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Estado de sitio

A fin salió a la luz pública en el debate sobre los acontecimentos de Barcelona, y en la más alta tribuna política del país: la democracia española sufre el planificado acoso de un permanente plan de desestabilización, o de varios confluyentes, con el fin de acabar con el régimen de libertades. No hay hechos aislados ni aislables. Terrorismo y golpismo se conjugan Y apoyan mutuamente. Existe «kamizakismo» etarra, existen tramas negras, existe indefensión civil, existe intoxicación «informativa» alrededor del 23-F y sus secuelas. Todo ello era, naturalmente, un secreto a voces. Pero, por su parte, parece que el tema se ha desinteriorizado y ya no es materia exclusiva de los corrillos generalmente-bien-informados, ni de la clase política y su entorno periodístico, ni de los boletines de circulación reducida. Ahora ya no se puede dar marcha atrás y continuar con los susurros y las simulaciones. La democracia está en un auténtico estado de sitio, acosada y en peligro. Sólo falta, ni más ni menos, que obrar en consecuencia.Se ha reconocido que estamos en una guerra sucia, no sólo sicológica, y sería suicida mirar para otro lado. Reconocer su existencia puede significar el primer paso para que el esterilizante fatalismo que nos envuelve dé lugar a una actitud menos masoquista (es muy posible que haya que remontarse a 1898 para encontrar en nuestra historia un momento de pesimismo colectivo parejo al actual) y mucho más decididamente política. La política no es una ciencia exacta, pero tampoco tiene que ser necesariamente una especie de albur con el que esconder la impotencia, la incapacidad y la falta de imaginación de la que ha hecho gala la clase política la desde el 23 dirigente cociéndose, acompañada, por cierto, por parte importante de la profesión periodística. en la espesa salsa de un determinismo histórico de tres al cuarto.

El diagnóstico, pues, está claro y hay, que felicitarse de que haya aflorado a la superficie sin veladuras. No importa tanto, por el momento, la abundante existencia de oscuridades como la nítida sombra que éstas proyectan en nuestro horizonte. Los fantasmas han dejado de serlo para corporizarse en forma de enemigos tangibles. El sistema no tiene otro remedio que reaccionar. Y digo el sistema porque obviamente es todo él quien tiene que movilizarse para defenderse. Hasta ahora, la temida involución (desde sus más blandas y piadosas acepciones hasta su más brutal significación de vuelta a la dictadura de los años cuarenta) ha sido considerada «soto voce» como imparable y con un punto de inflexión máximo en los prolegómenos del juicio a los golpistas del 23-F. Se trataba de ganar tiempo. Como si el tiempo fuera capaz por sí mismo de acabar con otra cosa que con las ilusiones. Especialmente cuando se sabía que iba a ser aprovechado para acelerar la estrategia de la tensión y para el reforzamiento permanente de la resistencia antidemocrática en un contexto social traumatizado por las constantes sacudidas terroristas Y por la pérdida, conviene no olvidarlo, de la perspectiva de continuidad que cualquier colectividad necesita para desarrollarse. Con el apoyo logístico del Gobierno (que, es de esperar, se produzca) son todas las instituciones de la democracia las que se deben poner en marcha para parar el golpe y partiendo del hecho, innegable, de la infiltración en muchas de sus estructuras de, ahora menos agazapados, elementos involucionistas. Esto no es un toque de arrebato. Es simplemente la consecuencia de aplicar el sentido común a esa situación de emergencia y gravedad que se ha descrito a la opinión pública.

