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Trump no es un genio del mal

Los medios nos esforzamos por gestionar la incoherencia que domina la campaña y con ello estamos haciendo luz de gas al lector

Donald Trump
El candidato republicano, Donald Trump, segundo por la derecha, mira hacia atrás durante la ceremonia por el aniversario del 11-S, el pasado miércoles en Nueva York.Yuki Iwamura (AP/ LaPresse)
Marta Peirano

No me había dado cuenta hasta que Lenore Taylor, directora de The Guardian en Australia, visitó Estados Unidos en 2019 y fue a una de sus conferencias. La periodista llevaba 30 años cubriendo política y casi una década exponiéndose a la misma ración diaria de titulares que todos nosotros, si no más. Y, sin embargo, se encontró que no estaba “preparada para la alarmante incoherencia del presidente”. Y sintió que había sido estafada por medios que llevaban años tapando sus desvaríos. No los medios afines a su persona o vinculados a su agenda política, como Fox News o Breitbart, sino por los medios liberales, incluyendo el suyo: The Guardian, The Washington Post, The New York Times.

Parece inverosímil, pero quizá es inevitable. Una parte importante del trabajo de un periodista es explicar lo que significan las cosas. Por ejemplo, qué significa cuando Amazon dice que “supera los 1,55 GW de capacidad renovable en España”. O qué significa que Esperanza Aguirre diga que se siente “engañada y traicionada” por los que financiaron ilegalmente sus campañas a la presidencia del PP de Madrid. Y otra parte importante del trabajo es hacerse entender, en el espacio disponible. Hay que sintetizar sin dejar de tener sentido, a menudo sin controlar el contexto, casi siempre contra reloj. “Me di cuenta de cómo los periodistas que cubren a Trump editan y analizan sus palabras”, escribió Taylor, “para encajarlas en párrafos secuenciales e imponer sentido donde es difícil de detectar”.

El jefe de The Atlantic, Jeffrey Goldberg, lo llama sesgo hacia la coherencia. “Funciona así: Trump suena como un loco, pero no puede estar loco, porque es el candidato presunto a la presidencia de un partido importante, y ningún partido importante nominaría a alguien que está loco”, escribe en su boletín. “Por lo tanto, es nuestra responsabilidad suavizar su retórica, identificar cualquier atisbo de significado, tomar a la ligera sus declaraciones extrañas y racionalizarlas”. Rebecca Solnit tiene una etiqueta mejor: sanewashing. “Su incapacidad para ser coherente queda prácticamente oculta para el público, a menos que estén escuchando directamente o leyendo medios alternativos”, dice. En nuestro esfuerzo por mantener el sentido, por gestionar la disonancia cognitiva que domina la campaña, estamos haciendo luz de gas al lector. Esta situación, hasta entonces paradójica, se volvió insostenible cuando esos mismos medios le cortaron la cabeza a Biden por perder el hilo en el debate presidencial del 27 de junio en la CNN.

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En ese sentido, el primer debate entre Donald Trump y Kamala Harris en ABC marca un punto de inflexión. No solo porque Harris sugiere a los oyentes que vayan a un mitin de Trump, para verlo por sí mismos, sino porque, al tocar al oponente en su punto más débil, poniendo en duda su popularidad, Trump ofreció un tráiler de lo que podrían escuchar en uno de esos mitines: que hay haitianos “ilegales” que se comen a los gatos de los vecinos de Springfield y Estados que “tienen abortos en el noveno mes” y, “en otras palabras, ejecutan al bebé”.

Pete Buttigieg dice que los desvaríos son su estrategia para que hacernos de gente comiendo gatos o gansos en lugar de la pérdida de empleo durante su mandato, que su única promesa cumplida fue recortar impuestos para los ricos o de cómo destruyó el derecho a elegir en este país. Todos preferimos pensar que el presidente que sugirió inyectarse lejía para limpiar la covid tiene un plan.

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