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"Los clásicos no existen"

Alguien debió lanzar una maldición sobre los españoles: que desconozcamos lo evidente, que ignoremos de las definiciones, que tengamos que partir de ceo para todo aquello que queramos conocer. Esto es una ruina epistemológica. Asistimos a una reunión acerca de Calderón de la Barca -las IV Jornadas de Teatro Clásico Español de Almagro-: pronto habrá alguien que proponga una definición general del teatro. Y pronto quien exprese sus dudas acerca de lo que es el verso dramático, sobre la ignorancia general de cómo debe decirse en nuestro tiempo. Un poco más adelante en este terreno de la maldición española y llegamos al mundo de lo que no existe. Va a ser difícil intentar ni siquiera ponerse de acuerdo en el procedimiento de la discusión y en una cierta voluntad de entendimiento en el vocabulario y los meros principios cuando llegamos a encontrarnos con la nada.

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Los clásicos no existen, dirá el joven, inteligente director Lluis Pasqual. Recuerdo in mente el principio del Salario del miedo, de Georges Arnaud: «Guatemala no existe. Lo sé bien, porque estuve allí». Lluis Pasqual ha trabajado con acierto en la materialización de algunos clásicos: hay que creerle cuando dice que no existen. Ya antes se ha dicho que los textos no existen. Un joven profesor de Filología -precisamente-, Francisco Rico, llega consigo mismo al acuerdo de que los textos no tienen por qué entenderse, y que la solución estaría en repartir al público, con el programa de mano, un resumen del argumento, para que pudiera seguir el desarrolló de la obra: como en las óperas. Quizá ignora que ya alguna vez se ha hecho así: en Divinas palabras, de Valle-Inclán, para Nuria Espert, se contaba la acción en el programa, vísta la imposibilidad para los espectadores de entender ni una sola de las palabras más o menos divinas de uno de los mejores trabajadores del castellano contemporáneo.

Pero, ¿importa la acción? Hay grandes dudas. La hija del aire, vista en la jornada anterior -las otras dos obras de Calderón que se discutían, El galán fantasma y El gran teatro del mundo, se pasaron en vi,deo, prueba evidente de que el tea,tro no existe-, es en realidad un conjunto de dos obras de algo más de 7.000 versos, reducidas a una versión de menos de 3.000. El profesor Aranguren -lúcido, brillante, humorista- insiste en que desde niño sabe que las versiones abreviadas o reducidas no valen para el conocimiento de una obra. Yo explico que sobre la velocidad característica del barroco la operación de abreviar ofrece como resultado un comic (el profesor Yndurain corregirá que él dice tebeo). Aranguren cree que es mejor comparar la versión con aquella antigua canción que contaba las rapidísimas aventuras de Pancho López.

El "comic" de Calderón

Cuestión de matiz. Lluis Pasqual considera que la palabra comic la considera como un elogio a su labor. El profesor Ruiz Ramón -excelente.teórico, autor de dos importantes volúmenes sobre la historia del teatro y de algunos luminosos ensayos, pero autor también de -esta versión- me ilumina: Calderón de la Barca, al hacer estas dos obras, escribió en realidad un cómic. Bien, aquí está el resultado: los versos no se entienden, la acción no se sigue. El personaje se desdibuja. Pero aparecen otras intervenciones: los personajes no le importaban nada a Calderón. Nunca hizo un teatro de personajes. ¿Qué le importaba a Calderón? Predicar. Era como un catecismo: como el padre Astete,-como el padre Ripalda, habría dicho López Sancho, perdido -en torno a El gran teatro del mundo- en una confusión de términos: semiología, semiótica, polisemia, semántica. Ya habíamos comprobado que no se entiende a Calderón: comprobamos, en fin, que no se entiende a López Sancho.

Poco a poco, la pequeña maldición a la española estaba funcionando. No habla definiciones concretas sobre lo que debía ser un punto de partida. Ni apenas había un punto de partida, sino una colección de inexistencias. Nó existe el texto, no existe la acción, no existen los personajes, no existe el verso, no existen los clásícos. Existíamos apenas todos nosotros, los jornadistas, tratando de de saber más o menos de qué estábamos hablando. De Calderón, sin duda. Pero, ¿existe Calderón? Ya en un año anterior el propio LIuis Pasqual dijo una frase esclarecedora: «Calderón soy yo». Una opinión certera: es el director, el que materializa la obra, el que la decide, el que la inventa. Pero lejos de Calderón.

De donde resulta que Calderón apenas existe, o no sabemos lo que es. En el curso de las tres jornadas fue apareciendo un lejano espectro. Diríamos que Calderón, ay, fue un hombre tonto. ¿Fue, en fin, Calderón de la Barca un. autor de teatro, un hombre de talento consagrado por las historias literarias del mundo, convertido en santo de la literatura, catador de su tiempo, filósofo de un pensamiento teológico, de un concepto de hombre? ¿No habrá estado toda la historia posterior engañada, y lo que los tiempos estaban esperando eran arregladores, enmendadores, que compusieran algo que él no hizo nunca? ¿Fué Calderón un impostor famoso?

En ese caso, ¿por qué unas jornadas dedicadas a Calderón, si no merece la pena, o apenas existió en sus tiempos, que necesita de un elevado número de intermediarios para llegar a nuestro tiempo en función de algo que no se entiende, en versos incomprensibles, con personajes fluidos?

Todo ello produce un cierto desconcierto. O una reunión de desconciertos. En otros países de nuestra civilización -es decir, que tienen un acervo clásico de literatura y de literatura dramática, con una o varias escuelas de decir el verso, con una escuela donde se explican los clásicos y unos teatros donde se representan como fueron escritos, y otros de experimentación o de vanguardia donde los directores y los actores trabajan sobre ellos para obtener un nuevo partido de lo que escribieron- son problemas que no existen ni se plantean.

Estudiar seriamente las obras clásicas

Es aquí, y sólo aquí, donde se plantea esta maldición de la incredulidad, de la discusión sobre lo obvio, de la existencia -no ya, siquiera, de la esencia- de las cosas.

Este es un país donde se puede discutir si la reina Semíramis -de la que no se sabe si existió:todo son leyendas- inventó o no la ropa interior femenina, pero no se puede esclarecer si Calderón de la Barca, que sí existió y está tan próximo, hizo un teatro válido.

Nuestra forma de gestionar el teatro, los clásicos, Calderón, el verso, las adaptaciones procede, en cambio, del caos. De una amnesia colectiva, de un afán por la novedad absoluta, de una sensación de nuevos ricos de nuestra propia libertad: de que todo nos lo podemos permitir, de que nada nos está vedado. Lo cual sólo se consigue destruyendo lo anterior. La posibilidad de convivencia de las culturas, del respeto a lo que fue -aun dentro de una lícita versión crítica-, parece, cada día, más excluida.

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