y privatización de las ganancias que les enriquecieron durante el anterior régimen. Pero la superficie de esa manipulación subterránea ofrece el dramático panorama de los encierros de mineros y sus familias, agobiados por el paro y desencantados por promesas que no se cumplen, empujados a unas acciones de protesta que los futuros beneficiarios de esos proyectos aplauden con insolente demagogia. Resulta, así, que tan reales son los abusivos propósitos de los promotores como el hambre y la desesperación de los mineros que presionan en favor de la aprobación de las aplazadas inversiones. Por esa razón, al Gobierno corresponde no solo el deber de rechazar el proyecto si este no es viable y de desenmascarar ante la opinión pública a sus padrinos -aunque sean dirigentes de UCD- sino también la obligación de explicar a los trabajadores en paro su postura y de ofrecerles una solución alternativa a su problema. También le toca explicarles a estos y a la opinión pública por qué el gabinete se dedicó alegremente a hacer promesas que no podía cumplir, y exigir responsabilidades a quienes empujaron sin fundamento a aquella actitud que ha dejado en evidencia al propio presidente del gobierno.Pero no sólo Extremadura es escenario de esa sorprendente convergencia de intereses contrapuestos que se alían en la práctica a la hora de conseguir dinero gratis del Tesoro público. Está reciente la suspensión de actividades del complejo minero-metalúrgico de Aznalcóllar, propiedad del Banco Central, sin duda por falta de un estudio claro sobre sus posibilidades. Quizá con subvenciones y la absorción de pérdidas por el Estado, Aznalcóllar se podría reflotar; bastaría con aguardar el turno en el caso de que la política de reindustralización prosiguiera su camino de despilfarrar recursos mediante la irracionalidad de su asignación y en beneficio de sectores privados, intereses locales o metas electoralistas. En Asturias, la petición generalizada, respaldada por una huelga de envergadura, reclama más inversión pública en Ensidesa. El foco de la reclamación es la instalación en Asturias de un nuevo tren de bandas de laminación a costa de la factoría Sagunto. Los promotores del estallido no se plantean el esfuerzo del resto de la comunidad española para financiar unas inversiones públicas modernísimas que por el momento no han tirado de otras industrias para impulsar el proceso de desarrollo. Por el contrario, los altos sueldos y la garantía del empleo en el sector público han erigido en el Principado una especie de sucursal industrial de la burocracia del Estado, desanimando la introducción de nuevas industrias, y provocando una especie de vacío industrial y ganadero a su alrededor.
Exigencias de este tipo aumentan el déficit presupuestario y logran que el precio del dinero, ante una oferta de ahorro decreciente, sea empujado hacia arriba. Los proyectos de inversión sin subvención pública sufren, de esta manera, la competencia de quienes consiguen el favor del Estado. De prosperar esa estrategia, los medios y los fines elegidos terminarían por llevar a la bancarrota al Estado, cuyo déficit y endeudamiento exterior provocan explícitas advertencias por parte de los organismos económicos internacionales. Entre tanto, crece el temor de aquellos ciudadanos conscientes de que ninguna colectividad puede sobrevivir gastando por encima de sus posibilidades.
No se trata empero de desincentivar la inversión pública, sino de hacer esta más coherente y también más rentable, tanto en los aspectos estrictamente económicos como en el social. Se trata sobre todo de evitar que al albur del dinero del Tesoro, y so pretexto de empujar el desarrollo, se hagan grandes negocios especulativos privados, bien sea en la venta e instalación de bienes de equipo, con destino a inversiones de dudosa rentabilidad, bien sea en el mantenimiento ficticio de industrias ruinosas mediante la permanente subvención del erario de todos. El modelo de crecimiento franquista no fue otro: capitalismo proteccionista; nacionalización de pérdidas, privatización de beneficios, mantenimiento de circuitos privilegiados de financiación. A lo mejor algunos líderes de los sindicatos de izquierda añoran hoy aquel modelo, porque tenía efectos demagógicos y populistas sobre sectores de la población trabajadora y porque en ocasiones ofrecía el pan para hoy, aún a costa del hambre para mañana. Y eso en tiempo de elecciones siempre ayuda. Pero el mañana ha llegado y la crisis que padecemos es en gran parte fruto de la imprevisión y el abuso de las dos últimas décadas de la dictadura. Las inversiones públicas de la democracia deben ser conducidas con uri criterio más racional y menos depredador. No siempre pueden nl tienen por qué ser económicamente rentables, pero nunca han de convertirse en un despilfarro alegre, sufragado, aún si ellos no lo saben, por los propios mineros y huelguistas de hambre que reclaman hoy su realización.
Por eso, frente a la dialéctica de una opción capciosa y absurda -o los pellets o el caos-, la obligación de las autoridades económicas es buscar respuestas urgentes imaginativas a las necesidades de creación de empleo en la zona del litigio. No se puede volver la cara al drama social y humano de esos mineros encerrados en Extremadura, ejemplo extremo de la situación que amenaza a los dos millones de trabajadores desempleados en nuestro país. Y resulta incomprensible que cuando se está dispuesto a invertir nada menos que dieciséis mil millones de pesetas en la planta de pelletización no se estudien proyectos alternativos, quizá menos costosos y más factibles, que generen la misma o aún mayor capacidad de empleo. El secreto del enigma, sin embargo, es fácil de desentrañar. Esos proyectos alternativos no interesaríari a los sectores y grupos de presión económicos que, agitando la pobreza y el desempleo ajenos, tratan de enriquecerse con la aprobación de cuantiosas inversiones públicas destinadas además a recibir una eterna subvención del Estado.
En cualquier caso, el Gobierno debe dar respuesta a la situación creada y afrontarla de una vez. La solución de ganar tiempo mediante el truco de estudiar de nuevo el problema es ridícula. La actitud de puertas cerradas mantenida con los alcaldes y las autoridades locales que vinieron a Madrid a reclamar lo que entienden son sus derechos -al fin y al cabo solo pedían que se cumplieran promesas concretas hechas por el gobierno- no hizo sino empeorar las cosas. Un diálogo con ellos quizá hubiera podido aclarar muchas cuestiones y servir para encontrar soluciones viables. Claro que estas soluciones valdrían para convencer a los mineros de abandonar sil encierro y para ofrecer esperanzas de recuperación a una zona deprimida, pero no tendrían la rentabilidad electoral que unos cuantos caciques de la derecha asilvestrada y nacional sindicalista buscan. Ni satisfarían tampoco los apetitos egoístas de quienes tratan de enriquecerse bajo el paraguas protector del dinero de todos los españoles.
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