El miedo de la izquierda
No hace tanto que el señor Calvo Sotelo recordó aquella frase de su tío don José, quien decía preferir "una España roja que una España rota". Trataba así el sobrino de acogerse a sagrado negando la evidencia que afirmaban los dirigentes del PNV sobre las notorias y dudosamente constitucionales rebajas autonómicas de la LOAPA. Al hacer suya tan engañosa frase, que entiende la unidad como dominación y no como acuerdo de partes libres, manifestaba un estilo franquista del que nadie debería extrañarse. Es la filiación política que corresponde a su pasado inmediato. Por eso resulta tan chocante, digamos que chocante y dejémoslo ahí, que hace menos tiempo todavía, durante el debate sobre la OTAN en el Parlamento, acusara, más o menos, a Felipe González de franquista, puesto que se negaba a entrar en la OTAN y prefería los pactos bilaterales con Estados Unidos.Cito estas contradictorias referencias a los últimos parlamentos del presidente -con cuyo partido, y como era de esperar, han votado los vascos a pesar de las mencionadas acusaciones, seguramente por aquello de que "allí donde esté tu dinero, allí está tu corazón"- no para terciar en lo de la OTAN, donde nos van a meter "de entrada", sin esperar más, sino para subrayar cómo se nos muestran ardientes demócratas los que desde una alianza improvisada a partir de la testamentaria política del franquismo, han establecido el régimen parlamentario a una medida que no alcanza el calificativo de formal. Y, sin embargo, es el que suele darse a las democracias donde no es probable que, por ejemplo, puedan llegar a cambiarse alguna vez las relaciones de trabajo propias de la economía llamada de mercado, o sea, aquella que está inscrita, aquí sí "de entrada", en la Constitución vigente.
Tal vez se considere obvio señalar algo cuya evidencia difícilmente puede negarse. Es de temer, sin embargo, que la obviedad repetida llegue a establecerse Firmemente hasta el punto de dejar de serlo y convertirse en una pieza más del tinglado democrático, ni siquiera formal, en el que nos movemos. Porque son las formas, precisamente, las que se van perdiendo a medida que quienes las concedieron van ganando confianza en sí mismos. Es decir, que todos nos habituamos a todo, mientras va cundiendo un espíritu de resignación que se traduce en aquello de "peor podríamos estar".
Ciertamente, el franquismo puro y duro era peor, pero ¿no es de temer que vuelva -y en sus formas iniciales, que eran las más sangrientas- si vamos aceptando que ni siquiera las formas sean guardadas? Hay demasiada pasividad, a mi juicio, en los que pueden titularse demócratas con la autoridad de no haberlo sido nunca orgánicos o haber pasado como sobre ascuas por tal experiencia, más o menos condicionados por pasados familiares, personales, etcétera.
Quienes nos han concedido esta democracia sobre la que pesan tantas amenazas -y el 23 de febrero deja bien claro que no son imaginarias, sino bien reales- actúan desde casi fuera del círculo de tiza constitucional a pesar de haberse fabricado la Constitución a su medida- tomando decisiones como la de consensuar la LOAPA con la ayuda, no tan inexplicable, pero este es otro tema, de la propia oposición, que muchas veces parece preferirla "franquista que roja". Son claros abusos de poder, como el del cese de Castedo. Pero lo que no se ve tanto, lo que no llega hasta la opinión pública, son los abusos de poder cotidianos que se producen lejos de Madrid, y que consisten, por ejemplo, en que una procesión cívica que tiene lugar en Valencia el 9 de octubre, para conmemorar su conquista por el rey don Jaime, sea cada año un viacrucis para las autoridades elegidas democráticamente, contra las que se azuza a una minoría agresiva que les insulta y golpea si puede -y suele poder-, reprochándoles que tengan las ideas claras sobre la identidad, la cultura, la lengua de los valencianos. Cuando una cosa así ocurre repetidamente y ni se toman suficientes medidas para evitarlo, ni se detiene y procesa a los culpables, cuando se tiene el cinismo de asegurar que mentándole al alcalde su madre, etcétera, se está "opinando políticamente", lo cual no es un delito, es que se está abusando del poder... franquista. Lo cual resulta más evidente todavía con la cuestión de la estatua ecuestre del dictador, no sólo mantenida, sino incluso vigilada por fuerzas de orden público, la cual hemos de soportar en el centro mismo de la plaza del País Valenciano -que llevaba su nombre, y por el que todavía se la reconoce, puesto que cuarenta años no pasan en balde-, ya que el acuerdo municipal de retirarla fue agriamente criticado por el que era capitán general de Valencia el 23-F.
Parece que, en un arranque de valor político, el Ayuntamiento ha decidido llevar a cabo su acuerdo. Pues bien, no sólo se están dando interpretaciones tendenciosas al hecho, sino que se están recogiendo firmas en la calle para pedir que el monumento continúe en su sitio. La recogida de firmas -y este es otro abuso de poder... físico- se lleva a cabo con un estilo muy propio de quienes alimentan su nostalgia -la nostalgia de los tiempos en que eran ellos o sus padres quienes ocupaban el Ayuntamiento, por ejemplo, y no elegidos, claro está, sino designados- acudiendo ante la estatua, a las primeras de cambio, para depositar allí flores o hacer guardia vestidos con uniformes fascistas. "Es un atentado a la historia", llegan a decir, "retirar las estatuas de los que han ocupado en ella capítulos importantes". No se acuerdan de lo que hicieron ellos con otras estatuas cuando vencieron en la guerra civil. Se practica incluso el cinismo de censurar que al terminar la guerra se derribaran estatuas y borraran nombres de calles, etcétera, para permitirse ahora defender la tesis de que "no hay que hacer lo mismo", imitando un "mal ejemplo", sino que hay que dejar la estatua donde está. De ahí se pasa, naturalmente, a repetir aquello de que Ia perspectiva histórica dirá cuál es la valoración que hay que dar al franquismo. No hay que esperar nada. Está la memoria. No es la misma para todos -desde luego-, aunque sea objetivamente única. Cuarenta años como los pasados bajo el franquismo dejan lugar a pocas dudas, ni en quienes fueron sus víctimas ni en quienes fueron sus beneficiarlos, mucho más numerosos y difusos que los estrictos verdugos.
Los abusos del poder franquista son el pan nuestro de cada día, y se reflejan en el miedo de la oposición, que lo revela, por ejemplo, con su tendencia a las manifestaciones unitarias, en las que se puede ver, sosteniendo la misma pancarta donde se pide libertad y democracia, a Carrillo y Fraga, a Felipe González y Martín Villa, etcétera. Es ese miedo el que parece obligar a condenar "todo terrorismo, venga de donde viniere", cada vez que es la derecha la que lo ejerce. Da la sensación de que hay que pedir permiso para condenar las bombas que pone la derecha, condenando los petardos que pone la izquierda. ¿Por qué no, puestos a condenarlo todo sin analizar nada, hacerlo en cada caso contra quien sea el culpable? En política también conviene que todo sea "claro y distinto".
La izquierda tiene miedo. De la izquierda parlamentaria hablo, que es la que puede, en todo caso, llegar al poder. Y ese miedo permite a la derecha ganar el terreno que no había llegado a perder. Ese es un hecho poco discutible por su evidencia palmaria. Y dudo mucho de que tanto miedo a las espadas sea el mejor método para ganar lo que no se quiere perder.
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