¿Después de Leopoldo, que?
Aquí siempre nos estamos haciendo la misma pregunta, porque la historia nos lleva cogidos por la corbata y nos vuelve a tener en un grito. «Después de Franco, qué», fue la pregunta que movió a cientos de comentaristas, columnistas, analistas, politólogos, ensayistas y espontáneos de café, que son los que plantean con más autoridad las cosas. «Después de Franco, las Instituciones», dijeron los Suslov del franquismo, tipo Fernández Miranda, y esto, por su obviedad, dejó a todo el personal con el cubata en el aire, entre la mano y la boca. Las instituciones funcionaron, en efecto, y de qué manera. Suslov fue el primer sorprendido de que funcionasen (tanto el Suslov de aquí como el de allá). Después de Leopoldo, qué. Porque Calvo Sotelo lo dijo o no lo dijo, pero la frase es ya legendaria, y legendario es lo que va a ser eternamente leído por las generaciones:-A mí me han contratado por dos años.
Estremecedor dandismo marengo y como mortuorio, el de esta frase, que hay que someter a una crítica de textos, como se somete el «Ser o no ser», que tampoco nadie dijo nunca en la realidad de la verdad de la vida. En primer lugar, ese «me han contratado», impersonal y distanciador, remite a un más allá misterioso y silencioso que está entre Kafka, Melville, Orson Welles y Jean Cocteau. ¿Quién contrató a Calvo Sotelo? El saberse contratado, y no elegido, proclamado, reclamado masivamente, es lo que da a la gestión de Calvo Sotelo un sonido de política fría, distante, como de encargo, que frunce levemente el hormigón armado del gesto en cuanto aparece algo insólito, algo que «no estaba en el contrato». No se puede llevar un Gobierno por arriendo. Tampoco puede uno arrendarse para gobernar. Decía Ramón que «el escritor es un aventurero estático». El político es el aventurero dinámico en nuestras sociedades sedentes. Suárez era balzaciano porque es uno de los últimos aventureros de la política, uno de nuestros últimos hombres de acción. Calvo Sotelo no es el aventurero estático, sino el funcionario estático, lo cual es ya un enunciado tautológico que duplica el estatismo del presidente en los dos leones del Congreso. Como tal funcionario, recibió el encargo técnico de gobernar, pero el encargo se tornó encarnizada mente político, coño, y de ahí toda la dubitación de su conducta. Del contrato ha cumplido ya un año, y con el otro pasará las elecciones, que puede perder, que puede anticipar. No parece que la pasión de Estado le saque de sus desapasionamientos, de modo que la pregunta vuelve a ser, en la calle, vagamente franquista:
-Después de Leopoldo, qué.
Porque, aunque Felipe ganase las elecciones, y más aún si las gana, la derecha necesita un líder, un estadista, y hoy no lo tiene. Sólo hay una cosa más temible que los hombres carismáticos de la derecha: unas derechas sin hombre carismático. El dictador, el presidencialista, el revolucionario de derechas se hace posible cuando no es posible un buen estadista conservador. Hay una anarquía de collares que baila la danza del fuego y desentierra el hacha de sílex, celebrando el desgobierno gubernamental. Pero la verdad es que cuando cierta derecha no encuentra su hombre, echa mano de cualquiera y le pone debajo un caballo. O acude a los serafines, querubines, arcángeles y dominaciones, que siempre nos envían un ángel tardobarroco con espada antidisturbios.
Fraga parece el robador del centro, por el asilo político que está dando a los bailarines y miñones que no quieren volver al Gulag/UCD. Pero no es el hombre moderado que necesita la moderación de derechas. La «horda» de oro, cuando río encuentra un líder, avisa a Santiago Matamoros: un caballo o un apóstol. Después de Leopoldo, qué.
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