Amonestación privada
Por sus connotaciones extraprocesales este juicio tiene la dudosa virtud de emponzoñar todo lo que roza; caballo de Atila de reputaciones y expectativas personales y políticas, puede que no permita crecer la hierba en las biografías por las que pasa. Ayer era obligado pensarlo cuando, resueltas por el presidente las incidencias de la víspera, prosiguió el interrogatorio del teniente general Sáenz de Santa María y todo el resto de las defensas que podían intervenir desgranaron un rosario seco y despectivo de "Nada, mi general", "No hay preguntas", "Esta defensa no tiene nada que preguntar", "Sin preguntas". Sólo el Fiscal cerró, muy brevemente, este interrogatorio. Varias mimbres urdieron la actitud de las defensas, que tuvo gesto de desprecio: acaso una recomendación del tribunal para no abundar en la declaración de un testigo que despierta tales animosidades entre los procesados; seguro la conveniencia de los abogados de no dar pie a que se extendiera una declaración abiertamente desfavorable para sus defendidos, y resaltar un rictus procesal doliente y solemne que recuerde al resto de los citados lo que aquí puede pasar si contestan con un punto de fervor constitucional o utilizan acertadamente la tabla de los calificativos. El caso es que este admirable teniente general ha pasado también por el abrasivo del juicio. Es comentario casi unánime la molturación que en los últimos dos días ha sufrido el futuro profesional y político del teniente general Sáenz de Santa María. El juicio es, así, un remedo golpista de Saturno: no devora a sus hijos, pero fastidia a los demócratas.La vista se abrió con quince minutos de retraso en una fronda de rumores de antesala; no hubo para tal.
Los encausados estaban en sus sillas, excepción hecha de la acostumbrada ausencia de Carrés. En el monótono universo de la sala, un cambio casi imperceptible: un soldado de la Policía Militar ha cambiado su ubicación y se sienta junto a las filas de procesados, en el camino de éstos a la puerta.
El presidente abre la sesión advirtiendo al público, defensores y observadores jurídicos que no tolerará manifestaciones de ninguna índole en la sala, pide ejemplaridad en el comportamiento, renuncia de ambas partes a las conceptuaciones peyorativas en los interrogatorios e invita a Adolfo de Miguel y al general Sáenz de Santa María a retirar palabras y, conceptos expresados la víspera. Ni la más leve palabra de reconvención para los justiciables que desobedecieron al tribunal y dieron pie a los incidentes posteriores y a la comedia de las voces, portazos, indignación de guardarropía, entradas y salidas. Bien es verdad que se comunicó oficiosamente a la Prensa la severa amonestación que, en privado, recibieron ayer los encausados protagonistas del desacato. Bien. Ayer, la satisfacción de la mayoría de las defensas era explícita: han subido otro escalón en su estrategia en pro de la dominación del juicio.
Como un rompehielos se abre paso por el entramado de esta causa la convicción derrotista o entreguista de que lo único importante es que no se suspenda el proceso. Es una forma como otra cualquiera de partir de un supuesto de debilidad por parte del presidente de la sala: guante blanco y tolerancia exquisita con los encausados, no vaya a ser que se retire un abogado y haya que parar el juicio. Si los togados de la defensa política, crecidos de sesión en sesión, estiman útil para sus defendidos y la causa extraprocesal que patrocinan parar el juicio, lo pararán, absolutamente al margen de lo que haga o deje de hacer el presidente de la Sala. A éste sólo le queda -acaso le quedaba- el asidero de la dignidad de la sala que preside y el ejercicio sin reservas de su autoridad.
Los comentarios de ayer, fuera de la sala, acerca de la decisión presidencial significaron la jornada, exenta de gran interés por las declaraciones de generales como Juste o Víctor Castro. Presidía ese derrotismo que va desde la buena voluntad del decano Pedrol pidiendo a los defensores que no se retiren, a la argumentación de algunos jurídicos militares sobre que en el proceso de Burgos (mala comparación) también hubo incidentes, más graves, o que la presidencia quiere evitar la continuación del juicio a puerta cerrada (la mejor forma de que la información sobre el proceso quede monopolizada por alguno de los numerosos defensores). El caso es que, a mes y pico de sesiones y ya con alguna experiencia de incidentes, el presidente sólo ha hecho levantarse a la Policía Militar (que aquí es su policía judicial) para poner en la calle al director de Diario-16. La bien intencionada mezcla del presidente, teniente general Alvarez Rodríguez, de dureza formal y condescendencia en el fondo de los problemas graves, con que viene pilotando este juicio acabará conduciendo a nuevos incidentes aún más premeditados que los del lunes. Es cierto, como se comenta en la antesala, que algunos encausados nada tienen ya militarmente que perder, y jugarán con sus defensas en envites de todo o nada. Y precisamente porque eso es así es por lo que la tolerancia con ellos es un empeño vano destinado al fracaso; la tolerancia surte efectos milagrosos sobre quien alberga una esperanza, no sobre quien ve -jerga militar- que le cuelgan el caqui. En este caso, el dejar hacer/ dejar pasar sólo puede deparar el lamentable desprestigio de la sala. El chau-chau campamental lleva días ronroneando una posible ausencia por enfermedad del presidente aprovechando el paréntesis pascual. Puede que el rumor tenga bases sólidas y que este oficial general, tal como se le ve y se le escucha, haya superado sus propios límites de paciencia y hasta de sufrimiento moral. Quizá donde en verdad hace falta un golpe de timón es en Campamento.
