Picasso, entre museo y museo
Ya está el Guernica en el Casón del Buen Retiro, de Madrid, convertido por arte de magia en Museo del Prado. Según dicen, el autor quiso en vida que su obra más conocida acabara junto a Las meninas o el Caballero de la mano en el pecho, entre los bodegones de Zurbarán, los desnudos de Rubens o los sueños que la razón dictaba a Goya en la Quinta del Sordo. La verdad es que si la idea de su propio valor, su huella en otros a lo largo del siglo y cierta vanidad, no del todo entendida, justificaban tal deseo, su propuesta aparece menos clara desde el punto de vista de la historia del arte. Aparte razones políticas, o si se quiere patrióticas, la verdad es que la presencia de su lienzo en la más famosa pinacoteca del mundo hubiera venido a ser como colgar Las lanzas en el actual Museo de Arte Contemporáneo. De todos modos, si el pintor quiso estar rodeado de pinceles inmortales, a la vera del Prado es preciso reconocer que sus deseos no han sido respetados.El Casón del Buen Retiro, de Madrid, por mucho que se diga y se repita a diario, no es el museo que eligió, al que antecede, día más, día menos, en algo más de dos siglos y medio.
El Casón, antiguo salón de fiesta y baile perteneciente al Buen Retiro, ya aparece en el plano de Texeira, costando en su tiempo la nada respetable suma de 20.000 ducados. Mas, como todo aquel conjunto de jardines, jaulas para animales más o menos raros, estanques para navegar y teatros, era en sus habitaciones algo cutre y muy de estilo español; es decir, improvisado. Tanto que fue preciso llamar a Lucas Jordán, quien decoró su bóveda con una complicada alegoría de naciones en figura de diosas y dioses. Unas y otros, desde su gloria, pudieron contemplar los diversos destinos que el tiempo asignó a sus dominios. Vieron los restos de Amalia de Sajonia, mujer del mejor alcalde de Madrid, más tarde el interior convertido en Senado, a don Amadeo de Saboya inaugurando su exposición artística y comercial y, finalmente, las esculturas y relieves clásicos de que llenó sus salas Antonio Cánovas tras convertirlo en Museo de Reproducciones Artísticas.
Es fácil comprender, por tanto, que donde Picasso quería estar no era allí, entre polvo y escayola, sino en el museo auténtico, un poco más abajo, en el solemne edificio proyectado, como se sabe, para Academia de Ciencias Naturales.
Dígase lo que se diga, allí el Guernica no hubiera estado en su lugar, no cabía, y no sólo físicamente, sino como representante y padre de la pintura contemporánea. Salvadas las distancias obligadas, ya fueron apartados de sus muros, por razones de estilo o edad, otros cuadros modernos cuyos autores no es preciso citar, para recibir acomodo en el palacio de Bibliotecas y Museos, inaugurado en 1898 por Madrazo. Su nuevo hogar fue siempre considerado prolongación o segundo capítulo de su hermano mayor allá junto a la fuente de NeptunG, pero el arte que, como la política, suele ser agitada y mudable, fue llenando poco a poco aquellos nuevos salones con tantas nuevas obras que fue preciso de nuevo pensar en otros dedicados exclusivamente a la pintura más rabiosamente actual. Se levantó un nuevo edificio en la Ciudad Universitaria, destinado a los nuevos inmortales del volumen o el color, pero ya fuera la distancia o el ancestral desinterés por el arte en España salvo para venderlo o comprarlo, en caso de promoción sonada o cumplido aniversario, el caso es que aquel nuevo museo frente a la sierra de Velázquez nunca fue demasiado visitado y comenzó a desmoronarse.
Ahora, según parece, Picasso va a venir a salvarlo porque no hay nada como la muerte para dar vida a empresas culturales en el áspero corazón de los españoles. Va a salir de su olvido con otra exposición del mismo pintor, tras complicadas obras de adaptación que chocan desde tiempo atrás con medios económicos más que escasos, bien pobres. El arquitecto encargado de arreglar descalabros anteriores asegura que un país no puede permitirse tener vacío un edificio de tales dimensiones.Es posible que tenga razón, pero aquí en Madrid tenemos el famoso Guernica, ya de por sí todo un cielo de pintura. No hubiera sido preciso echar abajo los tabiques del Casón, ni anular a Lucas Jordán en un recinto que tiene tanto que ver con Picasso como el antiguo salón de Reinos del palacio contiguo, actual Museo del Ejército o la Casa de Campo. Se le podría haber instalado con urna y todo, cómodamente, con luna an ti proyectiles, detectores de metales, guardia armada y sistemas de alarma en su lugar más idóneo: presidiendo, amparando y dirigiendo las diversas vanguardias que de sus formas nacen cada día. Nos hubiéramos ahorrado dimisiones sonadas, y quién sabe si protagonismos inútiles. En vez de exhibir un cuadro como una reliquia, en olor de santidad patriótica y política, se le habría devuelto a la concreta realidad que explicó su autor: «Un toro es un toro, un caballo es un caballo».
Aunque, según declara el patronato de este nuevo museo de las artes, una de sus primeras decisiones será la de delimitar qué son las vanguardias y a partir de qué fecha se debe dar cabida a sus obras. A lo peor Picasso ya no cabe en él. Sería terrible que a la postre el Guernica ya resultara demasiado anticuado.
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