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La conservación de la naturaleza, entre la demagogia y la patente de corso / 1

«Montaba a mi caballo Jin, en Rock Creck..., creo que era en febrero de 1907.. cuando de pronto se me ocurrió la idea que me hizo dar en el clavo. Consistía en que todos esos recursos naturales que habíamos estado considerando como compartimientos herméticos y aislados entre sí constituían en realidad un problema global. Este problema consistía en utilizar la tierra para beneficio permanente del hombre... Era tan nueva que ni siquiera tenía nombre. Naturalmente había que ponerle uno. Finalmente, Overton Price sugirió que la llamaríamos "conservación "y el presidente* dijo: "Bueno" Lo denominamos entonces el movimiento de conservación».Gifford Pinchot, 1912

*Teodore Roosevelt

Cuando los griegos decidieron colocar en el siglo III antes de Cristo sus bosques bajo la advocación de la divina Artemisa utilizaron sabiamente el pragmatismo religioso para protegerlos de su acelerada degradación; se trataba, evidentemente, de una medida conservacionista que haría las delicias de los buscadores de antecedentes remotos. Más aún, y haciendo una razonable « prehistoria-ficción », nuestros paleolíticos antepasados también tendrían en el interior de sus predios de caza lugares tabúes, donde la muerte no estaría permitida, delimitados por invisibles linderos donde el sofocado cazador contemplaría impotente cómo se escapaba su presa: reductos donde la fauna, desenvolviéndose sin ser hostigada, encontraría la tranquilidad necesaria y suficiente para las tareas propias de su reproducción, de su papel de recurso natural renovable. Estas áreas voluntariamente sustraídas a sí mismas impedirían a las tribus tener que emigrar y forzar un nomadeo precipitado por esquilmamiento de la caza.

Ya más recientemente, en el quicio entre los dos últimos siglos, se puede documentar la historia de la conservación de la naturaleza. El indio americano no necesitaba proteger la naturaleza porque su concepción del mundo, su religión y su empírica sabiduría le hacían saber que él era igualmente naturaleza y su destino, como hoy nos advierte taxativamente la ecología, estaba indisolublemente unido al del resto de los seres vivos. La llegada del hombre occidental anglosajón, puritano, enemistado esta vez por religión con la naturaleza, que situaba frente a él y no en torno a él, y eufórico de progreso por la reciente revolución industrial, supuso un giro brusco a las relaciones del hombre con la naturaleza. La naturaleza era algo a ser dominado y explotado; Dios no la había creado para armonía de su joya máxima viviente, el propio hombre, sino para su uso y dominio.

Una admonición judeocristiana, «conquistar la naturaleza». Las religiones orientales y sus filosofías concernientes, especialmente el taoísmo, destacan la idea de que el hombre debe esforzarse para vivir en armonía con la naturaleza. Normas como las de barrer la vereda antes de caminar para evitar pisar un insecto inadvertidamente ejemplifican la valoración extrema de toda forma de vida hasta extremos que rozan la compulsión para los occidentales. Y es que el punto de vista occidental difiere radicalmente. El Génesis da claves que permiten interpretar que la vida en este planeta no tiene otra finalidad precisa que la de servir expresamente al hombre «dominando los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la Tierra». Forzar la naturaleza para adaptarla a sus deseos es un mandato divino; ¿no es acaso complaciente constreñir la naturaleza a las matemáticas de Euclides en los jardines de Tívoli, Versalles o Aranjuez?

La explotación sin límites

Luego vinieron los Gifford Pinchot, los Teodore Roosevelt, que comprendieron que la explotación sin límites no era deseable. Pero existía la tentación de ligar el conservacionismo, asociado a unos pequeños grupos de ciudadanos, a la antigua realeza europea, ansiosa de proteger los bosques para su recreo personal (véase aquí El Pardo). El Sierra Club o la Audubón Society intentaron extender el movimiento conservacionista.

En Europa, el hombre blanco pagaba desde antiguo su codiciosa e imprevisora aptitud y convivía con una naturaleza domesticada y reducida desde siglos; en Escandinavia se pasaba verdadera hambre y en el otro extremo, en la Península Ibérica, los ganados levantaban polvaredas en sitios que antaño ocupaban fragosos bosques de hoja ancha y perenne. Se produjo una situación absolutamente inédita: la llegada de estos hambrientos pordioseros a un paraíso de recursos naturales que parecían no tener límites y ocurrió lo previsible pero inevitable: comenzó el más triste y vergonzante esquilmamiento de un continente. Se mataron cientos de miles de bisontes, hermosísimos animales de una tonelada métrica de peso, base de la cultura material de los indios de las praderas, para arrancarles la lengua, bocado exquisito, y dejar pudrir el resto de la carne. Se extinguieron especies como la paloma migratoria (Ectopictes migratorius), que se mataban por millones. Se talaron bosques, se encenagaron lagos, se cultivaron terrenos inadecuados y a continuación enormes tormentas de polvo cubrieron las precipitadas granjas; se expulsó, se aniquiló al antiguo habitante. Se recorrió en pocas decenas de años la historia de siglos en Europa. No es de extrañar que algunas voces se levantaran contra esta bestial destrucción y que esos antecedentes próximos de la conservación de la naturaleza se encuentren en el joven y todavía optimista Gobierno americano de los años de la «conquista» del Oeste. Búffalo Bill fue un cazador sin escrúpulos, un matarife que más que en su legendaria puntería se amparaba en los gruesos calibres y en sus prebendas con el Ejército y las compañías de ferrocarril. En cambio, Roosevelt y Pinchot fueron adelantados a su tiempo, o mejor, consecuentes con él.