Hay que empezar, por lo pronto. a ampliar el campo de visión del país entero. Un golpe de Estado en España, undécima potencia industrial del mundo, sería: a) Un golpe de Estado contra el Rey; b) contra la derecha en el poder; c) los intereses económicos; d) contra la mayoría del pueblo, y e) con la hostilidad internacional y, muy especialmente, la de nuestros vecinos y aliados. En toda la historia moderna no se ha producido un golpe en esas circunstancias. Pero, en lugar de airear y poner sobre el tapete esas evidencias, la clase dirigente se ha dedicado a mirarse el ombligo de su incapacidad y a propagar un clima de derrota donde cada error, que han sido muchos, en lugar de corregirse ha servido para cuestionar y descalificar globalmente el sistema. Y a esa fragilidad estamos jugando todos. Hemos hecho un país donde hasta la defenestración de un directivo de RTVE se convierte en un problema de Estado que recibe prácticamente el mismo tratamiento informativo que los balazos al Papa y, mucho menos, que la guerra Irak-Irán. Y es que en esta democracia parece que todo lo que no sea masoquismo y autocomplacencia en la desdicha no debe tener lugar. Los políticos, en vez de buscar soluciones, como era su obligación, han cargado la atmósfera de presagios transmitidos boca a boca. Y los medios de comunicación con honrosas excepciones, repletas de una soberbia que a menudo no se justifica en su capacidad profesional, en un curioso y doble juego de compromiso con la libertad, y, al tiempo, en función de estrictos intereses competitivos, vehiculando seráficamente constantes mensajes sublímales contra la democracia y contra sus instituciones... De modo que, entre unos y otros, el país lo que ha recibido, además de sensación de impotencia, ha sido desconfianza e incredulidad. Paralelamente, ni siquiera se ha sido capaz de explicar que el triunfo de los golpistas, además de seguro eI enfrentamiento civil, no supondría, ni de lejos, la solución de ninguno de los problemas que esta sociedad tiene planteados. Y que algunos, como el de los nacionalismos, quedarían definitivamente perdidos para la causa de España. Aquí ni siquiera se ha dicho lo que pasaría en este país si vinieran quince millones de turistas menos o el petróleo de Arabia Saudí (que fluye hacia nuestras refinerías, entre otras cosas por cuestiones del Rey en su viaje del pasado año) sufriese una drástica reducción. Son sólo dos hipótesis, perfectamente verosímiles, que ni el Gobierno ni los medios de comunicación en manos del Estado han planteado a la opinión pública para contrarrestar la marea ascendente de la intoxicación golpista. Resulta estremecedor, al tiempo que risible, que se haya hecho creer a más de 35 millones de personas que un golpe de Estado es perfectamente posible sólo a base de ideología y del miedo al terrorismo. Pero así ha sido. La estrategia desestabilizadora está logrado sus objetivos y enfrente encuentra en tarde firmeza. mala conciencia y una barahúnda masturbatoria que hurga constantemente en su propia debilidad y contradicciones en lugar de intentar superar una cosa y otra.

El actual estado de sitio que sufre la democracia sólo se puede romper engrasando todo el sistema y poniéndole en funcionamiento para defenderse de la agresión. Es el Gobierno, naturalmente, quien debe abrir brecha sentando la mano y no dando palmadas en la espalda a quien conspira contra la libertad. La sensación (¿sólo sensación?) de indefensión es con frecuencia abracadabrante por lo que supone de perpetuación de fallos que, lejos de corregirse, parecen entronizarse y cobrar carta de naturaleza. Como es el caso, y sin ir más lejos, de los servicios informativos que estrepitosamente demuestran una y otra vez su obsoleta (esperemos que sea eso) capacidad para detectar incluso aquello que está en el olfato, y a menudo en la vista, de todo el mundo. Pero no es únicamente el Gobierno quien debe hacer frente a la situación. La democracia se ve acosada también por otros flancos. No se puede constantemente hacer bandera de los fallos y de las carencias. Y digo bandera y no crítica, que no es lo mismo. Los demócratas necesitamos rearmarnos moralmente y pasar a la ofensiva. Sustituir el lamento por la decisión y el agrupamiento. No se puede jugar al desprestigio de los partidos políticos y acusarles después de inutilidad. Permanecer pasivos es hoy hacer la cama a la democracia. Hay que romper el estado de sitio. Y no es un problema de buscar culpabilidades ajenas, sino de asumir cada uno su propia responsabilidad.

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