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Homenaje al poeta Alfonso Costafreda en el Palacio de las Naciones de Ginebra

El séptimo aniversario de la muerte de Alfonso Costafreda, que ya suscitara su recuerdo en Madrid, ha reunido ahora a una serie de amigos del poeta en una sesión dedicada a su Poesía y vida, por el Club del Libro en Español, presidido por Melquíades Alvarez, en el ginebrino Palacio de las Naciones.Si en Madrid le evocaron Carlos Bousoño y Claudio Rodríguez, en Ginebra lo hicimos Eugenio de Nora, el poeta y catedrático de la Universidad de Berna, y quien firma estas líneas, que representaba al Centro de Estudios Hispánicos, de la Universidad de Siracusa, en Nueva York, donde Costafreda dio la única lectura pública de su libro póstumo Suicidiosy otras muertes.

Su estancia en Suiza, por otra parte, durante las dos últimas décadas de su vida le convierte en paradigma de un exilio voluntario -precisó Nora, otro exiliado voluntario desde 1950-, con una secuela de desarraigo que impregna su estremecedor libro póstumo.

En este libro se estableció una línea de ruptura expresionista, unica en nuestra poesía por su intensidad, lo que da a Costafreda una dimensión de.poeta maldito, si aceptamos la definición. de Robert Lowell, que ve precisamente al poeta maldito, «feliz al quemar sú cuerpo a cambio de unos pocos años de continua intensidad».

Antes, sin embargo, se evocó la poesía inicial de Alfonso Costafreda -que adujo Francisco Condemines-, en la que un ademán épico-social le acercara a una visión más vital, hermana de la poesía de testimonio o de protesta, en la que Nora situara Nuestra elegía. Aquel libro -Premio Boscán, 1949- le constituyó en adelantado de la Generación del Medio Siglo, dentro de la que Bousoño le ve «claro y sombrío», y Claudio Rodríguez, con transparencia de cristal.

Eugenio de Nora leyó un poema de José Angel Valente, en la sesión de Ginebra. Nuestro premio Nobel, Vicente Aleixandre, que fuera uno de los amigos más antiguos de Alfonso Costafreda, quiso estar presente en ambas ocasiones con un encuentro que acompaña el libro Suicidios y otras muertes, y en el que, con el título de La última vez, le recuerda, evocando «toda la vida de poeta, de poeta consunto en su propio fuego, ardido en su lumbre aniquiladora».

Me contaron en Ginebra que en el funeral de Alfonso Costafreda había una corona de flores que le había mandado la gran escritora española María Zambrano, residente, como él, en Suiza. Creo que la corona de María Zambrano es la mejor ofrenda que pudieron hacerle. En ella quiero ahora cifrar los distintos homenajes que se han hecho a su memoria desde su desaparición. Porque pocas personas podían comprender -como la autora de Claros del bosque- la verdadera dimensión de Costafreda, que llevara a Carlos Barral -con quien aventamos sus cenizas sobre el Mediterráneo- a llamarla «místico de la muerte, místico de la nada».

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