La primera reacción positiva

En plena era de devastación organizada, hacia finales del siglo XIX, algunos hombres clarividentes comprenden la gravedad de la situación. Con un siglo de anticipación (1864), George P. Marsh publica Man and Nature, un clásico sobre la influencia del hombre sobre el mundo. En realidad, casi todos los conceptos que deben tenerse en cuenta para la conservación de la naturaleza estaban ya contenidos en esta obra. Naturalistas o simples hombres cabales, resueltos y pujantes, decidieron que la naturaleza salvaje debía sobrevivirles.

La primera reserva natural fue. francesa y se creó en tiempos del segundo Imperio en los bosques de Fontainebleau. A partir de 1853, un grupo de pintores protegió 624 hectáreas. Pero las reservas de gran superficie nacen en Estados Unidos. Las comentadas rapiñas tuvieron la saludable reacción de promover con fuerza una vasta campaña de protección de la naturaleza. En 1864, y por iniciativa de John Muir, el padre de la conservación de la naturaleza en América, el Congreso cedió al Estado de California el valle de Yosemite y el, Mariposa Grove para- que fueran preservados y convertidos en reservas protegidas que albergaran las grandes y milenarias sequías. La idea de parque nacional surgió en 1870, cuando un reducido grupo de personas paso seis semanas explorando la región de Yellowstone. La maravilla de las Montañas Rocosas les hizo emprender una campaña que concluyó con la ley del 1 de marzo de 1872, en la que se establecía el primer parque nacional de EE UU y del mundo («as a public park of pleasure ground for the benefit and the enjoyment of the people»). No se piense que la opinión pública presionó especialmente, todo fue fruto de la tenacidad y visión de un escaso contingente de pioneros aislados.

Como se ve, desde sus mismos inicios, la protección de la naturaleza se ligó a la «reserva» o «delimitación» de superficies de terrenos más que a la protección puntual de una u otra especie en concreto. El tiempo les dio la razón en lo acertado del enfoque. Legislativamente se puede pretender proteger el pigargo de manglar americano (la bella águila de blanca cabeza emblema de EE UU), pero si no se le aseguran extensas superficies, territorios de caza y reproducción protegida, la legislación se muestra incompetente para protegerlas. Fue mucho más eficaz la preservación de los Everglades que la inclusión en la lista roja de esta especie animal.

En nuestro país, las cosas discurrieron en términos similares. Para proteger la docenita de cabras monteses que sobrevivían en el macizo central de Gredos, no sólo hubo que suprimir su caza, o mejor, colocarla bajo la advocación del entonces monarca, sino convertir la sierra por encima de los 1.800 metros en una gran reserva. En 1912 se crea nuestro primer parque nacional: el de Covadonga o Peña Santa, con 16.925 hectáreas. En 1980, el último, el de Garanjonay, en la isla de La Palma.

Un poco de ecología

El prestigioso ecólogo catalán Ramón Margalef ha comentado a menudo que la conservación de la naturaleza constituye un problema, en cierta medida, irresoluble. Veamos qué quiere decir esto.

El hombre es un explotador obligado. A su vez, la explotación, desde el punto de vista ecológico, tiene efectos rejuvenecedores. Una especie a la que se explota reduce su vida media y aumenta el número de sus descendientes; las especies preadaptadas a la explotación son precisamente las poco longevas y muy, prolíficas. Si cesa la explotación se invierten estas tendencias. A su vez, los niveles tróficos superiores explotan y mantienen en un estado menos maduro a los inferiores: por ejemplo, los animales herbívoros a las hierbas o los carnívoros a aquéllos, dentro de un mismo ecosistema. Igualmente, un ecosistema más maduro explota a otros menos maduros, como es el caso de un bosque junto a un campo cultivado: los animales que encuentran refugio y de hecho habitan el bosque salen eventualmente a los campos colindantes a alimentarse; hay una exportación de energía del trigal al encinar.

El hombre desde siempre explotó la naturaleza. Esta explotación está en la raíz de su propia esencia ecológica; no puede dejar de hacerlo. Desvía los flujos energéticos en su propio provecho; rejuvenece, simplificando los ecosistemas; ocupa los extremos de numerosas cadenas tróficas como carnívoro, a las que de hecho simplifica (hierba-vaca-hombre), para evitar las inevitables pérdidas energéticas inherentes al paso de un nivel trófico a otro; lucha contra competidores potenciales como otros predadores o las plagas. En resumen, actúa contra la sucesión natural. La explotación de un ecosistema por parte del hombre es un factor de cambio opuesto al anterior proceso. En esta íntima oposición entre explotación y sucesión, productividad-estabilidad, está el auténtico meollo de todas las cuestiones relacionadas con la protección de la naturaleza. Lo inédito es su enorme capacidad actual, merced a la tecnología, para modificar su ambiente: desvío de ríos, relleno de cuencas, eliminación de montañas, comunicación de mares; nada está fuera del alcance del homo tecnologicus. -Y desde hace escasamente cien años está además en condiciones de reservar parcelas del terreno de y para él. Si pretendemos proteger un vegetal o un animal fuera del marco geográfico concreto o de este encuadre conceptual reseñado, no habrá resultados.

Fernando Parra es profesor del Departamento de Ecología de la facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma y biólogo del servicio forestal y del medio ambiente de la Diputación Provincial de Madrid.

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