La vida intelectual en España durante la República / 3
Durante la República se crean millares de escuelas; se crean centenares de institutos de segunda enseñanza. No se olvide que en Madrid, hasta 1931, sólo había tres: el del Cardenal Cisneros, el de San Isidro y el Instituto-Escuela. En la mayor parte de las capitales de provincia no había más que uno; en muy pocas ciudades, aun considerables, había ninguno. Había un elevado número de licenciados y doctores que se habían formado en la excelente universidad de los últimos años, dedicados a la enseñanza privada -por lo general muy mal retribuida-, y que encontraron puestos en institutos que alcanzaron inmediato prestigio.En 1933 se creó la Universidad Internacional de Verano en Santander, que fue algo absolutamente excepcional y admirable. Se daban cursos del más alto nivel -y atractivo- por las primeras figuras intelectuales de España y por un número considerable de las de otros países, entre ellas bastantes ganadores del Premio Nobel. En octubre de 1934 publiqué en Cruz y Raya un artículo sobre esta universidad, porque corrían vientos de fronda y algunas amenazas se cernían sobre ella: era menester alertar a la opinión y mostrar qué significaría la supresión de esa institución; allí puede encontrarse una idea bastante precisa de lo que fue una de las empresas más interesantes que se habían intentado.en España y que, por supuesto, al final de la guerra civil fue convertida en algo enteramente diferente.
En aquellos años se organizaron las Misiones Pedagógicas, por una parte; la Barraca, por otra, que difundieron de manera extraordinaria formas de cultura, de arte, de literatura; don Pablo Gutiérrez Moreno difundió privadamente los estudios artísticos, y de su esfuerzo nacieron pequeños libros esenciales, como la Breve Historia de la Pintura española de Enrique Lafuente Ferrari.
El Centro de Estudios Históricos era algo sumamente modesto en su apariencia: no había columnas, ni salones, ni grandes sofás suntuosos; pero había unos despachos en que alguna gente trabajaba -por cuatro cuartos- con admirable dedicación y altura. Don Ramón Menéndez Pidal lo presidía, con un equipo cuya fecundidad ha quedado atestiguada en Europa y en América durante medio siglo. Y algo análogo habría que decir de las Escuelas de Estudios Arabes, impulsadas por don Miguel Asín Palacios.
Y, sobre todo, la universidad. Había empezado a mejorar un par de decenios antes, pero recibió nuevos estímulos. Recobró su libertad e independencia, comprometidas por algunas intromisiones de la dictadura. La así llamada, la de Primo de Rivera, fue menos dictadura que lo que pensamos, sobre todo si comparamos con tiempos posteriores, porque don Miguel Primo de Rivera, nacido en 1870, perteneciente a la generación del 98, era en el fondo un liberal; es decir, estaba sometido a la vigencia de un liberalismo ambiente; era todo lo liberal que puede ser un dictador, que paseaba de paisano y solo por la calle de Alcalá, y cuando pasaba una muchacha bonita le decía un piropo; y entraba en el café llamado Granja el Henar, en la calle de Alcalá, y saludaba a la tertulia adversa presidida por su tenaz enemigo don Ramón del Valle-Inclán, al cual el dictador, en una de sus miríficas Notas oficiosas -que habría que publicar-, llamó una vez «eximio escritor y extravagante cludádano»; don Miguel cruzaba hasta él fondo, la tertulia contestaba a regañadientes al saludo; y al salir volvía a saludar, y la tertulia volvía a corresponder, mientras don Ramón comentaba: «¡Qué pezao! ».
Esta era la situación, pero al final los errores se fueron acumulando. El primero fue sustituir el directorio militar por un Gobierno (civil, pero no muy civilizado) poco democrático, menos liberal, y que tomó en serio el actuar como un Gobierno; el segundo error fue suplantar el Parlamento con una Asamblea Nacional, puramente digital; el tercero, tener la debilidad de constituir una especie de partido político que no era tal la llamada Unión Patriótica; el más grave de todos los errores de Primo de Rivera fue quedarse, no con tentarse con una operación quirúrgica de urgencia que pudo durar dos años y de la cual España hubiera podido recuperarse. Se inició la intervención en la vida española, cada vez más intensa y más torpe; y en 1929 invadió resueltamente el ámbito de la universidad. Fue entonces cuando Ortega dimitió -no fue expulsado, dimitió de su cátedra-, seguido por otros profesores; y continuó su curso universitario en la sala Rex y luego en el teatro Infanta Beatriz, aquel espléndido curso ¿Qué es filosofía?, publicado después de su muerte.
