Las luces del barroco regresan a Francia
Muestra en París de 'La pintura francesa del XVII en colecciones americanas'
Hay diversas maneras de adornar las paredes, y a ellas responde el pintor definiendo sus luces. Se nota en especial en el arte barroco, que hizo de la luz y sus juegos falsarios una tesis central. Un buen modo de verlo es en la exposición parisiense La pintura francesa del siglo XVII en las colecciones americanas, que alberga el Grand Palais hasta finales de abril, antes de ser colgada, ya de vuelta a casa, en Nueva York y Chicago.
Esta exposición es la cuarta entrega en la serie ejemplar que Jacques Thuillier y Pierre Rosenberg le vienen dedicando en la última década al arte francés del XVII; primero fue la reveladora muestra de Georges de la Tour (en 1972), dos años más tarde, el reagrupamiento en torno a Le Valentin de los caravaggistas franceses; después, en 1978, la re-identificación de los confusos hermanos Le Nain, y ahora, esta hoy comentada, que aprovecha la impresionante riqueza museística norteamericana para recapitular y establecer una, digamos, teoría de conjunto.Once son los epígrafes en los que el responsable Rosenberg ha dividido su propuesta, seleccionando 124 obras entre más de quinientas, que (catalogadas y reproducidas en un apéndice del catálogo) museos e instituciones públicas de América del Norte poseen sólo de ese siglo francés. Las telas que encontramos en la primera sala son las más ambiciosas: en ellas, los curiosos y jóvenes franceses residentes en Roma en la segunda década del siglo adoptan sin reservas la lingua franca, que el naturalismo caravaggista impuso en esa Europa.
Revalorización de lo real
Vano ha sido hablar de un halo francés, flamenco o español en aquellos pintores tenebristas y bruscos, recreadores de escenas en las que lo sagrado se hace costumbrista, y las figuras, ejes de una lección formal; sobre los toques mínimos de un color local, la definida luz de Caravaggio estableció una norma de reconocimiento y revalorización de lo real, que aquí puede apreciarse en las obras de Guy Franlois, Tournier, Le Valentin, el fronte rizo Régnier y, sobre todo, en los extraordinarios ángeles, deidades y santas de Simon Vouet.Hay después una pequeña muestra de Ia Tour, de quien se ignora si residió en Roma, contagiándose allí del aire claroscuro, pero que es, sin duda, el más original, el más secreto y cáustico de todos los franceses de esa primera mitad de siglo. Vienen más adelante agrupaciones individuales (los nueve Nicolas Poussin, el cupo de Le Nain), temáticas (paisaje, retratismo, naturaleza muerta) y territoriales (pintura provincial, primera escuela de París), pe:ro en todas ellas se sigue un hilo cierto.
Incluso en los cuadros severos y geométricos, de colores acuosos, de Sébistien Bourdon (artista bien representado y hace poco estudiado en el Prado), o en la pintura ática, idealista, olímpica, de La Hyre, Le Sueur o el último Vouet, es posible encontrar las huellas de una verdad lumínica que alumbra todo el siglo. Un siglo, una época, un sistema de signos que acortó las distancias del pintor y su yo, del patrón ideal y la forma real. Que enseñó a percibir, enfocando rincones hasta entonces en sombra.
La exposición fomenta, por añadidura, la siempre reconfortante manía de encontrar favoritos. Bien está ver pinturas de Poussin, de La Tour, de Claudio de Lorena, genios cuyo fulgor la memoria, iniciada, agradece en silencio, sintiéndose segura. Más grato aún resulta descubrir, corregir, sorprenderse a uno mismo amando caras nuevas. En el presente caso, junto a figuras huidizas, dificiles de ver (Millet, Jacques Stella, Monsú Desiderio), uno apunta con celo los nombres de La Hyre, del bronco manierista Claude Vignon y de Pierre Patel, con sus arquitecturas arruinadas y su luz de crepúsculo.
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