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La moral del compromiso

Los años de la llamada guerra fría vendrían a formar -a tenor de lo apuntado en mi artículo anterior (EL PAÍS, 8 de octubre de 1981)- el más terrible ejemplo de cómo la moral ecuménica, o más bien el ecumenismo moral, de impulso originariamente cristiano pero sólo llevado a cumplimiento en traje de seglar, puede acabar por sumergir al mundo en el más despreciable estado de encanallamiento y disolución moral y espiritual. A la ya de por sí ultraequívoca y tergiversadora territorialización militarizada de los antagonismos ideológicos (cuya sola posibilidad debería hacer evidente la inversión funcional según la cual no son ya las armas -tal como se pretende- instrumento de las ideologías, sino las ideologías instrumento de las armas) se añadía el sentimiento escatológico inherente a todo ecumenismo bajo cuya poderosa sugestión las dos coaliciones mundiales en presencia se alzaban, entre arreboles de violácea luz apocalíptica, en los reales ejércitos, finalmente encarnados, de la "Lucha Final". (Y, a efectos militares, dicho sea de paso, tanto da que el postrer antagonismo escatológico se conciba en la clave dualista del Aguila de Patmos -Miguel o Cristo contra Lucifer- o en la clave monista de la Lechuza de Berlín -conmociones internas del Todo consigo mismo en el proceso de su cumplimiento.) Todo se configuró en torno al supuesto de tal Lucha Final, con el siniestro resultado de que la protección de los propios bloques de fuerza contrapuestos, como tales bloques armados, se antepuso en una y otra parte, en unos y otros partidarios a la defensa o el cultivo de cualesquiera cualidades o conductas o principios de los que cada uno de esos bloques se declaraba defensor o por lo que pretendía distinguirse. El cuidado por conservar el Filo de las espadas suplantó todo cuidado por lo que tales espadas juraban defender.La corrupción moral llegó al extremo de que hasta mentes lúcidas por otros respectos cayeron en la superstición infantil de que el bien y el mal podían llegar a cuajarse históricamente en una distribución territorial concreta, encarnar carismáticamente en entidades estatales, tomar cuerpo sensible y operante en dos ejércitos desplegados frente a frente; y a tenor de esta demente y delirante fe preferían, antes que verse señalados con la terrible tacha de "estarle haciendo el juego al imperialismo capitalista" (expresión que hoy, por fortuna, ya no suele sonar más que en boca de algún zombi o momia o fantôme du passé, como Santiago Carrillo, que la largó hace poco en uno de esos soliloquios públicos que llaman asambleas o congresos de partido), comulgar cada mañana con la rueda de molino ensangrentada que llegaba de Moscú -si bien es justo reconocer que no sin algún remilgo, pero tragando al fin ("Es muy jaúda -dijo aquel que comió mierda-, pero a fuerza de sal, pasó"). De igual manera quienes, años después, ya pasados los propios de la llamada guerra fría, osaban alzar apenas una palabra de conmiseración hacia los que -aunque sin duda feroces comunistas- eran, sin distinción de edad ni sexo, diariamente pasados al napalm y achicharrados como arbustos en las junglas de Indochina, por el solo prestigio nominal, por la soberbia, de una bandera sedicentemente invicta, venían advertidos de que declaraciones semejantes los inscribían sin más entre los "compañeros de viaje de los enemigos de la libertad".

Así el llamado "compromiso", propugnado por algunos incluso como un imperativo moral, resultaba la más radical claudicación y capitidisminución de los sujetos, la parálisis crítica y experiencial, obstrucción o bloqueo de pensamiento y de conciencia, o más aún prohibición de la conciencia misma, mandato de silencio y, en una palabra, literalmente delegación de toda determinación moral en el arbitrio soberano de los estados mayores respectivos (ellos solos dictaban en cada circunstancia la distensión o el enfriamiento, del mismo modo que ahora mismo, ya pasando estas páginas a limpio, leo cómo es el general Haig quien, en efecto, dicta la recta doctrina y las pautas morales a seguir en lo que atañe a sentimientos pacifistas).

Pero las armas y las ideas o los designios ideales son cosas tan heterogéneas entre sí como pudieran serlo la bicicleta de Bahamontes y la "Tricofilina Coppi". Sabido es por todo viejo aficionado cómo el hoy jubilado ciclista toledano corría bajo el patrocinio y con la insignia publicitaria de la mencionada marca comercial el año que ganó en el Tour de France. Pues bien, a nadie se le habría ocurrido entonces la demencial idea de que su victoria llegase a mejorar mínimamente la tal tricofilina o demostrar cosa alguna en su favor, ni su eventual derrota hubiese podido, a su vez, mínimamente empeorarla o demostrar nada en contra de ella. Es de esta absoluta y sustancial heterogeneidad entre las armas y las ideas o los designios ideales de donde se deriva la deletérca irracionalidad de toda situación de dos banderas, esto es, de toda territorialización militarizada de antagonismos ideológicos.

Esta total heterogeneidad hace que nunca podamos esperar garantía alguna sobre una aceptable convergencia de intereses y provechos entre las armas que se dicen defensoras de una Causa y esa Causa misma; nada sería capaz de asegurarnos contra la eventualidad de que la prótección y conservación de tales armas pueda llegar a exigir, en alguna o en muchas ocasiones, interferir y hasta atentar de lleno contra esa misma Causa que dicen defender; caso en el que, naturalmente, y por la índole misma de las cosas, nunca serán las armas las que se detengan y renuncien, sacrificando su auge y su provecho a los propios de la Causa. Escandalosamente, resulta que siempre son los pretendid,os fines los que se subordinan y sacrifican a los pretendidos medios, jamás éstos a aquéllos, y aun jamás de los jamases cuando el medio en cuestión no es otro que las armas, lo que una vez más abunda en la evidencia de que sólo una obstinación apologética tan perversa como llena de buena voluntad sigue aún tenazmente sosteniendo, contra el clamor de los datos objetivos, el carácter de medio de las arriias y su acción. Así, en estos momentos, la defensa de lasfuerzas que defienden la Causa del Proletariado -lease el Pacto de Varsovia-, amenazadas ajuicio de los rusos en su monolítica unidad por algún polaco díscolo y corrupto, exige arremeter contra la propia Causa delproletariado, o al menos la del concreto proletariado polaco actual; si bien tal vez éste no sea para los rusos el Verdadero Proletariado ni su causa la Verdadera Causa del Proletariado, siéndolo sólo, acaso, la del abstracto proletariado universal, que nunca les dio un ruido ni un disgusto, porque ni come ni bebe ni habla ni hace pis.

La territorialización y militarización de los antagonismos ideológicos universales arrastra, pues, hacia la inanición y el desfallecimiento a las propias ideologías presuntamente defendidas y ofuscadas en beneficio de las armas que dicen defenderlas. Toda militarización acaba por hacer desaparecer cualquier atisbo inicial de antagonismo realmente ideológico que hubiese podidó haber alguna vez siquiera en forma de deseo sincero, y las ideas acaban perviviendo solamente en la siniestra función de coartadas morales de las armas, con la sola vigencia de insignias distintivas, marcas de fábrica, señuelos de enrolamiento y movilización. No fines, por tanto, de las armas, sino instrumentos al servicio de ellas y de sus únicos, innatos fines intrínsecos y propios: el éxtasis de la victoria, el placer del predominio, la ambición de hegemonía, el furor de la autoafirmación.

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