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Un escritor eje del cine español

Una vez, hace ya años, intenté ingenuamente entrevistar para una revista especializada de cine a Rafael Azcona. Se fue por los cerros de Ubeda y me dijo, más o menos que él no tenía nada que ver con el cine, y menos aún qué decir sobre él. Le enseñé un manuscrito mecanografiado por él mismo, que Luis Berlanga me había dado para publicar en esa misma revista. Era el esquema de un guión que nunca llegó a rodarse, La trapera. Recuerdo perfectamente sus pala bras: "¿Y qué? Eso no es nada, ni significa nada. Las películas son de los directores?".Azcona, que hoy es un guionista de fama y talla europeas, las pasó difíciles en sus comienzos, y si hoy alcanza cotizaciones altas por su colaboración en guiones de alta producción, antaño, paradógicamente cuando hizo sus mejores trabajos, se encontró con el vacío a su alrededor a la hora de determinar quién es quién en las calidades finales de una película. Y el vacío alrededor en cine tiene una traducción exacta en precio y en salario de hambre. Azcona, en tiempos, recibió miserias por obras maestras, y probablemente no lo ha olvidado. Es lo que habitualmente ocurre con los guionistas en el cine español.

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Mediados los años cincuenta apareció en Madrid un voluminoso joven italiano que nadie sabía a ciencia cierta por qué demonios habla venido desde una democraela a una férrea dictadura con la pretensión de hacer películas libres. El tal italiano se las majaba bien, e hizo películas libres, sorprendentemente libres. El italiano se llamaba Marco Ferreri y los guiones de sus películas estaban firmados por un chistero procedente de La Codorniz, que firmaba Azcona. El pisito (1958) y El cochecito (1960) volvieron del revés el panorama del cine español, trastornaron el gusto de los cinéfilos y frenaron en seco los planes de muchos aspirantes a cineastas, que vieron en ambas películas un giro estilístico simple y profundo, que descalzó y dejó inerme al seco campanudismo reinante entre los cincastas de la izquierda. Era posible hacer películas subversivas desde el humor, y una desalmada imaginación a ras de suelo.

Luis García Berlanga, por los años sesenta, entró en baja dentro de las cotizaciones de la progresía cinematográfica. Las razones eran complejas y un poco mezquinas. Tras su brillante despegue, este imaginativo director daba ciertos síntomas de agotamiento, y muchos mediocres que le aguardaban agazapados en alguna esquina aprovecharon el momento: "Luis está acabado -oí decir a un colega suyo, por entonces en la cresta de la ola y hoy vaciado definitivamente-. Está pagando su negativa a comprometerse políticamente". Aquel clima adverso replegó a Berlanga sobre sí mismo, y una parte del esquivo parlanchín que es hoy se debe a aquel repliegue. Berlanga vio las dos películas de Azcona rodadas por Ferreri e intuyó que su cine futuro debía ir por ese camino.

El tándem Berlanga-Azcona comenzó a funcionar sin tregua a partir de entonces. Entre 1961 y 1963 hicieron las que son sus dos obras más acabadas, Plácido y El verdugo, que devolvieron a Berlanga, ya con la trastienda protegida contra las agresiones dogmáticas, la confianza perdida y ahora redoblada. El director, mano a mano con Azcona, había encontrado no sólo su auténtico mundo, sino que este encuentro le facilitó otro aún más radical con las auténticas formas de narrarlo, que en ambas películas, casi de forma compulsiva, abrieron brecha y se manifestaron en estado de gracia, rondando la perfección.

Esta relación profesional se ha prolongado en una memorable serie de títulos que son ya historia del cine español y parte esencial de ella: La boutique, ¡Vivan los novios!, La escopeta nacional, Patrimonio nacional, y lo que venga. Se ha dicho que la relación Berlanga-Azcona ha sido parasitaria del primero respecto del segundo. Es una estúpida o malintencionada malformación de la verdad. Hay que ver trabajar juntos, en cualquier cafetería resguardada de fisgones y bien abastecida de chicas con las caderas en su sitio, a estos dos hombres. Nadie diría que trabajan, con pinta entre despistada y cínica, dos fulanos que hablan por los codos y que se parten de risa a cada ocurrencia recíproca. Se diría que cotillean, y en cierto modo es así: despellejan personajes, situaciones, salidas de tono, gags e incongruencias humanas. Luego, a mediodía, Azcona almacena todos los disparates barajados en su memoria y por la tarde los da forma, a solas, en su casa. Berlanga no escribe una palabra, eso sí. Dice que eso no es lo suyo, como Azcona del cine. No hay parasitismo; no puede haberlo, entre dos complementarios.

La colaboración entre Azcona y Carlos Saura me parece, en cambio, más externa. Han imaginado juntos películas muy sólidas, perfectamente cerradas, como Peppermint frappé, El jardin de las delicias y La prima Angélica, pero más forzadas que las que surgen del encuentro entre Azcona y Berlanga o Ferreri. Azcona ha de forzar su imaginación, cuando trabaja con Saura, por una línea de mayor resistencia, lo que obliga a su tremendo, verdaderamente incomparable, sentido del absurdo de la vida cotidiana a contenerse y frenarse, para entrar sin estridencias en el más ordenado, menos próximo al hormiguero humano donde Azcona se mueve a sus anchas, mundo cinematográfico de Saura.

La aportación de Azcona al cine español es incalculable. El, su mundo, su manera de dialogar, su visión negra de la vida española, la estructura aparentemente plana de las situaciones que esboza y de la que brotan inesperadas esquinas, que la vuelven literalmente del revés, todo esto es ya mucho más que la peculiaridad de un narrador de imaginación aguda y desbordante -nadie más imaginativo que Azcona y nadie menos fantástico-, porque es la clave de un punto sin retorno en el cine español, ya que éste nunca volvió a ser el mismo desde el día que Azcona se puso en el duro tajo de darle historias que filmar y contar.

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