Muertos sin sepultura
LA INTOXICACION producida por el consumo de un aceite adulterado, del que habían sido vendidos decenas de miles de litros a granel pese a la prohibición oficial, ha causado la muerte de más de sesenta personas, ha situado al borde de la tumba a otros centenares y ha colmado los hospitales de pacientes. Durante varias semanas, el Ministerio de Sanidad sostuvo como teoría cierta la conjetura absolutamente errónea de que se trataba de una epidemia de neumonía atípica y descartó con firmeza las hipótesis que apuntaban a procesos de intoxicación de origen digestivo. Incluso el titular de la cartera se cubrió de ridículo, en un programa televisivo, al tratar de popularizar la versión oficial con metáforas impropias de su licenciatura en Ciencias Físicas.En sociedades vecinas a la nuestra, un asunto de estas características hubiera podido implicar la caída de todo el Gobierno. En un país de democracia menos madura, el ministro de Sanidad, responsable de ineptitudes y de arrogancias, y el ministro de Comercio, de quien depende la importación del aceite desnaturalizado y el tráfico interior de mercancías, hubieran sido destituidos si no dimitían antes. Pero incluso en un sistema frágil y vigilado como el nuestro, en el que los ministros se atornillan a sus mesas de despacho, cabría esperar al menos una explicación oficial convincente y un debate público en torno a tan trágicos sucesos.
En un comentario anterior aludimos a la posibilidad de que la humilde condición social de las víctimas las redujera al triste destino de muertos de tercera, que ni merecedores serían, después de haber perdido la vida, por la malicia de los traficantes de la muerte y la negligencia de la Administración, de otro recuerdo que no sea el estadístico. El desarrollo de los acontecimientos confirma lúgubremente esa hipótesis. No resulta fácil suponer que las reacciones del mundo oficial hubieran sido las mismas si la intoxicación hubiera asolado -Por ejemplo- el barrio madrileño de Somasaguas o los fallecidos pertenecieran a los estratos más elevados de la pirámide de ingresos o de la jerarquía social.
La negativa reciente de Sancho Rof a discutir públicamente con el diputado socialista Ciriaco de Vicente sobre la situación de la sanidad española, en general, y las muertes por intoxicación, en particular, se inscribe en la misma línea de irresponsabilidad culpable. El titular de Sanidad, que prescindió hace unos días del secretario de Estado de Seguridad Social por el encomiable empeño de José Barea de controlar el gasto público, había intentado ya descargar sobre las débiles espaldas de los ayuntamientos la responsabilidad de ese siniestro cementerio creado por el aceite homicida. Pero su última espantada, encubierta con el absurdo pretexto de que el pasado 23 de abril (esto es, antes de la mortífera escalada) se celebró un debate parlamentario sobre sanidad, y endulzada por la promesa de comparecer en el Congreso en septiembre (presentando como voluntaria y graciosa, una decisión a la que está obligado), resulta una burla a la opinión pública y al ya tan burlado electorado de UCD.
La permanencia de Sancho Rof en el Gobierno, a partir del asunto del aceite de colza, comienza a ser un motivo de descrédito y de falta de credibilidad, que alcanza innecesariamente a todo el poder ejecutivo. A este paso no faltará quien piense que el golpe de Estado frustrado del 23 de febrero está siendo utilizado para hacer tragar por el poder carros y carretas a la sociedad española. Pero es que parece excesivo que el fantasma del golpe sirva incluso para mantener a un ministro que, después de desorientar a la opinión con absurdas explicaciones sobre las muertes por intoxicación y de intentar un macabro juego del tú la Ilevas con los ayuntamientos, se niega a discutir en público sobre las eventuales responsabilidades de la Administración en más de sesenta fallecimientos. Por más aceite de oliva gratis que reparta, el Gobierno no podrá acallar un debate que es de justicia y de necesidad tener.
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