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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La universidad sin ley

EL GOBIERNO, en los meses anteriores al 23 de febrero, parecía deseoso de convertir por la vía legislatíva en ley su proyecto de autonomía universitaria (LAU). Junto con la de divorcio, este proyecto aparecía como una bandera progresista, que quisiera contrapesar un poco la discutida ley de Financiación Pública de la Enseñanza Privada.En la reorganización del Gobierno, tan fatalmente enredada con la tejerada, parece que el proyecto de la LAU se ha evaporado, junto con el ministro González Seara, que lo apadrinaba.

Pero la verdad es, que tanto el Gobierno como la oposición tienen que pensar que la situación de nuestras universidades es grave. Cuarenta años de franquismo, que comenzaron con la expulsión y emigración de muchos de los mej'ores maestros, y continuaron bajo la intervención de la Iglesia, significaron una vida sin dignidad, en la que el modestísimo intento de Ruiz-Giménez terminó en fracaso.

Aquella grave crisis de 1956 inició en España la rebelión estudiantil, que diez años más tarde estalló en diferentes países europeos y en Estados Unidos. Entre nosotros vino la creciente situación de crisis del franquismo a agravar los problemas generales, que también iban apareciendo aquí. Agobiaban a las universidades de todo el Occidente el aumento de estudiantes ante el ascenso de las clases sociales antes rurales, la llegada creciente de los que no venían con la antigua educación burguesa, cambios de ideas y sentimientos en el campo religioso y moral, etcétera. Sumado esto a la descomposición del franquismo, la situación de nuestras universidades se hizo explosiva.

Los últimos ministros de Educación del régimen pasado, ante la imposibilidad de afrontar todos estos problemas, tendieron a disgregar y a destruir las universidades existentes, que eran casi las mismas que en la ley Moyano de 1857. Aterrados ante el número mucho mayor de profesores para el creciente número de estudiantes, acudieron a la improvisación administrativa y la interinidad, y crearon la figura del PNN, el profesor no numerario, seleccionado al azar y sin muchos requerimientos de titulación.

La ley de Educación de Villar Palasí, más que abrir una nueva época, cerró un pasado. La universidad que había llegado a dar un Cajal, un Meriéndez Pelayo, un Giner de los Ríos, un Menéndez Pidal, un Blas Cabrera, un Sánchez Román fue liquidada.

Inicialmente fueron razones de orden público -las de desconcentrar el número creciente de estudiantes y alejarlos de las politizadas universidades- las que llevaron a los últimos Gobiernos franquistas a crear universidades nuevas y colegios universitarios a voleo. Pocas capitales de provincia han quedado sin su centro de éstos, que comenzaban con profesorado improvisado a base de notabilidades locales. Además, la Iglesia alcanzaba plena personalidad para sus centros, y éstos quedaron exentos de los exámenes oficiales: Pamplona, Deusto, la Pontificia de Salamanca, Comillas, en Madrid, etcétera. Es posible, porque el cálculo es difícil, que ahora, entre incompletas, figuradas y simbólicas, el número total de universidades y centros universitarios multiplique por cinco el número inicial, sin que por ello se haya reducido la concentración monstruosa en las mayores universidades oficiales.

La creación de cuatro docenas de universidades a costa del presupuesto estatal ha significado un empobrecimiento de todas, las que ya existían y las nuevas. El presupuesto, repartido entre todas, se consume en personal y en gastos de mantenimiento. La investigación ha ido languideciendo en los últimos años, y las bibliotecas no pueden comprar libros. Los centros universitarios, como el mismo Consejo de Investigaciones Científicas, carecen de medios para trabajar. Exámenes, rutina, oposiciones y concursos consumen la actividad de profesores y estudiantes.

La vigente ley de Educación, con sus novedades de difícil aplicación en la tradición que existía, las costumbres que se han desarrollado en las universidades, sin leyes adecuadas, y en los organismos que las manejan, con sus órdenes ministeriales y su inveterada arbitrariedad, las asambleas y juntas que se han arrogado a veces el poder legislativo en universidades que no tienen una autonomía regulada por ley, la dejación de toda autoridad, la rutina de unos y la arrogancia improvisada de otros, la audacia de ciertos demagogos y el escaso celo de los administradores, han llevado a las universidades no a una situación explosiva que reclame la alarmada intervención del Gobierno, sino a un marasmo, un desánimo y un caos, que hacen temer la paralización.

Es urgente que los legisladores, tanto los del Gobierno como los de la oposición, traten de reanimar a las universidades, infundiéndoles esperanza y guiándolas para que salgan de esta situación desalentadora. La desaparición de la LAU hace pensar que se olvida que el problema de las universidades, en primer lugarel de las universidades oficiales, sostenidas con los fondos del presupuesto, es un problema fundamental de nuestro país. Es la educación superior de los españoles, su formación profesional y las posibilidades de logros científicos, lo que está en juego y lo que sería insensato abandonar en este momento. Una ley de universidades es el primer paso para evitar un marasmo mortal para nuestra sociedad.

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