Fuentes de una historia
Si la ciudad fundada por Pedro el Grande había de tener diversas denominaciones (San Petersburgo, Petrogrado, Leningrado), su gran teatro de ópera corrió pareja suerte: Opera Imperial, teatro Circo, teatro Maryrisky y, desde 1935, teatro Kirov. (Sergio M. Kirov fue una alta personalidad de la política comunista, muerto violentamente el 1 de marzo de 1934).Hay que advertir que, como es frecuente en la historia de los teatros operísticos, si permanece el alma como un símbolo de permanencia y evolución, los edificios cambian, a lo que contribuyen no sólo necesidades artísticas, sino los consabidos incendios. De manera que el hoy Kirov nada tiene que ver, arquitectónicamente, con el Gran Teatro de Pedro III y Nicolás I, en el que viese la luz la ópera nacional rusa cuando se estrena La vida por el zar, del hispanófilo Miguel Glimka.
Durante el siglo XVIII, la ópera en la corte de San Petersburgo estaba sometida a la presión italiana, acentuada por los gustos de Catalina la Grande. Así, los Araia, Galuppi, Manfredini, Traeta, Paisiello, Sarti o Cimarosa reciben Invitación para trabajar en Rusia, lo mismo que el valenciano Vicente Martín y Soler, algunos de cuyos ballets y óperas tuvieron libreto de la propia emperatriz.
Estreno de Verdi
El origen del, actual edificio del Kirov data de 1860, cuando el arquitecto Cavos, reconstructor del Bolshoi de Moscú, lo levanta sobre las ruinas del incendiado teatro del Circo, con la denominación de teatro María (Marynsky). Dos años después de la inauguración, Giusseppe Verdi dirige el estreno mundial de La forza del destino, basada en el drama del duque de Rivas, que le valdría la Orden de San Estanislao, concedida por el zar Alejandro II.
Pero acaso el protagonismo principal del teatro Kirov se lo otorga, en el siglo pasado como en éste, el montaje de las óperas rusas, con las primeras de El convidado de piedra, de Dargominski; Boris Godunov, de Mussorgski; El demonio, de Rubinstein; Iván el Terrible, Noche de mayo, La ciudad invisible, de Rimski; La doncella de Orleans y La dama de pique, de Chalkovski; Haroldo, de Napravnik, o El príncipe Igor, de Borodin, a las que han seguido -y se mantienen- títulos contemporáneos de ópera y ballets de Krenikov, Muradelli, Prokofiev, Shaporin y Dzershinski. La nómina de directores escénicos y musicales que han pasado por el Kirov es tan larga como brillante. Bastará citar los nombres de Meyerholdy Mravinski.
Asistir a los grandes títulos de ópera rusa en versiones del Kirov supone un alto grado de autenticidad: la versión original de Boris (aquí se ha escuchado casi siempre la de Rimski y, alguna vez, la de Shostakovitch), el estreno madrileño de Bodas en el monasterio, sobre La dueña, de Sheridan; Eugenio Oneguin, de Chalkovski, además de Pushkin o La novia del zar, de Rimski, nos ponen en contacto, por vez primera, con la tradición renovada de la ópera nacional rusa en las concepciones e interpretaciones del Teatro Kirov, de Leningrado. O, lo que es lo mismo: nos acercan a las fuentes.
Babelia
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