Los presupuestos públicos
El debate sobre los presupuestos se puede convertir en un gran debate político. No tanto por las actitudes de los partidos, que más o menos se conocen, como por las consecuencias de las posiciones de las familias que los integran, especialmente en UCD, ante el desafío ideológico que convoca el déficit.La fuerte campaña de los liberales puede verse afectada por las consecuencias de su natural y encomiable oposición a los déficits públicos. Por si lo anterior fuera poco, se comprenderá en este momento mejor la dimensión política del debate si éste se sitúa en el curso preelectoral. Si así se hace será más fácil ver que ahora no cabe otra alternativa económica que aceptar la situación, si se pretende que UCD gane las elecciones generales. Si así sucede cabrá entonces una política económica con contención del déficit público, es decir, más acorde con la naturaleza del sistema de libre economía.
En la breve pero millonaria historia de los déficits de los presupuestos de las administraciones públicas se dan cita puntual tres datos que interesa retener y a partir de ellos se perfilan en la bruma dos hipótesis de trabajo cuya verificación sería de lamentar. Estos datos e hipótesis están ligados en la trama que ha tejido el desarrollo de las cosas.- Ahora se perfila una nueva razón, la víspera electoral, para dar sentido político a lo que, en mi opinión, no tiene sentido económico: la persistencia en déficits públicos crecientes.
Eston son los datos: los déficits reales son cada año superiores a los presupuestados; la relación déficit/PIB crece sin interrupción desde 1977; la presión fiscal (impuestos y cotizaciones a la SS) aumenta desde 1976. Sobre el primer antecedente hay siempre una disculpa específica, pero con el paso del tiempo parece lógico sostener que la razón común a esas desviaciones es -el rubor de la propia Administración a poner abiertamente en octubre sobre el tapete el importe real de sus desarreglos. En cuanto al segundo, lo relevante es el ritmo del aumento, y lo penoso, el reiterado intento de justificar el nivel aludiendo a las comparaciones internacionales, que, en conjunto, tanto nos desfavorecen, sin aludir en la comparación a la tasa de inflación de las otras. economías y a su capacidad de ahorro doméstico y de financiación empresarial.
El tercer dato es el ritmo de aumento de la presión fiscal, que a la postre ha resultado superior al que en 1979 calificó el Gobierno como de máximo razonable para los años sucesivos. La suma de los ingresos tributarios del Estado más las cuotas de la Seguridad Social significa ahora una presión fiscal (medida sobre el PIB) próxima al 23%. Si sumáramos otras exacciones coactivas del resto de las administraciones públicas la cifra se acercaría al 26%, pero la real es superior por el efecto coactivo de la inflación sobre las rentas. Entre 1976 y 1980 aquella presión fiscal estimada ha crecido alrededor de seis puntos. A pesar de ello sube el peso económico del déficit.
Endulzar la situación
El celo retórico con el que se pretende endulzar la presentación de la ponzoña que encierran estas cifras es aún más molesto ante la ausencia de esfuerzos públicos para explicar los efectos de todo ello sobre la situación económica. Parece como si lo que hubiera que hacer es eso y sin discusión. Se acepta así la aventura de trazar la política económica sin un soporte de reflexión en el que también quepa la evaluación de las consecuencias de estos antecedentes. Pero no sólo eso. También se corre el riesgo de otorgar por la tácita carta de validez a las dos hipótesis de trabajo anunciadas. La primera sería que la política económica se está apoyando en el falso supuesto de que el paro se puede combatir a través de un aumento del gasto público. Por ahora la evolución de las cifras de paro no da la razón a quienes así piensan. Así sucede porque el paro resulta de la larga inflación y de sus oscilaciones, del crecimiento de los costes del trabajo, de las limitaciones del marco institucional y laboral y de los efectos sobre el sector privado de la voracidad financiera del público. Responder a esto con las recetas keynesianas típicas no es lo recomendable; hasta Fuentes Quintana ha cambiado ya de opinión.
La segunda hipótesis que inspiran estos datos es que al amparo de la teoría anterior se está consolidando por la propia dinámica de las cosas una justificación del déficit aceptada por todos, que desplaza el análisis de la eficacia del sector público .
Pero en el Gobierno, y fuera de él en los ámbitos de presión y de opinión, hay personas que piensan que sería lamentable la confirmación de estas hipótesis. ¿Cómo justificar entonces el proyecto para 1982? ¿Cómo explicar que se insista en un camino tan tortuoso que no nos lleva a donde queremos ir?
El presupuesto, y las elecciones
Para 1982 el Gobierno aspira a un crecimiento del PIB del 3% basado en un fuerte crecimiento de las exportaciones (+6,5%), del consumo público (+3,5%) y de la inversión pública (+10%). Se. piensa que con aquel crecimiento la relación déficit/PIB retrocederá a 3,7 puntos. El conjunto de ilusiones que un análisis serio adivina tras estas cifras y el error que percibimos quienes preferimos que no se confirmen los anteriores supuestos tiene ahora un soporte digamos emocional, que permite que aquéllas no se desvanezcan inmediatamenté y que nosotros optemos por la resignación. Este soporte podría ser el que sigue: Hay que aumentar transitoriamente el bienestar aparente y hacerlo de tal forma que el punto máximo del proceso coincida con la convocatoria electoral. Así capitalizaremos en nuestro favor, a través de los votos, un clima de mejora.
J. J. Rosa y D. Amson, profesores de la Universidad de París II, han intentado repetir para Francia y el Reino Unido las investigaciones de M. Friedman sobre cursoeconómico y elecciones. Han veríficado que la actuación en esos países no difiere de la contrastada en Estados Unidos: aumento momentáneo, patrocinado por el sector público, del nivel de bienestar en el año electoral y caída del nivel en el siguiente.
Esta investigación político-econométrica, como ellos la llaman, ha llegado además a la conclusión de que la influencia de la mejora de la situación económica es el resultado electoral, es particular-mente fuerte en el comportamiento del voto indeciso. Este segmento se inclina mayoritariamente por el partido en el poder si la situación ha mejorado.
Lo dicho hasta aquí es un apunte para comprender que la gran dosis de ilusión del cuadro macroeconómico y el desaliento de un nuevo aumento del déficit presupuestario y de la presión fiscal, sobre todo con una administración tan rígida y esclerotizada, -está movido por la buena voluntad electoral. No parece plausible otra lógica para explicar tanta audacia que el deseo de ganar unas elecciones forzando artificialmente el nivel de vida, aunque se excite a medio plazo la inflación y por ello el paro. Si todo sale bien y se gana, entonces habrá tiempo para enmendar los errores. Si se pierde, la responsabilidad de arreglar las cosas será de otros.
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