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columna
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La admiración

Las distancias políticas son inevitables en un mundo cultural que asumió la difícil tarea política de unir las palabras libertad e igualdad

Mario Vargas LLosa es entrevistado en su casa de París, en febrero de 2000.
Mario Vargas LLosa es entrevistado en su casa de París, en febrero de 2000.Eulogio Martín Castellanos

Admirar a alguien con el que no se está de acuerdo es una suerte en la vida. Yo he tenido la suerte de admirar mucho a Mario Vargas Llosa desde que leí La ciudad y los perros, y he tenido la suerte también de mantener mi admiración pese a que sus ideas políticas estén distantes de las mías. Las distancias políticas son inevitables en un mundo cultural que asumió la difícil tarea política de unir las palabras libertad e igualdad. A veces asistimos con indignación a la borradura de la palabra libertad en sociedades que convierten las bellas banderas en excusas para la opresión. Y a veces comprobamos con tristeza que los partidarios de la libertad se alejan cada vez más de la palabra igualdad, desentendidos de la justicia social. En estas dinámicas no resulta extraño que surjan las crispaciones y los fanatismos. Por eso es una suerte admirar mucho a quien no piensa como uno. Se aprende a mantener la propia conciencia sin considerar al otro como un enemigo.

Acabo de leer El país de las mil caras (Alfaguara), el libro en el que Carlos Granés ha reunido los escritos de Vargas Llosa sobre Perú. Nada más llegar a la dirección del Instituto Cervantes, por admiración a Mario, empecé a urdir planes para que el Congreso Internacional de la Lengua se celebrara en Arequipa, la ciudad donde nació. Leo o releo ahora sus opiniones sobre Manuel Odría, Velasco Alvarado, Alan García, Fujimori padre, Fujimori hija o Pedro Castillo, leo sus recuerdos sobre los amigos escritores, su familia y su vida peruana, y mi interés se sostiene en una admiración profunda por el escritor. En literatura, la admiración es una deuda materna muy larga. En el convento de Santa Catalina de Arequipa se puede recordar el retrato de la hija menor de la tatarabuela de una bisabuela. Es una casa, el amor de una madre junto a la que se empezó a leer. Luego están Cervantes, Sartre, Camus, Vargas Llosa… Escribir es vivir, Flaubert dixit.

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