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Tribuna
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En el marimacho de las uñas sucias

Más de un tercio de los traseros madrileños andan tostándose en las costas del desperdicio. Entre bronceador y monobiquini, el azacaneo en una gala musical o unos cuantos patadones preligueros para aligerar las digestiones sin colza. A todo esto, los políticos en el poder participando en el revival veraniego: los mariscos gallegos con cáscara de voto autonómico. En este agosto capitalino, el escritor de secano garrapatea unas cuartillas y lee unos cuantos libros, que Madrid, el marimacho juanramoniano, se encuentra más ligero y desahogado de urgencias y personal.Esto no es Baden-Baden, pero caen unas gotas aliviadoras, quizá bajo la recomendación de ladi Di tras su ridícula escala en el peñote plagado de monos.

De los 27.000 títulos que sacan las editoriales al mercado, me meto dos entre pecho y espalda en el breve lapso de unas horas mojadas de lluvia. Ejecuto la zambullida en los dos textos con la satisfacción del deber atlético cumplido: quedo incluido automáticamente en el 36,4%, de los que leen en el país. Esto de las estadísticas, aparte de contribuir a mejorar la forma física de uno, produce un bienestar enternecedor de índole moral.

Pepe Hierro, en la presentación del libro Madrid, texto de Umbral y dibujos de Alfredo González, dijo que los autores pintaban un Madrid que no era pero que querían que fuera. Perspectiva singular, subjetivismo intelectual y artístico. Madrid es plural, antipático, tentacular y centrífugo. Un caos que puede colorearse con muchos tíntes. En los dos libros que acabo de cerrar acontece lo mismo.

A los ángeles custodios de la ciudad, Umbral les ha cortado las alas , les ha ceñido unos vaqueros y las adidas anatómicas, y les ha puesto sexo. Un sexo de andrógino, pero sexo al fin y al cabo. Este libro, un noctuario íntimo donde el autor se derrama, se desborda y se cuenta a sí mismo, teniendo a Madrid por telón de fondo. Su prosa sigue la estética de la velocidad. Aquí, como en las calles enloquecedoras, hay literatura con marcha de pegamoide. Umbral rompe intencionadamente las cadenas deterministas de la estructura de una novela tradicional. Umbral es un especulador del lenguaje, un atípico de la literatura, que dinamita desde el latigazo de sus tres

Pasa a la página 8

Viene de la página 7

olivéticas todo lo que le sale al paso, incluida la preceptiva. ¿Por qué orinar en una botella de Coca Cola no puede poseer temblor lírico? El yo interior de Umbral sale disparado con la fuerza de un brochazo de Goya o Solana. Como en la columna diaria, sus parrafadas no se encasillan en un género encorsetado, pero no dejan de ser literatura. Los chicos del New York Times hace tiempo que lo calificaron de tábano del nuevo periodismo español. ¿Un Tom Wolfe formado a orillas del Pisuerga? Nada más inexacto. Umbral -un rebelde, un malvado, ¿qué más da?- posee esa voz propia que necesita todo escritor, escriba o no en los periódicos, y que es el resultado de un oficio realizado en el tiempo y con insistencia, es decir, después de muchas horas de tener las nalgas pegadas a la silla. La prosa de Umbral es provocación y transgresión al mismo tiempo.

Umbral, nuevamente,- hace literatura de lo más real que existe -la vida-, y los temas que toca los convierte en literatura. Quevedo, Ramón, Valle, Torres Villarroel, Larra y Juan Ramón le enseñaron a despilfarrar el lenguaje. Sentenciará en alguna página que en el exceso está la literatura. El autor altiricón y miope se salva y afirma cuando escribe, y un enfermo profesional como él necesita de la cuartilla escrita para curarse de las décimas, la faringitis, la sinusitis, el dolor en el ojo derecho y la tripa suelta. El pálido rebaño de las goteras que padece y le preceden por la vida no se acuesta hasta que él se pone a escribir. En la noche, Umbral empieza a vivir.... justo cuando los ángeles custodios dan la cabezada en el regazo fornicador de Mozart. Es la hora en que el reloj del tiempo se detiene; la hora perfecta para que cobren vida las palabras.

Una visión desahuciada y enferma del mundo. También de Madrid, la ciudad que el escritor ametralla sin piedad en sus capítulos. Hay pesimismo en la visión, y no caben estimulantes o antibióticos para devolverle la salud. Este niño de 46 años acumula dolores y resmas con el frenesí de un loco encerrado en su chalé. Umbral se afinca definitivamente en la ambigüedad y la contradicción mientras asiste a la morosa procesión de las luciérnagas en el jardín. Juan Goytisolo, en su Crónica sarracena (ver Quimera, noviembre, 1980), al hablar de su propia obra dice que ser ambiguo y contradictorio puede ser un índice revelador de su profunda coherencia interna. En Umbral esto es cierto: es coherente en su insatisfacción, en su hostigamiento. También en su aprensivo desasosiego.

Y la guerrilla urbano-literaria que practica Umbral se tumba a la sombra de las muchachas rojas. Sagrario Pérez, Mozart, Guillermina José, Azucena Peaches -la de la caja de cerillas-, Bárbara Logdson, Martirio y Maravillas -la del paraguas enano- son sus niñas que mojan el porro en los tazones de Nesquick caliente.. De todas ellas se enamora a la primera. De todas ellas siente el beso de la mirada. Esas muchachas -rojas, verdes, amarillas- van haciendo el -libro a Umbral. Como a Henry Miller se lo hacía June.. El viento de la libertad, el vértigo de la democracia, el galernazo de la soledad y la lejanía se hallan cantados nerviosamente por las, muchachas -amarillas, verdes, rojas- del escritor.

La fama ajena fastidia. La popularidad y el éxito de otro corroen las entrañas. La diabólica flor de la envidia es el cultivo maldito de nuestro páramo nacional. Pero el miedo y el sufrimiento enriquecen a Umbral en su literatura. Y desde la distancia de su dandismo Cortefiel sufre por un árbol, un niño o un gato. Pilar Trenas dirá que es un ser tierno y sensible. La revista La Calle escribirá: es altivo y cálido. Todo esto es correcto. Hasta los guerrilleros de la palabra cuentan con corazón, y sus balazos pueden convertirse en mensajes de amistad y amor. Así, Umbral aconsejará a la niña Isabel, la rubia catorceañera que va dejando atrás el bosque de su infancia, que tenga cuidado con el lobo, el hombre. Así, Umbral llorará -una foto, una dalia- en la frialdad solitaria del cementerio.

Pienso que después de estos párrafos, en Madrid, centro neurálgico de la incultura del paro,, se puede leer y escribir. También que el marimacho puede contar con sexo propio y con unas manos más limpias y mejor cuidadas. ¿Cabrá vivir en Madrid después de muerto? Desgraciadamente, la literatura no sabe responder a mi pregunta.

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