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Frente a golpismo, Constitución

Cuando parece que van aliviándose los traumas del 23-F, gracias en gran medida a los medios de comunicación y a pesar de las permanentes operaciones desestabilizadoras de variado origen, pudiera ser ocasión adecuada para sentar algunas ideas que guardan relación con un tema importante, a mi juicio no suficientemente analizado en los últimos meses. Me refiero a la subordinación de las Fuerzas Armadas y de Seguridad al poder civil, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, y a la definición de las condiciones en que se pueda producir, en los términos de la constitución, un relevo provisional y limitado en la asunción de determinadas responsabilidades por parte de las Fuerzas Armadas.A raíz del esperpéntico asalto al Congreso de los Diputados se ha repetido con exceso en determinados ambientes de cobertura al golpe que la intentona había sido inoportuna, injustificada, precipitada..., como si hubiera ocasiones en que el atentado máximo contra la Constitución y, su sustitución por un bando de guerra -que no otra era la alternativa de aquellas horas- pudiera ser, oportuno, justificado o legitímo en los términos de la propia Constitución. Por otra parte, resulta muy evidente que la invocación al espíritu o a los valores del 18 de Julio para legitimar cualquier veleidad golpista ha quedado arrinconada, salvo para insignificantes minorías de nostálgicos valedores del régimen franquista. Les resulta a éstos más operativa la intoxicación del supuesto vacío de poder o magnificar cualquier valoración apocalíptica sobre la actual crisis de sociedad, con pretensiones de descalificación global del sistema de libertades, realizada a veces desde tribunas oficiales e incluso en nombre o representación del Rey, sin que se adopten, por cierto, las medidas que la prudencia política y, el sentido común dictarían para evitar la repetición de tales desatinos.

Se pretende, en definitiva, en un acoso permanente a la democracia, crear el estado de opinión adecuado para que la ciudadanía llegue a desear, o simplemente a esperar, la intervención -militar, por supuesto- que restablezca o imponga el "orden". Afortunadamente, el eco de estos llamamientos es escaso y, sobre todo después del 23-F, cada día mayor la capacidad de resistencia de la opinión pública, entre la que debe incluirse a los militares profesionales como miembros indiscriminados de la colectividad, frente a cualquier regresión hacia algo mucho peor que los rapados de cabeza y el aceite de ricino. Y es que la identificación entre Fuerzas Armadas y pueblo no sólo se deriva de un compromiso de honor con el sistema de libertades y derechos de la Constitución, sino también de una convicción profunda sobre las consecuencias de un respaldo abrumadoramente mayoritario a la ley Fundamental. A este objetivo contribuyen muy positivamente artículos como los del capitán Silva Vidal y otros, a pesar de las dificultades que en ocasiones se les han puesto.

El ámbito propio de lo militar en el juego de pesos y contrapesos de nuestra democracia parlamentaria viene establecido casi

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en el pórtico de la Constitución, concretamente en su artículo 8,1: "Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional". Quiere esto decir que la misión de las Fuerzas Armadas es la citada, estrictamente la citada, ni un ápice más ni un ápice menos, ejercida bajo el mando supremo del Rey y la dirección política del Gobierno. No le corresponden, pues, en tiempo de paz, otras misiones o funciones atribuidas a distintas instituciones o poderes del Estado, tales como ejercer la potestad legislativa, sancionar y promulgar leyes, convocar o disolver las Cortes Generales, proponer, nombrar o cesar al jefe del Gobierno, dirigir la política interior y exterior del Estado...

Pero ni siquiera en tiempo de guerra tienen las Fuerzas Armadas y de Seguridad otras funciones que las que expresamente les atribuye la ley sobre estados de alarma, excepción y sitio, dictada en desarrollo del artículo 116 de la Constitución para supuestos de anormalidad máxima, frente al enemigo exterior, o la puesta en riesgo del sistema político en su conjunto. Y aun así, conviene resaltar que ni siquiera en estos supuestos tienen las Fuerzas Armadas, ni nadie que legítimamente pretenda su representación a tal fin, capacidad para valorar el momento y la ocasión en que se dan las condiciones legitimadoras de una intervención en la vida política del país. Como acertadamente decía el juez Antonio Carretero en una reciente entrevista: "...el Ejército siempre tiene que obedecer las pautas constitucionales. No está la Constitución sometida al Ejército, sino el Ejército y su actuación sometidos a los poderes que la Constitución establece. Por consiguiente, no existe ninguna norma, dentro de las leyes orgánicas de las Fuerzas Armadas y de las Ordenanzas Militares, que le permitan adoptar una decisión propia. El Ejército como tal no puede... ser jamás una instancia de decisiones espontáneas, que le permita dar un golpe o intentar cambiar la situación siempre que se esté en desacuerdo con una forma de actuar política" (EL PAIS, 3 de mayo de 1981). O, como acaba de decir el general Salas Larrazábal, ese desacuerdo solamente puede manifestarse cambiando el sentido del voto en las siguientes elecciones generales.

Recordemos que, en los términos de la ley de 1 de junio de 1981, cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios, el Gobierno podrá proponer al Congreso de los Diputados la declaración de estado de sitio, y será el Parlamento quien determine si procede o no y cuál es su ámbito territorial, duración y condiciones, todo ello sin interrumpir el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado. Declarado el estado de sitio, el Gobierno, que sigue dirigiendo la política militar y de la defensa, designa la autoridad militar que bajo su dirección, haya de ejecutar las medidas que procedan en el territorio a que el estado de sitio se refiera, y las autoridades civiles continuarán en el ejercicio de las facultades que no hayan sido conferidas a la autoridad militar.

Del texto en cuestión se desprenden las condiciones del único supuesto de intervención militar legítima que nuestro sistema político contempla: para circunstancias extraordinarias, con carácter limitado y provisional, en los términos de la autorización concedida por la representación de la soberanía nacional, bajo la dirección política del Gobierno y sin interrumpir el normal funcionamiento de los poderes constitucionales, incluida la función de control parlamentario sobre los actos del Ejecutivo.

Por consiguiente, no existe intervención armada legítima fuera de la Constitución, menos aún contra la Constitución: absurdo sería que ésta previera los supuestos de ataque "justificado" contra ella. Aunque a estas alturas sea ya una obviedad, conviene insistir en que un Estado de derecho se rige por el imperio de la ley y que por definición, siendo su origen democrático, ésta se impone a todos, sin que tenga consecuencia externa alguna el mayor o menor grado de adhesión que se le preste. Así, la obediencia a los superiores, consustancial al buen funcionamiento de los Ejércitos, tiene, no obstante, sus limitaciones en las propias Reales Ordenanzas y en el Código de Justicia Militar: el acatamiento a la Constitución.

Y si bien es cierto que no serán suficientes las leyes, sea cual sea su rango, para quebrar la tradición intervencionista de nuestro país, que hace al Ejército protagonista destacado de nuestros doscientos últimos años de historia, tampoco se puede cometer la ingenuidad de olvidar que, en una institución que se rige por arraigados principios de autoridad y subordinación, no siempre se han sabido ejercer adecuadamente desde el Gobierno, hasta el punto de imponerlos en caso necesario, pero sin caer en el autoritarismo ni en su extremo opuesto, la debilidad, pues ni aquél ni ésta sirven para exigir respeto a las instituciones, primera garantía de la paz civil.

Leopoldo Torres Boursault es diputado del PSOE por Guadalajara y secretario segundo del Congreso de los Diputados.

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