Ladrillos de papel
EL PASADO mes de noviembre el Gobierno anunció un ambicioso plan trienal de viviendas, a fin de conseguir una rápida movilización de recursos productivos que tuviera efectos inmediatos sobre la actividad y el empleo y que pudiera combatir la atonía de la coyuntura. Aunque los bancos privados y las cajas de ahorro, clave del arco del proyecto, cobrarían unos intereses del 14% sobre los préstamos destinados a la construcción de viviendas, los usuarios sólo pagarían el 11%, absorbiendo el Estado la diferencia. Pero, como en tantas otras ocasiones, nadie parece haberse tomado la molestia de organizar un mecanismo mínimo -con la Administración central y local, los financieros, los constructores y los usuarios en su seno- que siguiese las vicisitudes del proyecto. Tras el aspaviento, la publicidad y las trompetas, ha llegado la, hora de la inhibición, la pasividad y el olvido.El plan no termina de arrancar, según algunos, porque ciertas cajas de ahorro no se deciden a prestar sus dineros en condiciones de rentabilidad inferiores a la del mercado y, según otros, porque los promotores privados, dados los precios actuales de la construcción, no encuentran compradores pata los pisos de protección oficial.
De otra parte, la parsimonia de los ayuntamientos democráticos para conceder licencias -escrúpulo justificado en buena medida por los estragos del urbanismo salvaje durante las últimas décadas-, el fárrago de ordenaciones parciales, semitotales o totales, y el cúmulo de permisos y calificaciones provisionales y definitivas juegan también su papel en ese clima de confusión y de inhibición. Los únicos mecanismos de salvaguardia para orillar los arrecifes burocráticos siguen siendo la educación sin permiso, el chalaneo y el desafío de ver quién es el valiente que se atreve a derribar un bloque ilegalmente construido.
Dada la lentitud de los tribunales, la impunidad del infractor marcha en paralelo con la indefensión del prudente y timorato ciudadano que sólo pone manos a la obra cuando la última póliza del último escrito ha sido satisfactoriamente sellada en la última oficina.
Todo ese entramado de disposiciones, que parece el argumento de una obsesionante pesadilla, no ha servido, por lo demás, más que para situar los atropellos y los estropicios en niveles impropios de una sociedad industrial. Madrid, por ejemplo, termina bruscamente en una alta muralla de bloques, más allá de los cuales se extiende una ilimitada llanura protegida por su condición de suelo rústico y no urbano. Esta sutil distinción ha servido, por lo demás, para favorecer las operaciones especulativas en provecho de los más espabilados, de los mejor relacionados, o de los menos escrupulosos.
Los fabulosos beneficios surgidos de la especulación hacían innecesarias la organización eficiente de las empresas constructoras y la reducción de sus costes. La construcción de viviendas se ha configurado así como la actividad más parecida a la tramitación administrativa: se sabe cuándo comienza, pero es imposible predecir cuándo acaba. A diferencia de los países avanzados, en España se mueven en tomo a la vivienda dos tipos de empresarios diferentes, el promotor y el constructor, que se reparten holgadamente unos márgenes que dan para todos.
Tampoco el sistema de financiación de las viviendas ha recibido una ordenación clara. La obtención de un crédito para el usuario nunca ha sido institucionalizada de manera regular y objetiva, a fin de que el beneficiario supiese a ciencia cierta que, cumpliendo determinados requisitos, podría disponer automáticamente de una cantidad determinada, a pagar en un plazo razonable y no inferior a diez años. Las vicisitudes para la obtención de un crédito de vivienda, fuera de los circuitos del amiguismo y del nepotismo, para no hablar de la corrupción, son, en nuestro país, estaciones de un calvario extravagante. Por lo demás, los fallidos para las instituciones de crédito son prácticamente inexistentes en este renglón. Quizá la impermeabilización del sector financiero y de la construcción a la temida entrada de las inversiones extranjeras en este dominio constituya un buen síntoma de las prebendas y caprichos de una situación de monopolio.
En definitiva, los obstáculos burocráticos, la especulación en tomo al suelo urbano edificable y la desorganización e ineficiencia empresariales contribuyen a encarecer los costes de la construcción de forma tal que, a los precios actuales, los pisos no encuentren fácilmente compradores. La crisis económica, por lo demás, ha sacudido a este sector con especial virulencia. Las 350.000 viviendas construidas en 1975 se han reducido en 1980 a 200.000. A comienzos de 1981, es decir, cuando el plan trienal debería haber producido cierto relanzamiento, la paralización en la construcción de nuevas obras resultaba tan alarmante que SEOPAN no se ha atrevido todavía a publicar sus cifras. En medio de esa calma chica, la Administración sigue dando pruebas de su notable capacidad para permanecer imperturbable ante el destino y de su no menos notable incapacidad para que el plan trienal deje de ser un proyecto de papel para transformarse en una realidad de ladrillo, hierro y cemento.
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