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La Atenas del Norte

JUAN G. BEDOYA

Cuando los cántabros, con una petulancia digna de mejor causa, consideramos a Santander, de tarde en tarde, la Atenas de un Norte que tiene, sí, en sus flancos vascones algo de espartano, quizás olvidamos que una buena parte de nuestra fenomenal oferta cultural (Universidad de Verano, Festival de la Porticada, Auditorium, Fundaciones Botín y Santillana, Festival de Piano Paloma O'Shea, edición de libros en Estudio y Sur, museos, cuevas prehistóricas ... ) vino ofrecida y cocinada desde fuera y que, de no haber sido así, ahora estaríamos con un bingo, que lo hay, a las puertas del Ateneo y con media docena de entidades oficiales manejadas, más que manipuladas, por los cuatro voluntariosos que siempre quedan para enseñar al visitante.Cuando se cuenta que el líder de los mayoritarios de la región tiene declarado a la Prensa que desde hace siete años no encuentra tiempo para leer un libro ni asistir a un espectáculo, se cuenta lo suficiente. Y lo malo no es que sea verdad; lo realmente curioso es que se le nota.

Sin embargo, es Cantabria una de las tierras desarrolladas y cultas de este país, como el año pasado vino a decir una encuesta de un semanario madrileño, que declaró a la ciudad de Santander la capital más habitable del Reino. Aquí (allí, pues firmo esto en Madrid) hay fama antigua en el campo de las artes y las ciencias. Y, por supuesto, en lo vacacional. Ya a primeros de siglo se pasearon por El Sardinero, para ponderación de radicales y escándalo de reaccionarios, don Marcelino Menéndez y Pelayo y don Francisco Giner de los Rios, los dos muy curados de sus antiguos apasionamiento s, como el propio don Marcelino reconoció en cartas posteriores.

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No muy lejos de la playa, avistándola desde su hotelito de San Quintín, en cuyo jardín crecieron varios árboles con el nombre de sus obras en curso, don Benito Pérez Galdós platicó con José María Pereda (apeemos el tratamiento), que se trataba, a su vez, con la actriz y, al fin y al cabo, cómica de la legua Margarita Xirgu, y hasta con el periodista, triplemente excomulgado por algunas de sus pacotillas anticlericales, José Estrañi, director de El Cantábrico. Y no muy lejos, para pasmo de Gregorio Marañón, que algo escribió sobre este siglo de oro santanderino, andaban Pedro de Alarcón, empleado del Banco de España frente a la bahía, o el mundano Valera, que venía de Rusia de enamorarse y perderse, por amores no correspondidos, con una secunda ballerina, pero primerísima belleza, de un ballet francés en gira por la Rusia de los zares.

Era a principios de siglo, cuando la realeza tomaba sus baños de ola frente a Villa Piquío y los prototipos de la ciudad ideaban la construcción de un palacio en La Magdalena para asegurarse el veraneo de la corte, tan rentable para el turismo, el comercio y la construcción de los lugareños. Si lo hicieron bien, que hasta el palacete de San (Quintín, joya galdosiana, desapareció bajo la piqueta de algún especulador. El propio don Manuel Azaña, presidente de la República, recogió la tradición del veraneo real sardineril en una villa que le cederían los Semprún Maura por la zona de La Cañía, más tarde malograda, cuando la dictadura, en favor de los donostiarras.

Aquella edad de oro, veraniega, turística y festiva, pero inequívocamente cultural, cuajó, a la siguiente generación, con la presencia en Santander, en una misma jornada., de Ortega y Zubiri, de Menéndez Pidal y Marcel Bataillon, de Américo Castro y Sánchez Albornoz, de Pedro Salinas o Federico Garcia Lorca, de Odón de Buen y Hugo Obermaier. Todos ellos, a 'la sazón republicanos y en vísperas de exilio, ponían en práctica la internacionalidad y la interregionalidad de un centro nacido de la mano de los institucionistas y frente a una escuela católica, comandada por Herrera Oria, que por el mismo tiempo inició actividades menos populosas, pero más duraderas.

Pero esta Atenas del Norte, como la de Pericles, tuvo también un Felipo avasallador en el tiempo de los cuarenta y hasta en los cincuenta, cuando la Universidad de Verano, ya adjetivada con el nombre, nada casual, de Menéndez Pelayo, fue llenándose de oficialismos perezosos y de directores de cursos que lo mismo valían para aquella tribuna como para la que el Movimiento había abierto por Peñíscola, donde Adolfo Suárez iba a ser secretario general. Todavía deben existir algunos gobernadores formados en ambas escuelas y muchos directores de periódicos silenciados por el apacible dormir presidencial, en el centro del salón de la Reina palaciego, de don Fernando Martín Sánchez-Julía.

Tiempos aquellos superados sin prisas -y con pausas, con el obligado intermedio del Opus y de Pérez Embid como rector- y que culminaron en 1980, cuando Francisco Yndurain promueve a la UIMP a organismo autónomo, que iba a desarrollar, al abarrote y con brillante y polémica eficacia, el actual rector Morodo, sumergido ahora en una polémica en la que los cántabros, gente constante, llevan las de ganar, aun perdiendo la razón.

Si, como pensaba Wilde, es necio dar consejos, darlos buenos es absolutamente fatal para quien los ofrece desde Madrid. Pero ni los cántabros deben acaparar una institución nacida y crecida en su interregionalidad española por y para el resto de las universidades de invierno ni Raúl Morodo puede borrar cincuenta años de tradición y una infraestructura que, además del palacio de La Magdalena, incluye el campus de Las Llamas, dos residencias de estudiantes y, sobre todo, una ciudad sobrada de atractivos culturales y vacacionales.

Se equivocan, por último, quienes quieren ver en esta polémica una dosis de cavernalismo cántabro. Que carguen con las culpas, por haberse equivocado en el enfoque, un alcalde, que no es, por cierto, como le han dicho, intelectualmente pedáneo -hasta tiene publicado algún libro de versos-; un partido, UCD, que en Cantabria es, más que en cualquiera otra región, la vieja derecha nacional, y un equipo rector al que le ha faltado Lacto y generosidad en la respuesta. Porque, después de cincuenta años de historia en común, qué menos que reconocérselo a Santander en los nuevos estatutos.

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