El crimen de Sestao
Ni QUE decir tiene que el envilecimiento moral y la degradación humana de las bandas de ETA en cualquiera de sus variantes -milis, poli-milis o comandos autónomos- se manifiesta en la voluntad asesina de sus comportamientos, que han sembrado de cadáveres la convivencia democrática y han alimentado, con su saña especial coritra los hombres de las Fuerzas Armadas y de los cuerpos de seguridad, la coartada de los golpistas, cuya única bandera -si bien ensuciada por su manipulación sectaria y oportunista- es precisamente la larga lista de militares y agentes del orden que han sido víctimas preferentes (aunque no exclusivas) del terrorismo. Pero la escenificación de las matanzas y la forma de perpetrar los crímeness aunque constituyan un aspecto secundario de esa orgía de brutalidad, también sirven para iluminar el descenso a los infiernos de quíenes han interiorizado todos los dogmas de inhumanidad y crueldad ínsitos en los credos qille abrazan fanáticamente el grito de ¡viva la muerte! en nombre de cualquier abstracción disociada de los hombres y mujeres de carne y hueso. El tiro en la nuca, la ráfaga de metralleta por la espalda o la explosión de control remoto alternan así con remedos de las películas de gánsteres tan sangrientos y bestiales como el realizado ayer en Sestao, que ha costado la vida a dos inspectores cle policía y herido gravemente a otros dos y ha segado también la existencia de una muchacha por el simple hecho, de ser la novia de uno de los agentes. Estos asesinatos no se distinguen. Tal vez, sin embargo, puedan servir para despertar la adormecida sensibilidad moral de aquellos votantes de Herri Batasuna que todavía encuentran disculpas o atenuantes en los crímenes de ETA.La brutalidad del ateiitado de Sestao, que nos hace retroceder al Chicago de la década de los veinte, al igual que esas exaciones mafiosas denominadas impuestos revolucionarios Por estos gánsteres disfrazados de combatientes políticos, rebasa cualquier intento de explicación política, pero está cargada de ominosas consecuencias para iiuestra,vida pública. El triple asesinato -quíntuple en sus intenciones- resulta tan repugnante en sus desnudos términos como absurdo y gratuito en su proyección sobre una sociedad que, de forma abrumadoramente mayoritaria, desea vivír tranquila, trabajar en paz y desarrollar esas parcelas seguras de libertad individual y colectiva que ha conquistado con su esfuerzo durante los últimos cinco años.
Esos necios, y arrogantes asesinos creen que sos crímenes podrían quedar justificados ante su pueblo si consiguieran que su profecía apocalíptica se autorrealizara, esto es, si lograran que su voluntarista afirmación de que en nuestro país no existe ámbito para un progreso democrático se transformara en triste realidad gracias al clima de tensión y desestabilización engendrado por los crímeties terroristas, coartada que la ultraderecha y el golpismo necesitan para sus designios involucionistas. Las bandas de ETA se ceban en los policías y los militares por odio, pero también para desatar esa espiral de acción-represión-acción que obligaría a los ciudadanos que desean vivir en paz a penar en el purgatorio de una sociedad autoritaria y a tomar conciencia de su desgracia. Los terroristas albergan la absurda esperanza de que, una vez logrados sus apocalípticos objetivos, el pueblo opriniido vuelva hacia ellos sus miradas para designarlos como sus ángeles veiigadores y sus dioses salvadores. Pero, como ha demostrado la historia contemporánea española, un régimen dictatorial no es la antesala de otra cosa que no sea el lento, penoso y atribulado regreso al sistema de libertades tras un período de sufrimientos y humillaciones sin cuento.
El brutal estallido de furia asesina en Sestao coincide con los intentos de convertir el juicio del 23 de febrero en un proceso contra la Corona y las instituciones democráticas. Este crimen múltiple se ha perpetrado, también, al día siguiente de que el congreso de Euskadiko Ezkerra ratificara la ruptura de esta formación política con la violencia y abriera caminos para que un importante sector del nacionalismo de izquierdas, vinculado durante el anterior régimen con ETA, pueda afrontar la tarea, siempre planteada y nunca resuelta, de superar la escisión del movimiento obrero en el País Vasco motivada por razones de lengua, cultura y lugar de nacimiento. El terrorismo etarra ha arrojado en la sala del juicio oral de Campamento esos tres cadáveres para demostrar, por si eran necesarias más pruebas, su convergencia objetiva con quienes afirman que el único lenguaje posible en nuestro país es el idioma de la violencia, y con quienes niegan a la inmensa mayoría de los españoles su derecho a la paz, a la convivencia, a las libertades y a la democracia. Esos profesionales del crimen también han querido responder a la voluntad de concordia y al rechazo de la violencia que presideron el congreso de Euskadiko Ezkerra con un nuevo mensaje de sangre y de intolerancia.
Los terroristas saben que la consolidación en España de las instituciones democrátícas, que implican el afianzamiento en el País Vasco del régimen autonómico, significaría, a medio o largo plazo, su desaparición histórica. Si el proyecto político defendido por Marío Onaindía tuviera el tiempo y el acierto necesarios para llegar a buen puerto, el mitigamiento o la desaparición en el seno de la izquierda vasca de las tensiones entre nacionalistas y no nacionalistas, entre autóctonos e inmigrantes, entre quienes hablan eusquera y hablan castellano, entre las tradiciones sabinianas y las tradiciones socialistas, privaría de terreno social para la implantación del mensaje irracional de odio y de muerte del nacionalismo violento. Por eso los terroristas necesitan apurar cualquier posibilidad desestabilizadora y se esfuerzan por alentar con sus provocaciones, en el crispado clima del juicio de Campamento, las oportunidades del golpismo. Es cierto que la condena del abominable crimen de Sestao por las fuerzas políticas y sociales del País Vasco y del resto de España no devolverán la vida a los asesinados ni conseguirán que los asesinos depongan las armas. Pero esa actitud constituye, en cualquier caso, una condición necesaria para que el pueblo vasco en su conjunto recobre su sensibilidad moral y su dignidad ciudadana, y, con su rechazo sin paliativos de la violencia, aísle a quienes conculcan el primero de los derechos humanos, que es el derecho a la vida, y amenazan con arrastrarnos a todos, mediante sus crímenes y sus provocaciones, a las tinieblas de un régimen represor de las libertades.
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