Una prohibición hipócrita
Hablar de aborto en nuestro país no es sencillo ni fácil. Aborto es una palabra que aún escandaliza a muchos. Es, por otra parte, un tema incómodo para los políticos, incluso para aquellos que a nivel teórico se muestran favorables a su legalización, es decir, los políticos de izquierdas.Ello no puede, de todas maneras, hacernos olvidar que a nivel mundial, y según las últimas estadísticas de la ONU, dos de cada tres mujeres del mundo tienen derecho a abortar legalmente.
De seis meses a doce años de prisión
El actual Código Penal condena con penas que pueden oscilar entre los seis meses y los doce años de prisión, según los casos, sin que el legislador tenga en cuenta ninguna atenuante específica como no sea la de intentar ocultar la deshonra. Es decir, que no tiene específicamente en cuenta ni los casos en que corre peligro la vida de la mujer (aborto terapéutico). Ni los de evidente riesgo de malformación del feto (aborto eugenésico), ni tampoco aquellos en que el embarazo sea producto de violación.
El honor se considera también atenuante en el delito de infanticidio. Es decir, cuando se da muerte a un niño nacido vivo. Y este atenuante, vuelve a extenderse a los padres de la mujer pero en este caso llega a serles de aplicación incluso en aquellos supuestos en que matasen al niño en contra de la voluntad de su hija.
Vemos, pues, que no es la vida el máximo valor protegido por la ley, sino el honor lo que importa No es, pues, en defensa de la vida por lo que se condena el aborto. Ello podemos apreciarlo en un análisis de las legislaciones que más han reprimido el aborto durante el presente siglo y comprobamos que son, precisamente, aquellas que menos han respetado la vida y los derechos humanos.
Así, el Código Penal italiano de 1930, de la época de Mussolini, reprimía duramente el aborto considerándolo un delito contra la estirpe. Hitler llegó a castigar con pena de muerte el aborto de la mujer aria y lo consideró como "daño reiterado a las fuerzas vitales del pueblo alemán". En cambio, se autorizaba e incluso se obligaba a la mujer judía a abortar.
Por otra parte, si bien fue la Unión Soviética el primer país que consideró el aborto como un derecho de la mujer, no hay que olvidar que más adelante, y precisamente en la época de Stalin, se dictaron una serie de medidas restrictivas que llegaron casi a prohibirlo hasta 1955.
No se disminye el número de abortos
Cualquier somero estudio sobre la práctica del aborto en diferentes países nos da un claro resultado: que el aborto voluntario o provocado se ha practicado siempre, independientemente de su legalización o no. Las legislaciones prohibitivas no han disminuido el número de abortos, sino que únicamente han modificado las condiciones de su realización.
La interrupción voluntaria del embarazo ha sido tratada siempre desde una perspectiva absolutamente hipócrita. Se intenta dividir a las personas entre abortistas y no abortistas, como si unas fueran más partidarias de que existieran cuantos más abortos mejor y las otras no quisieran que existiera.
Entiendo que ésta es una dicotomía absolutamente falsa. No creo que nadie desee que existan abortos. Lo que ocurre es que la práctica del aborto es un hecho cierto y probado, y lo que se intenta es que los que se producen se realicen en las mejores condiciones posibles. Hay también que evitar la escandalosa diferencia que existe entre mujeres de diferente clase social y el repugnante mercado que se crea a su alrededor, del cual se enriquecen unos cuantos a costa de sufrimientos de miles de mujeres. En el aborto, como en tantos aspectos de nuestra sociedad, existe una clara discriminación de clase social. La mujer cuyos medios económicos se lo permiten, practica el aborto cómodamente en Francia, Suiza, Inglaterra u Holanda. O bien se pone en manos de un médico, con más o menos escrúpulos, quien le cobrará por ello mucho más del doble o del triple que si la intervención fuese legal. La mujer falta de medios económicos no podrá más que ponerse en manos de una curandera con ínfimos conocimientos médicos, o bien practicarse ella misma el aborto. Es imprescindible, pues, acabar con la hipocresía que rodea este tema.
Curioso e indignante es, por otra parte, observar cómo quienes más radicalmente atacan el aborto no hacen más que favorecerlo. Así, la jerarquía de la Iglesia católica, con una inflexible condena de los anticonceptivos.
De la misma forma podemos comprobar diariamente cómo los contrarios a la legalización y que pretenden invocar una supuesta defensa de la vida actúan de un modo radicalmente diferente cuando maltratan los derechos humanos generales que cuando se refieren al aborto. A este respecto, y como escandaloso botón de muestra, tenemos declaraciones del señor Reagan mostrándose partidario de modificar la legislación que permite el aborto en EE UU.
Así resulta increíble que se hayan creado unos llamados movimientos en defensa de la vida que no atacan la injusticia que supone el mal reparto de la riqueza de la Tierra o la carrera de armamentos, y que dieciséis millones de niños mueran anualmente o sufran lesiones irreversibles por falta de nutrición, y que tres cuartas partes de la humanidad padezca hambre. En cambio, se dedican a defender la vida de unos fetos que no existen todavía. Esto no es más que una forma más de la hipocresía existente en este tema.
Creo, pues, fundamental legalizar el aborto, pero no porque sea abortista. La verdadera líbertad, el efectivo ejercicio del derecho al propio cuerpo no llegará el día en que más abortos se practiquen, sino cuando se hayan creado las condiciones necesarias para que ninguna mujer se vea obligada a abortar.
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