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Carta a un militar español

Escribo a un militar español. No colectivamente, como repetidamente hacen otros, arengando a los militares o al Ejército. Quisiera llegar a la conciencia de un militar español más joven, mucho más joven que yo, y que por eso no ha vivido una historia que esos arengadores presentan deformada y falseada. Los deformadores de esta historia que repiten en la plaza de Oriente sus salmos y profecías son personajes tan caducos que el difunto dictador tuvo que aparcarlos en sus retiros desde hace muchísimos años. En sus escaños no le servían ya más que de lastre.Una larga etapa de nuestra historia se rotulará siempre, si queremos ser neutrales y no calificarla "período o era franquista". Cerca de la mitad de un siglo ha estado al frente de España quien no tuvo más que alargar la mano hábilmente en circunstancias favorables. Un general, no el de mayor jerarquía ni el más antiguo, ni tampoco iniciador y organizador de la conspiración, llegó desde muy pronto a la plenitud del poder decisorio.

Pero entendámonos, esa totalidad de poder se debe definir como la capacidad de disponer del país para sus fines personales. Y en cuanto fines personales éstos exigían la subordinación de todos los demás fines. Es decir, que España fue conducida durante casi cuarenta años, condicionada a la posición y el mantenimiento del jefe del Estado. Ni por un momento, a partir de la proclamación de Franco como caudillo, se puso en sus decisiones por delante otra consideración. Nunca sacudió él la rutina y la pereza que adormecía al país sobre sus defectos y sus vicios. Al contrario, de los defectos y vicios rutinarios, en confabulación con ellos, hizo sus instrumentos de poder.

La conducción de la guerra el vil, con sus largas pausas, fue decidida por esas razones personales. La mitología fascista del jefe infalible y carismático -como se decía- fue utilizada por Franco para ponerse por encima de todos sus compañeros y para no confiar demasiado en sus subordinados y leales. No confió, como se puede ver en la historiografía oficial, en nadie, y decisiones de graves consecuencias fueron tomadas por él solo. Igualmente decidió él solo sobre alianzas y neutralidad durante los casi seis años que duró la guerra mundial. Fui consejero nacional del Movimiento durante casi veinte años, y puedo jurar que ni a mí, ni colectivamente al Consejo, nos pidió que opináramos, aconsejáramos o deliberáramos jamás.

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Como testigo de algunos momentos importantes de aquella política internacional puedo decir que se percibía que en lo que Franco pensaba primero era en su posición y su porvenir al frente de un Estado que consideraba su propiedad particular. Por ejemplo, muchos críticos de sus relaciones con Hitler quieren acusará Franco de inclinarse en la guerra del lado alemán peligrosamente. Como militar profesional, Franco se consideraba por encima del aficionado que era Hitler, el "cabo Hitler", como le habían llamado en Alemania en círculos de oficiales, y, sobre todo en los primeros meses de la guerra, no tenía gran confianza en él. Fue el aislamiento y la ya entonces creciente adulación la que pudo a veces llevar a Franco a actitudes más arriesgadas, paradójicamente más marcadas a medida que la derrota de Hitler se iba haciendo más evidente.

Pero, en conjunto, la actitud de Franco durante la guerra fue la de quien, desde antes que empezara, ya estaba seguro de que su guerra, la que le interesaba, la había ganado. ¿Para qué iba a poner en peligro lo que ya tenía seguro?

Las decisiones de Franco, que fue cada vez tomando un aire más mayestático y distante de todos sus colaboradores, las tomaba él solo. Los temas más importantes, la ley de Sucesión, las distintas leyes orgánicas que fueron una constitución del reaccionario tipo de la Carta otorgada, eran decididos in pectore, y promulgados, tras discusiones bizantinas en el consejo de ministros o en las Cortes digitales, tal como habían madurado en la única mente soberana.

De la misma manera se resolvía en la política exterior: grandes bazas, como las bases de Estados Unidos en nuestro suelo, o el Concordato, igual que embarulladas decisiones, como cuando la visita del rey de Marruecos a Madrid, que en una noche liquidó el protectorado. Y olvidemos espantadas como la de la independencia de Guinea o la pequeña guerra de Ifni.

Si la liquidación de todos estos territorios no es recordada todos los días por patriotas profesionales como Piñar o los de El Alcázar es porque se la debemos al franquismo. Se intenta todos los días presentar a los ojos de los militares el régimen que acabó con la ralentizada extinción de Franco como si hubiera sido una edad dorada. Una Prensa especializada se dedica a idealizar una época que enluta largos años de nuestra historia en el siglo XX.

Si se menciona la paz de Franco, tendremos que recordar primero los casi tres años que costó de guerra civil, y luego otros más de fría, lenta e implacable represión, y ésta enlaza con los intentos de rebeldía que surgieron al terminar la guerra mundial, con guerrillas en diferentes puntos de España, con fusilamientos y con sacrificio de las fuerzas de orden público. Y después, ejecuciones, procesos y métodos de terror que crispaban los nervios de los españoles y de los que desde el mundo exterior contemplaban la implacable continuidad del dominio personal.

Si se idealiza la prosperidad de la larga era franquista, podremos recordar los largos años de hambre y de insuficiente racionamiento, con cartillas teóricas durante trece o catorce años, y los consiguientes negocios y enriquecimientos de quienes se aprovecharon de las circunstancias y de los privilegios. Ahí siguió la llegada de las salpicaduras de la prosperidad mundial, a través de los negocios de los favorecidos, que son, en definitiva, las bases de la economía, en muchas partes enferma y débil, con que ahora tenemos, los que no nos hemos enriquecido, que hacer frente a la crisis.

Si se quiere ensalzar al franquismo como un sistema que diera satisfacción a las Fuerzas Armadas, habremos de recordar el aislamiento social a que fueron sometidas. La insuficiencia de los sueldos redujo a menudo a los militares a barrios especiales, y los fue conformando como grupo social demasiado diferenciado e insuficientemente relacionado. Cierto que el pluriempleo, al que los militares, como los civiles, tuvieron que acudir a veces, pudo compensar algo el aislamiento, con contacto con otros ambientes y facilidades para una visión real del país. Pero de la fatiga del Ejército, al que se quería convertir en guardián y custodio de la dictadura, nos quedan algunos signos que no deben ser olvidados. Recuerdo las protestas del general que hubo de estar al frente del tristemente famoso proceso de Burgos, y también puedo recordar que en los últimos fusilamientos ordenados por Franco, a fines de septiembre de 1975, el Ejército se negó a ser el ejecutor.

Si se compara el aislamiento internacional a que el franquismo estuvo sometido (sin más interrupción que la visita del general Eisenhower o la del menos glorioso presidente Nixon, que costaron la instalación y mantenimiento de unas bases militares más bien conprometedoras), con la alegria con que todos los países civilizados saludaron la proclamación del rey don Juan Carlos, podemos evidentemente medir la ventaja que significó la desaparición de un sistema reaccionario e impresentable.

A los oídos del militar español al que me dirijo llega la desafinada sirena de la subversión. Y esa sirena repite lo que la propaganda franquista quiso hacer valer como verdad: que el "glorioso Ejército nacional" había dirigido una verdadera cruzada. Pero en realidad lo que se Jevantó fue una parte del Ejército contra otra parte, lo mismo que una parte del país contra la otra mitad. Víctimas hubo de un lado y del otro. Y la repetición del intento, como ya pudimos ver el pasado 23 de febrero, nos llevaría a la atroz repetición del desastre. Un desastre que hundió al país entero y nos aisló del mundo durante casi cuarenta años.

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