Gracias, arzobispo
«El conocido incidente entre el cardenal primado de España y el ministro de Justicia el pasado día del Corpus puede beneficiar en el futuro a la Iglesia católica y al Estado español».Una superficial lectura del entrecomillado puede inducir al lector a considerar que quien esto escribe es un furibundo enemigo de la recién aprobada ley de Divorcio y un conspicuo representante del nacional- catolicismo y del integrismo militante. Nada más lejos de la realidad. Aunque católico practicante, no creo que se deban imponer coactivamente las propias ideas o creencias a los demás, y estoy convencido de que es malo para la Iglesia de Cristo que la jerarquía -como tal- se inmiscuya en los asuntos del Estado con presiones más o menos solapadas.
Ya ha llovido sobre esta bendita tierra desde que Constantino tuviera la genialidad de servirse del enorme potencial de energías que le proporcionaba el cristianismo a cambio de otorgarle la protección imperial. El edicto de Milán recortó ampliamente la libertad de acción de la Iglesia, la domesticó, la hizo colaboradora del poder temporal y, en reciprocidad, éste quedó atrapado en los invisibles hilos de la telaraña mágico-espiritual de una Iglesia que se alejaba de los proyectos de su fundador, Jesús de Nazaret.
Este maridaje ha tenido especial arraigo en nuestra querida España. Los concilios de Toledo, la larguísima lucha contra los invasores musulmanes, la Inquisición, la presencia de España en América, no son sino algunos de los incontables ejemplos de una colaboración que si dio innegables frutos también ha supuesto graves inconvenientes para ambas partes, y solamente cito dos, uno para cada una de ellas: el clericalismo incrustado en la sociedad civil y el olvido por parte de la Iglesia de aquella hermosa frase de Cristo: «Mi reino no es de este mundo».
Sería insensato hacer una prolija relación de interferencias mutuas de ambas instituciones durante siglos y siglos de historia. Unicamente quiero fijarme en el símbolo de todas ellas: las procesiones, como manifestación externa de una fe y una tradición folklórica superpuestas. Aquí veo un peligro que sería necesario soslayar en pro de la autenticidad de ambos componentes. Si la procesión es la expresión de una fe sobre la presidencia civil, de modo que los señores ministros, gobernadores, alcaldes y concejales, si son cristianos, serán fieles nada más y nada menos y, por tanto, deberán ir en las filas de penitentes con el resto del pueblo. Por el contrario, si estamos ante algo meramente folklórico-tradicional-popular, sobra el sacerdote como director del acto, del mismo modo que resultaría chocante al menos ver a un clérigo revestido de roquete y capa pluvial presidiendo una corrida de toros, una comparsa carnavalesca o una, manifestación del Primero de Mayo.
Por todo ello, y en favor de una necesaria clarificación, aplaudo la decisión de monseñor Marcelo González de vetar la presencia del ministro de Justicia en la presidencia de la procesión del Corpus toledano, y a partir de este momento deben imitarle el resto de obispos y párrocos, así como las autoridades civiles deben recoger el reto y negarse a presidir ninguna otra procesión. No insistamos en el hecho negativo del desprecio de un servidor del pueblo de Dios hacia el representante de la institución que le protege y subvenciona. Fijémonos en el lado positivo, en la futura separación e independencia mutua de dos instituciones que sólo deben coincidir en el corazón del individuo que sea ciudadano y cristiano simultáneamente./
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