Los comunistas y Mitterrand
EL PARTIDO comunista ha alcanzado por primera vez puestos de gobierno en Francia desde 1946, precisamente cuando acaban de sufrir la pérdida. más grave de diputados y de votos populares de su historia de posguerra. Podría ser una paradoja si no fuera porque es una consecuencia: sólo se ha aceptado que los comunistas entren en el Gobierno cuando no tienen fuerza ni capacidad para imponer sus puntos de vista. Casi como una propina de Mitterrand por los votos prestados. Tal vez a Marchais le reprochen desde dentro de su partido además de la mala estrategia, que le ha llevado a la pérdida de la mitad de los escaños, este oportunismo, que le suma al carro del vencedor Con cuatro puestos inoperantes -Sanidad, Transportes, Función Pública, Formación Profesional- para cuatro nombres prácticamente desconocidos en Francia y, desde luego, en el mundo. Se priva así el PCF de los beneficios de la oposición. Pero ¿podría realmente manejar una oposición contra un régimen de clara izquierda y con una mayoría absoluta? ¿No contribuiría más al hundimiento del partido ponerse frente a una serie de reformas de la vida pública y privada que ha comenzado Mitterrand a toda velocidad? En realidad, Marchais estaba frente a dos males y ha optado por seguir el reflejo propio de los partidos comunistas occidentales de hoy: entrar en el poder sea como fuere. Aunque sea para nada y aunque tenga que dar más de lo que va a recibir. Una de esas cosas que tiene que dar es una contención del poder sindical en el momento en que las reformas económicas emprendidas por los socialistas no se reflejen inmediatamente, como seguramente va a suceder, en una mejora del nivel de vida del trabajador.Es indudable que Mitterrand ha tenido en cuenta por lo menos esa eventualidad al regalar los cuatro ministerios. No es sólo generosidad: ninguna propina lo es. Y hay unos riesgos que corre el nuevo poder francés al romper el tabú histórico que pesa sobre toda Europa desde los tiempos de la guerra fría, y que no está ni siquiera aceptado por la Internacional Socialista (ante la cual el propio Mitterrand pronunció una vez uno de los discursos más anticomunistas que se recuerdan). Mitterrand no sólo elimina cualquier oposición a su izquierda (puede repetir lo que dijo Lenin en una ocasión histórica: «A mi izquierda, nadie») o cualquier asomo de insubordinación sindical, sino que utiliza un lenguaje y moviliza un resorte psicológico de primer orden: la realidad de que su apertura no tiene límites, de que no obedece en este caso a ningún dictado internacional -Estados Unidos, OTAN, socialdemocracia alemana-, sino que considera que todos los ciudadanos franceses tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones cívicas, y que no hay lugar para hacer la distinción clásica de la IV y la V República entre partidos nacionales y comunistas. Este alarde lo hace, desde luego, porque el partido comunista es un partido domesticado y abrumado por el momento en Francia, y puede presumir -aunque no lo haga- de que ha contribuido él mismo a esta domesticación. Las relaciones entre el partido socialista y el comunista desde hace diez años -desde que Mitterrand fue nombrado secretario general- han sido un juego donde los comunistas han perdido siempre, y acaban de perder de tal forma que se han convertido en un partido fantasma. Ciertamente que Marchais y sus estrategias, tan cambiantes como equívocas y generalmente impopulares, han contribuido muy notablemente a la fantasmagoría.
Mitterrand no ha cesado nunca de hacer signos al exterior de cuál era el verdadero significado de su aproximación a los comunistas. Se lo ha explicado ayer a George Bush, vicepresidente de Estados Unidos, a quien la cuestión de los ministros comunistas preocupa, sobre, todo, por lo que tiene de rotura de una prohibición, pero también por la actitud que representa ante las nuevas premisas internacionales de Reagan. Al patronato francés -dispuesto, ahora que ha perdido, a cesar la guerra que lanzó durante las elecciones y a salvar lo que pueda- Mitterrand también ha tenido cuidado de asegurar que la colaboración comunista va a evitar muchos conflictos.
Aun dentro de estos condicionamientos, de este coyunturalismo, el gesto de Mitterrand tiene una gran importancia. Es un intento de saldar la guerra fría cuando la guerra fría estaba en ascensión y un reconocimiento de nuevas realidades sociales y políticas. Un verdadero desafío en la época Reagan, donde todos los comunismos vuelven a aparecer como el objetivo de los primeros disparos políticos.
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