Cromonomástica
En la misma página del periódico he leído dos anuncios -preferiría decir avisos- publicitarios en los que, para la identificación cromática de las cosas, se recurre a evocaciones de materias de color incierto. Uno de los avisos hablaba de color whisky y el otro de color cuero, no de color de cuero. Curiosamente, las dos imprecisas definiciones podían referirse al mismo color, indeterminado en el seno de una amplia gama que iría desde los ambarinos más sutiles a los terrosos más tostados. La publicidad, las publicidades de los objetos de comercio, en sus formas verbales, son mecanismos de constante corrupción lingüística, a causa, sobre todo, del intencionado gracejo de los publicitarios; pero, pensándolo bien, una de sus más elementales funciones, que no desborda de la honestidad verbal, ha de ser el intento de identificar por el color las cosas que vocean, y ahí, el pobre verbo publicitario ha de tropezar, como el habla en general, con la imprecisión de todas las lenguas modernas en materia de colores.La escasez de sustantivos que designan específicamente un color es mal de todas las lenguas, carencia particular de las indoeuropeas y aguda indigencia del latín y del. germánico, heredada por nuestras lenguas romances. En realidad, en las lenguas románicas no tienen nombre propio ni siquiera los colores del arco iris, y ni siquiera, si nos ponemos exigentes, el blanco y el negro cuando significan plenitud o ausencia de la luz. En castellano, salvo el rojo y el azul, los sustantivos que designan color son imágenes propias o adjetivos latinos que han mudado de posición semántica. Resulta tentador hacer una exploración indicativa por los itinerarios semánticos de los nombres de colores. Descartemos imágenes comunes como naranja, rosa o violeta, y quedémonos con los nombres elementales por grupos de sinónimos o casi sinónimos. Albo, en latín, es de origen incierto, pero las lenguas romances lo sustituyeron por blanco, germanismo que sólo quiere decir brillante. Negro, niger, en latín, originariamente no designaba la tiniebla, sino el color de la piel de los africanos.
Rojo subido
El latín russeus era una forma aumentativa (rojo subido) de lo que nosotros llamaríamos colorado, que quiere decir simplemente lo que tiene color o lo que es bermejo, del color del vermiculus, la cochinilla que servía para teñir de grana, es decir, del color de la semilla. ¿De qué semilla? Bermejo y bermellón tienen paralelos con be o con uve en todas las lenguas romances que nos remiten siempre al gusanillo de tintorero. Hay rojos especiales, pero sus nombres remiten a minerales o a tierras concretas, nombres de étimos latinos o semitas. Almagre o sinople, por ejemplo. Pero el sinople, rojo propio de la tierra de Sinope, y sinónimo de almagre o almagra, pasó, a través de la heráldica, a designar el complementario del rojo, es decir, el verde, cuando el uso de éste se incorporó a los campos de las cotas de armas.
Endiablado cambio, por cierto. Púrpura era el mismo rojo de la cochinilla antes de ser blasón del ocaso y de las supremas dignidades. Pero la heráldica lo usó como el nombre de lo que comúnmente llamamos malva o morado, con ,imágenes botánicas. Encarndo rojo menos rabioso, es color de herida o de desgarradura, una imagen atroz. Carmín y carmesí, no devuelven, por el árabe, a la cochinilla. Ese dichoso bicho, materia prima del teñidor, es en lexicografía importantísimo. Resulta ser más padre del color rojo que el fuego, que parecería ser la primera de las agresiones cromáticas a la percepción humana. Escarlata es nombre de paño o tejido, generalmente, pero no precisamente rojo, y a los caballos rojos se les llama simplemente colorados. Como se ve, el mundo nominal del rojo es pobre y aproximado. Vamos al más triste mando de los amarillos Amarillo no parece tener nada que ver con ámbar, como se pretendió sino que es mero diminutivo de amaro, amargo, y se refiere al color de la tez del hepático; un origen lamentable. Amarillo, color de bilis y de envidia, está en clara competencia con el elogio del dorado del color del oro, que se aplicará a todos los amarillos nobles, como el rubio o el alazán de los caballos a los menos nobles que el dorado pero más que el morboso amarillo El galbino, étimo próspero en otras lenguas romances (jaune, giallo) y no romances (gelb), es nombre del verde tierno, del verde recién nacido. No hay más amarillo no despreciable que el del oro. El genolí y génuli, pasta para pintar de amarillo que usaron los pintores del barroco, es nombre de la sustancia, no del color. Y excúseme el lector de pajizos y topacios.
Volemos rápidamente sobre el caso del verde. El verde, el color más inmediato a la economía humana, no tiene nombre en latín. Viridis quiere decir vigoroso, y es de mal aplicar a los verdes sombríos. Por suerte, la esmeralda fue siempre la más cotizada de las piedras, y ennobleció, para su elogio, él color sin nombre de los campos y las hojas de los árboles. Y ya vimos que la heráldica, que hace del color lenguaje, tuvo que motejar al verde de sinople, antes color de almagra.
¿Y la confusión de los azules? Glauco quiere decir claro, más bien verde; zarco y garzo son nombres del color de los iris claros de los ojos y lo mismo puede ser verde que azul. Azul es derivado árabe de un nombre de piedra, y azur es nombre de un colorante que tiñe de azul. Añil, azul más oscuro, es tinte vegetal y hereda el nombre de una planta. El azul del cielo y el de la mar profunda no tienen nombre propio. Quizá por eso las olas homéricas son exclusivamente grises o vinosas. En fin, que la panoplia de los nombres de colores es escasa y, además, llena de confusiones y ambigüedades. El color de las cosas se nombra por imágenes, tanto más expresivas y eficaces cuanta mayor identidad natural hay entre el género que se nombra y el color que se sabe que tiene. Pero exagerar las imágenes es aumentar una ya lamentable confusión. ¿Qué color es el del whisky?, ¿rubio?, ¿pajizo?, ¿topacio?, ¿alazán? ¿O el color espectral del grano dorado?
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.