Motorhead, los más bestias
Como los sanfermines, totalmente como los sanfermines, sólo que en Madrid y en una noche de diciembre. Eso fue el concierto que anteayer, en el Pabellón del Real Madrid, tuvo como centro e imagen al más bestia de los grupos duros ingleses: Motorhead.Al igual que en Pamplona cuando revienta el chupinazo, la masa parece perseguir con afán un estado de obnubilación total, uno capaz de permitirle corretear a los toros o de aceptar encantada la aniquilacion sonora que emiten los grupos de rock duro. Pero los toros, y así los grupos, vienen a ser lo de menos, apenas la anécdota que permite (y provoca) el gesto. Pero, dentro de su carácter anecdótico, Motorhead son algo diferentes.
Para empezar, son los más animales. La senda que lleva recorrida durante más de catorce años el rock duro ha llegado con Motorhead a una de sus expresiones más acabadas. Se trata de llegar a la barbaridad más absoluta con el mínimo de música posible. Porque, uno a uno, los instrumentistas del grupo parecen no tener el menor empeño en demostrar cualquier sutileza más allá de la agresión, porque sus canciones son apenas cuatro acordes sobre un ritmo igualmente machacón, porque toda la gracia de su cantante y bajo, Lemmy Kilmister, consiste en poner una voz agónica, a ver si se queda sin ella.
Títulos como Muerde la bala, martillo, Bombardero, Remata, Vestimentas negras, invocaciones que son puro alarido, efectos especiales, entre los que contabilizamos bombas de humo, humo sin bombas y un aeroplano de mecanotubo que sube y baja sobre la escena. Y, sobre todo, un volumen sangrante, recordado varias horas después del final por un persistente pitido en los oídos. A todo esto, Motorhead había triunfado en un mar de alcohol, único lugar donde pueden navegar a gusto. Finalmente, el único interés real del asunto era comprobar si hubo muertos, bofetadas o cuánta gente cayó doblada por el exceso. Eso fue el concierto: la estética del garrote.
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