Por lo demás, ayer acabó el interrogatorio del general Juste (jefe de la Acorazada durante los autos) y del también divisionario Víctor Castro (director general de Armamento y Construcción), que pasó buena parte del 23 de febrero en el despacho de Gabeiras, jefe entonces del Estado Mayor del Ejército. Se esperaba poco menos que una carnicería sobre la estampa digna y patética de este militar al que se ve envejecido por sobre su edad, un punto dislálico, balbuciente y psicológicamente muy afectado por unos sucesos que han destrozado la punta final de su carrera de armas. Preocupado por sucesos del comienzo de la guerra civil en los que jefes de grandes unidades perdieron el mando de las mismas a manos de sus subordinados, procura en aquella tarde de febrero ganar tiempo ("Se tardan horas en poner en marcha la división") en medio de un mar de dudas sobre la fidelidad de sus más inmediatos colaboradores. Cuando el coronel San Martín le advierte, camino de Zaragoza, que algo pasa en la división" y que "alguna Región Militar debe estar revuelta", no llama directamente a su puesto de mando, al tener conocimiento anterior de que los teléfonos de la Acorazada estaban pinchados. Ignora quién ordenó tal servicio de escucha ni pudo detectarlo en su día con los propios medios de su división.
Al recibir una primera información de lo que se avecinaba por boca de Pardo Zancada, piensa en telefonear a su capitán general, pero se lo desaconsejan ("Milans se encargará de llamar a las Regiones Militares"). Desconfía, pero teme descolgar el teléfono ante unos subordinados de cuya obediencia recela. Hasta cierto punto deja hacer y, finalmente, da su primera orden terminante: que regresen las unidades que han salido a ocupar Radiotelevisión y otros objetivos. Pero después "se le escapa" un capitán hacia La Voz de Madrid ("Me dijo que había ido sólo a hablar con amigos suyos"), y Pardo Zancada, camino del Congreso. Aquella tarde estuvo llamando a la Zarzuela, angustiado, pidiendo la retransmisión urgente del mensaje del Rey, ante su imposibilidad de seguir sujetando a la Acorazada.
Sobre el papel en los autos de este general hay dos versiones. Que fue engañado por omisión desde su propio Estado Mayor, propicio al golpe de Estado. La versión maliciosa es que dudó unas horas hasta poder advertir por dónde se decantaba la Historia, y en esas horas de zozobra perdió la estimación de unos y de otros. Pero sea como fuera, no hay en su actitud ni soberbia ni marrullería; sólo un profundo dolor ante un patinazo o un engaño que lo incluye, a su pesar, en futuras monografías históricas. El más afectado de los que han pasado por la sala. Y, a la postre, el jefe de la Acorazada que no salió. El mejor elogio y exculpación que puede hacérsele es la íntima suposición de lo que hubiera ocurrido el 23 de febrero si la Brunete se encuentra al cargo de un Torres Rojas o un Milans.
Pone empeño en repetir que en la lista de objetivos a ocupar en Madrid no figuraba ningún periódico (sólo RTVE, algunas emisoras y zonas geográficas de la ciudad: parque del Oeste, Campo del Moro, plaza de Castilla, Retiro) y tiene el detalle, no solicitado por las defensas y que le honra, de relatar su extrañeza ante aquella afirmación de Torres Rojas de que la Reina sostenía a los espadones. "Me acordé entonces que, siendo agregado militar en Roma, acudí al aeropuerto a recibir a doña Sofía, que regresaba de Grecia tras el golpe de los coroneles. No podía creer que suscribiera un golpe militar".
Y está profundamente amargado con su jefe de Estado Mayor, coronel San Martín, al que acusa de haberle retenido información esencial para poder haber obrado en aquella fecha con más rapidez y acierto. Un soldado viva imagen de la desolación. Tras una jornada de soberbia, sus maneras merecen todo respeto.
Víctor Castro San Martín, un general tenido por estricto, destapador del caso Matesa siendo director general de Aduanas, amigo íntimo del general Armada, padeció un no extenso interrogatorio, que resultó favorable a aquél. El frente político de los defensores logró, no obstante, arrancarle al testigo la deposición de que la Zarzuela (sin especificar quién) autorizó al general Armada para ofrecerse al Congreso, a título personal, como presidente del Gobierno. Poco más o menos, que se le dijo a título personal un "haz lo que quieras o lo que puedas".
Se levanta la sesión con sonrisas de oído a oído de muchos defensores. No tuvieron que emplearse a fondo y fue una jornada gananciosa.
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