Merlin, el rey Arturo y los demás
Excalibur.Desde que el cine se inventó, o al menos desde que tomó conciencia de sí mismo como arte, ha sido comparado asiduamente con la literatura a la que en numerosas ocasiones tomó prestados argumentos o héroes. Sin embargo, la palabra, al expresar conceptos, con su capacidad de síntesis, siempre fue superior a la imagen.Todo esto viene a la memoria viendo esta nueva versión del rey Arturo y sus famosos caballeros, leyenda medieval recogida por Christian de Troyes. Sus aventuras difundidas a lo largo de los siglos a través de sus cantores orales y numerosos escritos ha sido aprovechada más tarde por el cine, adaptándola a los gustos de diversos públicos, desde los tratamientos épicos a los más conocidos musicales. Difícil empeño, pues la imaginación particular siempre irá más allá de los efectos especiales.
Dirección: John Boorman
Guión: Rospo Pallenberg y John Boorman, según la obra de Malora: "La muerte de Arturo". Intérpretes: Nigel Terry, Helen Mirren, Nicholas Clay, Cherie Lunghi, Paul Geoffrey y Nicol Williamson. Color. Leyenda, 1980. En el cine Palafox.
Pues si de algo peca esta versión de Boorman es justamente de fantasía escasa y un mal gusto evidente. Parece como, si hubiera hecho suya aquella frase de Lope recomendando ponerse a la altura de quien paga el billete de entrada.
Todo el sabor o el encanto de las leyendas medievales, su lenguaje a ratos coloquial y a ratos solemne, que ya mira a la novela moderna en los textos de Malory, están borrados aquí entre combates que acaban por fatigar y un arranque confuso de genealogías a descifrar por entendidos del género. Acercar la época del rey Arturo y su corte a nuestros días no es disfrazar a las princesas de hippies ni la cámara de la famosa mesa o tabla redonda en discoteca medieval para luego salir a la luz de paisajes y castillos auténticos. En esta mescolanza, toda una teoría de conceptos tribiales, en boca del mago Merlin, hacen que lo mejor de la historia sean, a la postre, las escenas exteriores, seguramente porque la naturaleza resulta más sabia y eficaz, por tanto, que los equipos refinados de ambientadores y decoradores. Ni la ayuda de Wagner y Orff, discutible no sólo en el estilo, sino por demasiado conocidos como creadores de mundos cerrados y particulares, ni la fotografía, ni los duelos, ni el esfuerzo de los actores, ni el hacer el amor con la armadura puesta, alarde de técnica y virilidad que, alza un clamor de regocijo entre los espectadores, llegan a salvar a esta película que en su segunda parte se pierde en excesos oníricos, intentando explicar a un público bastante menos cercano a las leyendas o milagros que el medieval, una en la que es preciso creer o no creer, para bien o para mal, para salvarse en cuerpo y alma aun, a riesgo de enloquecer como nuestro muy ilustre don Quijote de La Mancha.