El día de San Jorge
LA FESTIVIDAD de San Jorge, patrón de Cataluña, no se va a celebrar en el clima de fiesta y de alegría de años anteriores. La prohibición de la manifestación catalanista por el Gobierno Civil puede crispar todavía más, y de manera innecesaria, un ambiente ya de por sí cargado. En efecto, desde hace unas semanas, las relaciones entre el poder ejecutivo y las instituciones catalanas, anteriormente distendidas y cordiales, han entrado en un peligroso deterioro, que amenaza incluso con agravarse. La Minoría Catalana del Congreso, que respaldó a Adolfo Suárez en el Pleno de la moción de confianza y que cambió después del 23 de febrero la abstención por el voto favorable en la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, había sido, hasta ahora, una pieza clave en la estrategia centrista, tanto en lo que se refiere a los apoyos a sus sucesivos Gobiernos como a su programa legislativo en las Cortes. De otra parte, la manera pacífica, gradual y sensata con la que las fuerzas políticas catalanas habían negociado el Estatuto de Autonomía y sentado las bases de su régimen de autogobierno era presentada como el modelo a seguir por el resto de las nacionalidades y regiones españolas.La suspicacia con que comienzan a mirarse el Gobierno y la Generalidad se ha hecho patente en las reacciones desmedidas que ha suscitado, en uno y otro lado, el primer roce serio en la puesta en marcha del Estatuto de Sau. Que las dos partes discrepen acerca de la constitucionalidad de la medida adoptada por la Generalidad sobre las diputaciones es hasta cierto punto lógico y no debería quitar el sueño más que a quienes olvidan que es al Tribunal Constitucional, y no a los políticos, a quien corresponde dirimir el conflicto. ¿Tanto ha calado el espíritu de componenda que la apelación al Tribunal, creado precisamente para solventar ese tipo dé cuestiones, es considerada como un caso de guerra? Esa hipersensibilidad se alimenta de la impresión de que el Gobierno se dispone a realizar un pronunciado viraje en su política autonómica, sin que nadie sepa todavía a ciencia cierta la orientación de ese nuevo rumbo.
La reunión en la Moncloa de Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González para celebrar el bautizo de la concertación sobre cuestiones autonómicas ha dejado tras de sí un reguero de recelos y temores en los catalanes y vascos y no se ha prolongado en pronunciamientos inequívocos.
El proyecto gubernamental de ley de armonización de las autonomías y las declaraciones de Rodolfo Martín Villa sobre sus propósitos de « barrer a los partidos nacionalistas» y arrojarlos a las tinieblas mediante una nueva ley electoral no son, evidentemente, barriles de aceite para calmar las aguas. Sería una triste historia que la democracia española naufragara a causa de una bizantina disputa sobre palabras, empalmando con la tradición leguleya y energuménica de nuestro país, según la cual el fanatismo y la rigidez deben prevalecer sobre el diálogo y el pragmatismo. La equivocidad semántica es algo de lo que no se libran los términos nación, nacionalidad y nacional. Y, desde luego, no se puede imponer nunca por decreto la univocidad de palabras que la gente, los ciudadanos, tienen derecho a usar libremente. Existe, por lo demás, un mandato constitucional, claramente formulado. en el artículo 68, según el cual las elecciones al Congreso de los Diputados tendrán como circunscripción electoral a la provincia y «la elección se verificará en cada circunscripción, atendiendo a criterios de representación proporcional». En este sentido, las recetas que Rodolfo Martín Villa pueda elaborar, en solitario o en compañía, para expulsar del Congreso a las minorías nacionalistas o reducir su presencia, son trabajo inútil. A menos, claro está, que el partido del Gobierno y el PSOE reformen el artículo 68 de la Constitución o resuelvan saltárselo a la torera.
En este cargado clima, la reaparición pública de Tarradellas con agrías críticas a su sucesor en la presidencia de la Generalidad y suscitando los aplausos de medios de opinión próximos al golpismo es una melancólica estampa de los estragos que puede causar en un hombre público la resistencia a retirarse a la vida privada.
La resolución inteligente y pragmática del contencioso catalán parece condición indispensable de la normalización política española. La democracia es un régimen de conflictos destinados a ser saldados por el diálogo, y en el que la difusión del poder es una de las elementales características. La resistencia del Estado y los cuerpos de la Administración a cambiar su centralista piel es todavía más grave y perniciosa para el futuro democrático de este país que las posibles ingenuidades o excesos que puedan cometer los partidos nacionalistas. La insinceridad de la política autonómica del Gobierno -provocando nacionalidades donde no existían y desconociendo la presencia y pujanza de los conteciosos nacionalistas allí donde son patentes- amenaza con constituirse, sin embargo, en el epitafio de las libertades de todos.
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