El Ulster y el temor al catolicismo
En Irlanda del Sur no existe una clase obrera protestante. La pequeñísima, y muy favorecida, minoría protestante de la República, que integra aproximadamente sólo el 3,5% de la población, con trola aproximadamente el 25% de la riqueza del país.Las hijas de esta comunidad, como es lógico, no se dedican a la servidumbre. Por lo cual nuestra criada, inevitablemente, era católica.María nos quería a todos, de ello no me cabe duda. Pero nunca dejaba de transmitimos a los niños la sensación de que nosotros, como protestantes, no éramos auténticos irlandeses ni -lo que era peor- auténticos cristianos.
La cosa se complicaba aún más porque mi familia, dentro de la minoría protestante de la República, no pertenecía ni siquiera a la comunidad anglicana, sino al grupúsculo metodista, que distaba de Canterbury casi tanto como de Roma. De mi sé decir, como consecuencia de todo ello, que desde muy joven adolecí de un acuciante problema de identidad cultural, además de un profundo terror religioso: terror, por un lado, al Dios calvinista y, por otro, al catolicismo.
Un día -tendría yo entonces unos siete años-, María me llevó con ella de compras. Efectuadas éstas, le entró de repente el deseo de orar en una iglesia cercana. María era muy devota, muy amiga de las monjas, muy lectora de revistas parroquiales, de modo que aquella comezón rezadora era en ella la cosa más normal del mundo. Lo anormal del caso era que me obligó a acompañarla. Nunca había estado en una iglesia católica. Recuerdo el portalón inmenso y sombrío de aquel templo, y el pánico que se apoderó de mí al traspasar el umbral. Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate. Cuando María metió la mano en una pila y, sin prevenirme, me salpicó la frente de agua bendita, era para morirme de miedo.
Al rememorar aquel episodio, 35 años después, todavía siento un escalofrío, y eso a pesar de haber superado hace mucho, mucho tiempo, in¡ temor al catolicismo.
Todo esto lo traigo a colación aquí porque creo que mi experiencia, religiosa en el Dublín de los años cuarenta refleja en miniatura el profundo, arraigadísimo temor sentido todavía por la masa de los protestantes del Ulster hacia el catolicismo. ¿Temor? Ellos, desde luego, no admitirían este diagnóstico de su condición, como tampoco admitirían que se trata de odio. Los protestantes del norte de Irlanda (viví siete años entre ellos) han llegado a convencerse de que la versión suya del cristianismo es la verídica. Y de que, si el Ulster entrara a formar parte de una Irlanda unida, la Iglesia católica haría todo lo posible por oprimirles, por arrancarles sus libertades (derecho al aborto, a la anticoncepción, al divorcio, etcétera) y por imponer sus criterios en otras áreas de su vida privada.
Sé, por experiencia propia, que es imposible convencer a los protestantes del Ulster de que, en una nueva Irlanda unida dentro del Mercado Común no estarían expuestos a ningún peligro; de que allí formarían una minoría muy potente, muy dotada para los negocios, muy trabajadora, que, además de enriquecerse, podría hacer una espléndida contribución a la vida nacional; de que, en un Parlamento irlandés democrático, estarían perfectamente representados, con todas las garantías... Imposible convencerles de todo ello porque el temor al catolicismo lo llevan en la sangre.
Los asesinatos y la violencia propagados por el IRA no han hecho sino fortalecer la determinación de las masas protestantes norteñas a no unirse jamás a la República. No importa que el IRA tenga sólo un mínimo apoyo entre los católicos del Sur, como se ha de mostrado una y otra vez en sondeos y encuestas, y sólo un pequeño apoyo entre los propios católicos del Norte. Para la mentalidad pro testante, convencida de la esencial iniquidad del catolicismo, dichos asesinatos constituyen un anuncio de lo que podría pasar en una Irlanda unida. Es lo que pregonan diariamente personas como el nefasto reverendo Ian Paisley.
Ahora bien, por lo que toca a los británicos, ¿tienen la culpa de que, en el siglo XVI, sus antecesores expulsaran del Ulster a los indígenas católicos y colonizaran la provincia con protestantes traídos de la isla madre? ¿O de que, pese a todos sus intentos recientes por encontrar soluciones que permitiesen la convivencia pacífica de las dos comunidades, éstos han sido torpedeados sistemáticamente por los protestantes? ¿Quién puede dudar, además, que, si pudiesen, los británicos se retirarían cuanto antes y una vez para todas de Irlanda del Norte? ¿Alguien puede creer realmente que a ellos les interesa «quedarse» en aquella inhóspita provincia o que sacan de ella alguna ventaja económica?
El problema está en que, dada la mayoría protestante del Norte, que quiere unánimemente mantener el vínculo con Londres, los británicos no pueden sacudir aquel yugo.
El gran obstáculo a la paz en el Ulster reside, no en una supuesta intransigencia de Westminster, sino en la de los propios protestantes. Intransigencia, a mi juicio, fundada principalmente en el temor, a estas alturas irracional, al catolicismo. Si un día el protestantismo ulsteriano pudiese superar dicho temor, comprendería que el terrible coco nunca existió realmente y que sólo fue producto del sueño de la razón. Entonces podría nacer la paz en Irlanda del, Norte y acaso sería posible la reunificación del país.
Pero aquel día, por desgracia, está desconsoladoramente lejos.
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