Los toros vuelven a ser espectáculo popular medio siglo después
Hace medio siglo hoy exactamente que se inauguró la plaza Monumental de Las Ventas, y coincide la conmemoración con un retorno al arraigo popular que tuvo -que ya tenía entonces- la fiesta de toros en Madrid. Cincuenta años después, a despecho de peripecias, descalificaciones, baches, crisis, la corrida de toros atrae al público, hace aficionados, estimula para su regreso a quienes desertaron de su afición a causa de ciertas desviaciones y corruptelas que la convirtieron en caricatura.
Los taurinos, y nadie más que ellos. son culpables. Los propios taurinos han tenido desde la posguerra una visión pequeñita de las posibilidades y alcances de su negocio. Cuando contaron con uno de esos fenómenos que convocan multitudes veían cumplido su único objetivo, que en estas últimas cuatro décadas siempre fue llevárselo. Dicen los taurinos: Hay que llevárselo. Todo en un día, o en el menor número de días posibles, sin considerar jamás que la fiesta sigue y que la abundancia emanada del fenómeno de hoy podía ser contraproducente y producir hambre para mañana.Fenómenos han jalonado la historia de los últimos cuarenta años, y podrían establecerse puentes sustentados por los pilares Manolete-Litri-Chicuelo II-Chamaco-El Cordobés, etcétera. El taurinismo estaba con ellos y olvidaba, en su visión pequeñita, que otros matadores sostenían el armazón verdadero de la fiesta y que la renovación del escalafón era necesaria.
Años fatídicos
Años fatídicos fueron los de la década de los sesenta, donde el esplendor económico, la llegada masiva de turistas a España, el auge de la televisión convergieron para crear el subproducto cordobesista, con cuya manipulación se hicieron fortunas, mientras la fiesta entraba en el más profundo bache técnico y artístico de su historia. Algunos taurinos se hicieron ricos a costa de hundir al toreo en una gravísima fase de monotonía y degeneración. La etapa floreciente no consolidó aficionados, y muchos de los que había anteriormente, aburridos y desilusionados, dejaron de ir a los toros.
Madrid, donde la afición era muy numerosa y entendida, sufrió mas que ninguna otra ciudad estos efectos, y los empresarios que administraban el coso no supieron dar a la situación la respuesta adecuada. Sí lo ha hecho, en cambio, la nueva Diputación democrática, en estricta y loable función subsidiaria, pues tras promover la rescisión de contrato a Taurina Hispalense creó las bases para que Las Ventas volviera a ser la «primera plaza del mundo», en orden a las garantías de seriedad y continuidad de los festejos taurinos, y así recuperar para el espectáculo su carácter popular, esencial y sustantivo.
Máximo exponente del toreo
Las Ventas se inauguró el 17 de junio de 1931, para una sola corrida, y hasta el 21 de octubre de 1934 no empezó a dar espectáculos con regularidad. El cartel inaugural estaba formado por Fortuna, Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, Fausto Barajas, Luis Fuentes Bejarano, Vicente Barrera, Armillita Chico y Manolo Bienvenida, cada uno de los cuales lidió un toro de las siguientes ganaderías: Juan Pedro Domecq, Julián Fernández, Manuel García, Concha y Sierra, Graciliano Pérez Tabernero, Coquilla, conde de la Corte e Indalecio García.
La anterior plaza tenía una gran solera, que supo mantener la empresa constructora y administradora, Nueva Plaza de Toros de Madrid. SA, durante los casi cincuenta años, que la tuvo a su cargo. En efecto. durante este período Las Ventas ha sido el exponente máximo del toreo.
Madrid tuvo anteriormente otras plazas, como fueron la del Retiro, mandada construir por Felipe IV; la cercana al palacio de Medinaceli, la del Soto de Luzón, la del camino de Alcalá, la de Atocha la de Hortaleza, la de la Puerta de Alcalá, inaugurada en 1773; otra de la Puerta de Alcalá, en 1849; la de la carretera de Aragón, inaugurada en 1874, y además las de las barriadas, como las del Puente de Vallecas, Tetuán de las Victorias y Vista Alegre, en Carabanchel Bajo
Una plaza con ambiente
Las Ventas ha venido dando regularmente festejos de temporada, con la única interrupción de los años 1936-1939, motivada por la guerra civil. En la posguerra conservaba su peculiar ambiente. Los días de corrida, desde lugares en los que aún no se divisaba el coso, se oía el clamor de las vendedoras de agua, que voceaban en cantinela: «¡Agua fresquita, querían agua! ». Por diez céntimos el aficionado se quitaba la calor y el cuidao. Los más sibaritas entre tenían el tiempo en los bares instalados en las propias terrazas de la plaza, desde donde se veía llegar al personal, consumiendo otras bebidas refrescantes, entre las que la gaseosa y el orange eran las más populares. Algunos traían de casa el botellón de gaseosa, y en el tendido les servía de arrojadiza manifestación de su protesta. Quizá por esta razón los toreros procuraban entonces pegar pocos bajonazos y disimular bien sus alivios.
Lo típico era ir a la plaza mucho antes de la hora de comienzo de la corrida, para saborear el ambiente. En el patio de caballos se amontonaban curiosos, que recibían con palmadas en la espalda y frases de aliento a los protagonistas del festejo. También se consideraba protagonista al cirujano, y le decían: «¡Mucho, don Luis, y que no tenga usted que actuar esta tarde!». Cuando aparecía un fotógrafo se arracimaban en torno al diestro, y el que conseguía sacar la cara en la instantánea era feliz.
Afición más encopetada hacía tertulia en el patio de arrastre o sus cercanías, y allí predominaba el buen tono. El foro vociferante que es hoy esa dependencia llegó mucho después; en realidad se ha formado hace muy pocos años, cuando una parte de la afición decidió adoptar un protagonismo dialéctico.
En papel de hombres-araña, encaramándose por los ladrillos de la fachada, se colaban jóvenes aficionados y maletillas, y este era un espectáculo impresionante previo a la corrida. Alguno se llegó a matar en el empeño. El público, ya en el tendido, era muy entendido y de talante duro, y la presidencia, rigurosa en la concesión de trofeos. Los grupos más notables de afición se concentraban en los tendidos siete, ocho y nueve, y estos eran los que impedían las que consideraban injustas vueltas al ruedo. Pronto se hicieron famosos el criterio y la peculiar voz de El Ronquillo en los bajos del siete. Con los cambios sociales, con las desviaciones que sufrió el espectáculo y, sobre todo, con la creación de la feria de San Isidro -que llevaron a la plaza a un público nuevo- los sectores de afición experimentaron transformaciones, cuyo efecto más importante fue la suavización de sus exigencias. Los del nueve ya no impedían sino que propiciaban, las vueltas al ruedo; los aficionados se desperdigaban a otras zonas, y muchos perdían el hilo de la temporada, al serles imposible acudir a todos lo festejos del abono. En los primeros años de los cincuenta se formó e embrión de la andanada del ocho, la cual tuvo en la década de los sesenta su más proceloso y duro batallar, con el popular Juanito Parra al frente, ya fallecido.
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