Había habido una torpe intervención gubernamental en launiversidad, y ésta con la República, recuperó su independencia, la plena libertad de cátedra, y la autonomía le fue concedida a algunas universidades y la iban a recibir las demás. La universidad estaba en las mejores manos y tenía capacidad de iniciativa y de administrar se a sí misma -y de asumir su propia responsabilidad, de ganar o perder su prestigio.
Puedo hablar con precisión, sobre todo, de la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, entre 1931 y 1936. El primer decano fue don Claudio Sánchez Albornoz, pero pronto fue nombrado rector, y el decano fue don Manuel García Morente, probablemente el mejor decano que ha existido nunca. Mientras lo era, se ocupaba de la construcción, instalación y organización de la nueva facultad en la Ciudad Universitaria, no es que dejara de dar cursos, ¡es que daba tres! El suyo de Etica, otro de Introducción a la Filosofia y un tercero de Literatura Francesa, en la que era sumamente competente. Y encima traducía algunos librillos, como los diez enormes volúmenes de la Historia Universal, de Walter Goetz (la Propyläen Weltgesthichte); la Decadencia de Occidente, de Spengler; las Investigaciones lógicas, de Husserl (en colaboración con José Gaos), y tantos otros libros.
Y organizaba el Crucero Universitario por el Mediterráneo, en 1933, que no le costó un céntimo al Estado, porque fue sostenido por lo que pagaban alumnos y profesores, y las becas con cantidades allegadas por donaciones de don Juan Zaragüeta, por ejemplo; o por dos conferencias que dio Ortega en el teatro Español, con entrada pagada, sobre el tema «¿Qué pasa en el mundo?»; y con el dinero que el Patronato Nacional del Turismo pagaba por conferencia que Morente daba en algunas ciudades del recorrido, para fomentar el turismo en España.
Este era el decano, y esto era lo que significaba «autonomía». La asistencia a clase era voluntaria, había derecho a no ir a los cursos (pero no a ignorarlos); yo no fui a tres cursos de mi especialidad; a uno de ellos, porque no me interesaba; a otro, porque me interesaba aún menos; al tercero empecé a asistir, pero al cabo de varios días de explicaciones sobre los adulterios de la mujer de Auguste Comte, comprendí cuánto faltaba para entrar en su filosofía y su sociología, y preferí leer unos cuantos libros. Al reimprimirse, hace poco, mi traducción del Discurso sobre el espíritu positivo, he sentido volver aquel tiempo lejano.
Como la asistencia a clase no era obligatoria, algunos catedráticos se quedaban sin estudiantes. Un catedrático titular -excelente persona, por lo demás, pero más bien aburrido-tenía hasta siete alumnos; en cambio, José É. Montesinos, que no era más que ayudante, acabado de volver de Alemania, tenía un curso de doscientos, y tuvo que duplicarlo. Y otro catedrático, bastante pintoresco, superviviente de una fauna antigua, al cabo de un par de meses se quedó con una sola alumna, y como acontecía que era su hija, supongo que el curso prosiguió en casa, después del almuerzo.
Es decir, se produjo la selección del profesorado sin excluir ni expulsar a nadie, sin vejara nadie, sin quitarle a nadie su sueldo, mediante la espontánea cotización de los estudiantes. Los profesores nos conocían, llegaban a ser nuestros amigos, quizá nuestros mejores amigos. Si no los había disponibles de una disciplina, Morente los traía de donde 'los hubiera: del extranjero, del Seminario Conciliar, de un instituto o un colegio privado. Recuerdo, en cambio, que una vez fuimos a pedirle al decano que organizara un curso de Filosofía dé la Historia. Morente nos miró atentamente, con su simpatía habitual, con una sonrisilla un poco irónica, y nos dijo: «Bueno, si ustedes me dicen quién puede dar bien ese curso, yo lo traigo y lo contrato, aunque no sea ni bachiller; pero díganme quién». Nos quedamos, pensando un momento, nos miramos, le dimos las gracias y nos fuimos
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