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DECIMOCTAVA DE FERIA DE SAN ISIDRO

De ésta no sube Victorino a los altares

Victorino Martín ya ha recorrido todos los caminos que conducen a la gloria y lo único que le falta es subir a los altares. La afición iba a peregrinar al Vaticano, a tales efectos. Pero de ésta no va a ser. La corrida que le salió ayer fue como para meterse en casa a hacer crucigramas y no reaparecer hasta la próxima. Claro que a lo mejor lo de los altares es a la próxima.La corrida le salió mala casi por entero y, si exceptuamos al que abrió plaza, lo que de bueno tuvo tampoco contribuía en nada a la leyenda. Ese primero fue bravo y Victorino. Los cuatro últimos, mansos y de mala entraña; el segundo, una especie de borrego.

Es decir, que sale ese toro, cárdeno destartalado, carlavacado, barrigón y feo, embiste como embistió, le ponen otro hierro, y a estas horas estaríamos diciendo que se trataba de una burra. Como era un Victorino, diremos que decían que exhibía una clase excepcional. Desde luego, para torearlo no podía ser mejor. Metía la cabeza abajo, seguía el engaño como hipnotizado, volvía cuando le mandaban volver, dejaba colocarse, esperaba el cine. Toro-carretón era ése, de triunfo sonado. Pero le correspondió a Manolo Cortés, que está más a proteger su anatomía que a hacer el toreo, y convirtió en vulgaridad lo que debió ser arte. A ese toro no tenía por qué probarle, como hizo, aliviando por alto las primeras series, a ese toro no tenía por qué citarle al natural cogiendo la muleta por la punta del estoquillador: a ese toro no tenía por qué embarcarle con el pico. Ese toro, en resumen, debió inspirarle el toreo alegre, exquisito y puro que indudablemente conoce. Manolo Cortés le hace demasiadas muecas a la suerte. El otro toro bueno, bueno de verdad, y Victorino por su casta agresiva, fue el primero. Bravo en varas. con temperamento y noble. Pero con una nobleza de ataque, como conviene al toro de lidia y es fama que son los Victorino. Tenía mucho que torear, no se le podía dudar ni un momento ni perder tiempo en probaturas. Miguel Márquez lo entendió a la perfección y le hizo una gran faena, en la que se arrimó y embarcó con sabor y torería desde el primer muletazo.

Plaza de Las Ventas

Decimoctava corrida de feria. Toros de Victorino Martín, muy desiguales de presencia, aunque todos con mucho respeto; bravo, el primero muy boyante, el segundo; el resto, mansos y broncos. Miguel Márquez: media delantera. rueda de peones y descabello (petición de oreja y dos vueltas al ruedo). Estocada corta ladeada perdiendo la muleta (palmas y pitos). Manolo Cortés: dos pinchazos, otro hondo y descabello (palmas). Pinchazo, otro sin soltar y estocada perdiendo la muleta (protestas). Ruiz Miguel: dos pinchazos sin soltar y estocada corta caída (algunas palmas). Pinchazo y estocada ladeada (algunos pitos). Lleno de «no hay billetes». Presidió en general con acierto el comisario Font, aunque fue demasiado riguroso al no conceder la oreja.

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De esta forma pudo aprovechar la clara boyantía por el pitón izquierdo y, cuando ya le había sacado el máximo partido, fijar la incierta embestida del derecho. Valor y mando producían un trasteo de calidad.

Los naturales eran hondos; los pases en redondo, suaves y largos; los remates de pecho, precisos, valientes y auténticos, echándose todo el toro por delante. La plaza, que ya había vibrado con los soberbios pares de banderillas de los Ortiz y Curro Alvarez, vivía instantes de auténtica conmoción cuando Márquez se descaró con el Victorino, le perdió el respeto. se puso de rodillas ante los pitones y arrojó lejos de sí los trastos. El triunfo, verdaderamente legítimo, debió tener el refrendo de la oreja que pedía el público y que en esta ocasión el presidente, otras veces tan maqnánimo, no concedió.

Del resto de la corrida más valdrá cuidar el léxico para que no se escape sin querer y por contagio algún exabrupto, como los que les roían por dentro a los toreros y en varias ocasiones taladraron los oídos de los espectadores que estahan más cercanos. No es que esos toros fueran de casta y fiereza apabullante, difíciles de dominar, como tantas veces ocurre con los Victorino, esos toros que han encumbrado a Ruiz Miguel porque lograba hacerse con ellos a fuerza de pisarles el terreno jugándose el físico y manejando los engaños con serenidad y mando. Es que eran violentos, de mal estilo, y recorrían la gama que va del bronco al pregonao. Les pegaron en varas con una dureza terrible y además los picadores metían traserísimo el lanzazo, que es una forma cualquiera de asesinar con premeditación y alevosía. Por ahí tendrá razón el ganadero si explica que sus toros cabeceaban porque les picaron demasiado atrás. Pero no era sólo el cabeceo, sino el amagar, probar o medir la embestida, revolverse en un palmo de terreno, tirar gañafones al bulto, hacer hilo, buscar los tobillos del prójimo o, como alternativa de poder, las ingles, y todo aquello propio de ese toro manso y peligroso que ha existido desde que la fiesta es fiesta, que ningún torero quiere (y el público tampoco) y que por supuesto no puede nimbar de gloria a nadie, así se llame san Victorino.

Miguel Márquez estuvo muy valiente con el cuarto, aunque no pudo reducirlo. El público, que protestaba sus regates para eludir la cornada y luego aplaudió al Victorino en el arrastre, era tremendamente injusto con el torero y creemos que también con la propia fiesta, porque nunca en ella debe tener el calor de los aplausos un toro así. Manolo Cortés se afligió con el quinto, según era de esperar, y el sexto de poco abre en canal a Ruiz Miguel, cuando el torero de la Isla aún estaba en los muletazos de tanteo. Los bordados de la taleguilla se llevó en el asta ese toro imposible, que no tenía más faena que la de aliño, y así lo hizo el diestro incierto, reservón y querencioso a tablas el segundo, Ruiz Miguel consiguió que tomara la muleta en una serie de naturales, para lo cual hubo de pisarle el terreno, colocarse entre los pitones y provocarle la arrancada, incluso a manotazos No se le podía pedir más al torero. Ni ese toro ni los otros merecían tanto riesgo.

El victorinismo salió decepcionado, y el público que abarrotaba la plaza, también. Los pares de la «cuadrilla del arte», otros dos asomándose al balcón de El Formidable, la faena de Márquez, u solo toro, habían merecido la pena. No, por ese toro no va a subir Victorino a los altares; ni siquiera podrá salir bajo palio. Aunque ya llegará el día.

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