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Cuidado con el estraperlo

Con la misma rapidez que externamente van desapareciendo algunas de las señales del frustrado golpe de Estado del 23-F, la actividad política española va acomodándose a una indefinible situación caracterizada por un intento de acomodación de todas las fuerzas políticas a lo que se entiende es la nueva realidad fáctica del país. Y digo se entiende porque nadie hasta el momento, especialmente el Gobierno, ha explicado cuál es, de verdad, el margen de maniobra que tiene la democracia para desarrollarse, no sólo para permanecer anclada y vigilante. Partiendo del hecho de que la involución es posible (la involución institucional, porque la marcha atrás parece innegable), la sensación de amedrantamiento general es justificable, y nadie puede rasgarse las vestiduras por ella. Sería insensato hacer como si aquí no hubiera pasado nada y, mucho peor, hacerlo como si nada pudiese pasar. Sobre todo cuando la tenaza, que el terrorismo, por un lado, y el golpismo, por otro, tienen tendida sobre la sociedad española, actúa como un elemento disuasorio de cualquier tipo de alegría política o ciudadana. La democracia es débil y, lo que es más grave, no puede sustraerse a la tremenda sensación de estar en buena parte indefensa ante acontecimientos, como la ofensiva terrorista y lo que ella puede desencadenar, totalmente imprevisibles. Por lo menos a corto plazo. Nos movemos, pues, en una pista de hielo, pero desconociendo el grosor de la superficie y, por tanto, su capacidad de resistencia. El símil no es muy gratificante. Pero así están las cosas y nada se gana con ocultarlas.Ahora bien, reconocer las dificultades de la situación no debería conllevar a un análisis sin esperanza y sin expectativas de futuro, El sobreentendido en que se mueve hoy la política española no tiene por qué aceptarse como definitivo. Las cosas van en este país tan deprisa, que se corre constantemente el riesgo de confundir los árboles con el bosque. A un mes, poco más, del traumático tejerazo ya hay quien considera que la actual relación de fuerzas es inamovible y que la democracia se ha embarrancado definitiva e inexorablemente. Lo que, por lo demás, algunos llevan anunciando sin solución de continuidad desde el 15 de junio de 1977. Se ve venir que la adaptación del desencanto a los tiempos que corren sea el dar por perdida una batalla que, en rigor, apenas ha comenzado. Cierto pesimismo coyuntural está sobradamente justificado. Pero no así los análisis fatalistas que conceden a la provisionalidad o al paréntesis el carácter de dato inamovible. La historia no se escribe en unas semanas ni en línea recta, y un mínimo de perspectiva es necesario incluso para juzgar los retrocesos. Algo de esto ha habido en algunas de las reacciones suscitadas por la aprobación de la desafortunada y mal llamada ley de Defensa de la Democracia, que puede ser, y de hecho lo es, un grave error político, sobre todo como síntoma, pero no un mojón y el único punto de referencia para medir la dirección del sistema.

El problema está en saber en qué medida una situación excepcional como la presente puede abordarse dentro de los estrictos límites del fair play democrático y partiendo del angélico presupuesto de que algunas cotas de libertad, una vez alcanzadas, lo son para siempre y no están sujetas a la dialéctica del repliegue y del avance del dinamismo histórico. Es cierto que puede detectarse una peligrosa tendencia a suplir las ineludibles decisiones políticas y de gobierno contra los enemigos de la democracia por un forzado corsé jurídico de más fácil y ambigua aplicación. La obsesión normativa que caracterizó al franquismo ha continuado hasta nuestros días, y los políticos en el poder prefieren sin duda protegerse con normas legales en lugar de afrontar sus responsabilidades. Pero no olvidemos que una parte de la sociedad española ha asistido bastante medrosamente al lógico desarrollo de algunas libertades ciudadanas, y, en ese sentido, no parece ver con malos ojos la retención de algunas de ellas. La proclividad al autoritarismo, perfectamente visible en todas las sociedades occidentales, debe sin duda contrarrestarse por todas las fuerzas políticas progresistas. Pero, quizá, éstas deban eludir cuidadosamente el despegue respecto a lo que piensa la población y la descalificación permanente por reaccionarios de comprensibles deseos de seguridad y de firmeza en el ejercicio de la autoridad. Es muy posible que de ser realizadas encuestas fiables sobre algunos aspectos de la actual situación y la respuesta que ésta deba tener, la clase política podría encontrarse con que no existe una relación directa entre los resultados de las últimas confrontaciones electorales y una opinión pública que, aun votando a la izquierda en casi un 45%, guarda aún muchos más resabios y actitudes autoritarias de lo que las urnas han dado a entender. Por supuesto que es sólo una intuición. Pero no es difícil vislumbrar en ciertas reacciones sociales de estos días algo parecido al alivio por la parada y fonda experimentada en las últimas semanas en el proceso político.

La cuestión es que esa parada y fonda sea sólo aprovechada por aquellos que quieren que el retroceso se consolide y tome carta de naturaleza mediante la paulatina restricción de las libertades públicas. Por eso no se entiende bien que algunas medidas de excepción no hayan sido más ampliamente debatidas. El nuevo, y probablemente necesario. Consenso no tiene por qué hacerse a partir de la pérdida de identidad de una de las partes. Si la izquierda está asustada, entre otras cosas porque es la que más tiene que perder, podría aprovechar el impasse para algo mejor que para decir amén a todo lo que se le presente. Especialmente a lo que de alguna manera tienda a consolidar jurídicamente la involución. Había y hay, muchas cosas en la política española que necesitaban un punto de reposo. Dejar enfriar algunas cuestiones que, como las autonomías no históricas se habian disparado, no se sabe bien hacia dónde, no es necesariamente malo. Más bien todo lo contrario. Pero la irreflexión inicial no puede mecánicamente sustituirse por la improvisación y aprovechando que de noche todos los gatos son pardos, confundir de paso un alto en el camino con el atrincheramiento yy y el retroceso. Se trata, en definitiva, de que nadie haga estraperlo, esa palabra de los años cuarenta a la que convenía estar muy atentos, al socaire de la situación. No pasa absolutamente nada porque la política se haga prudente y precavida en función de la delicada situación que vivimos. Puede pasar, y mucho, si no hay la decidida voluntad, por parte de todas las fuerzas democráticas, de impedir el estraperlo.

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