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El retorno

Antes de que se supiese con certeza que la Tierra era redonda existían ya leyendas de viajeros fabulosos que, habiendo marchado a un destino lejano, llegaban por fin al mismo lugar de partida. Dar la vuelta al mundo necesitaba en el 1500 varios años de tiempo, dado que la máxima velocidad era la del caballo, en tierra, y la de la vela, en la mar. Hoy se puede circundar el planeta en pocas horas, lo cual reduce nuestro espacio físico. En la secuencia de los procesos políticos, ese mismo fenómeno se ha venido llamando la aceleración de la historia. Estamos asistiendo en España al cierre de un ciclo. Poco a poco nos acercamos al episodio final de un retorno. Un día, si no se pone remedio, nos encontraremos de nuevo en el punto de partida, es decir, en el kilómetro cero de la transición.Cotidianamente aparecen síntomas nuevos. He aquí algunos ejemplos. La apatía ciudadana que se fomenta cuidadosamente para convertir en masa inerte y, por consiguiente, maleable, temerosa y sujeta a manipulación, a una gran parte de la población del país. La sistemática presencia de campañas de intoxicación burdamente orquestadas desde la radio y la televisión para presentar como único problema pendiente el de la violencia en el País Vasco, con olvido y relegación de las demás cuestiones prioritarias que preocupan al resto de los ciudadanos. La sordina o el silencio sobre los procesos e investigaciones relativas al golpismo que no hace sino cinco semanas asaltó a mano armada el Congreso, haciendo prisionero al Parlamento y al Gobierno durante dieciocho horas a punta de metralleta, mientras se iniciaba en varios lugares el pronunciamiento propiamente dicho. Parecería como si la ocupación de las provincias del Norte, de la que se pregonan cada día nimios detalles y menores incidencias, sirviera de cortina de humo encaminada a esconder de la memoria colectiva el vergonzoso episodio del 23 de febrero en su verdadera y considerable dimensión. Personajes que deambularon sospechosamente en el Congreso aquella madrugada mezclados con los jefes golpistas aparecen ahora revestidos de la máxima confianza en situaciones de especial relieve. El documento pastoral de los tres obispos de las diócesis vascas, que en sí no constituye ninguna novedad, desata furibundas reacciones de indignación que recuerdan punto por punto el lamentable episodio contra monseñor Añoveros, del penúltimo Gobierno franquista, aunque ahora el Mystère aguardaría en Foronda, en vez de Sondica, la eventual orden del vuelo episcopal hacia el exilio. Bien mirado, el estallido de la cólera frente al mensaje de los prelados tiene como última motivación las rotundas alusiones al golpismo latente y al peligro de que nos hallemos en la vía de la democracia con gendarme.

¿Y qué decir de la fruición con que se acoge en algunos sectores la posibilidad del cierre de periódicos, en aplicación del último y lamentable añadido al Código Penal aprobado por el Congreso? Todo hace prever una próxima etapa de sañuda persecución contra la Prensa, y en especial contra los que mantengan opiniones independientes, incluso dentro del Congreso, por sentirse ajenos a los pactos y acuerdos semisecretos de los nuevos y sorprendentes consensos parciales que se producen cada día. El retorno va de prisa y se abren brechas constantemente en el edificio levantado trabajosamente desde 1976 para convertir la dictadura en democracia, y el sistema personal autoritario y orgánico, en Monarquía constitucional y parlamentaria. Es cierto que en ese proceso se han cometido errores monumentales y que la obra de los Gobiernos no registra un balance positivo en esos años, ni mucho menos. Pero corregir esos desvíos no puede, en ningún caso, significar el retorno a la dictadura, como ahora se preconiza e intenta por algunos sectores. No existe ni funciona en ninguna parte un sistema intermedio de la democracia tutelada o del Estado democrático con vigilante incluido. La dictadura impuesta al país por la violencia tendría enfrente a la inmensa mayoría numérica de la población, que se siente mayor de edad y no quiere ser ni regimentada, ni sometida al terror de nadie. Una reciente encuesta ha dado un porcentaje minúsculo para quienes aprobaban la operación golpista. Es muy fácil y conocido el recurso de abominar de la clase política, como si el resto de los estamentos de una sociedad, en un momento determinado, fueran excepcionales o cimeros. Aquí no hay más cera que la que arde, pero este refrán vulgachón se aplica a todos los españoles en general. Da risa escuchar en boca de ciertos personajes las invectivas contra los partidos o contra el Parlamento, acusándolos de impreparación y de irresponsabilidad. Pero, ¿quién acusa? ¿Cuáles son sus credenciales, su autoridad? ¡Oh, paja! Oh, viga!

Ninguno de los problemas básicos a los que se enfrenta hoy nuestra comunidad española tendrían solución ni alivio con un régimen minoritario despótico. Ni el paro, ni la inflación, ni la recesión industrial, ni los problemas autonómicos, ni, por supuesto, la violencia, iban a desaparecer de la realidad social del país, aunque hubieran de ser escamoteados por una Prensa amordazada o por una televisión intoxicante. En cuanto a la vertiente exterior, ¿para qué explicar lo que resulta obvio? Una España democrática y estable tiene su puesto relevante asegurado en el conjunto occidental, pese a las inevitables rivalidades y fricciones bilaterales que nunca han de faltar en la acción exterior a cualquier nación de nuestra dimensión e importancia. Un régimen de fuerza representaría, en cambio, introducir en el dispositivo de la Europa libre un rodaje heterogéneo y discordante. Los diálogos del secretario de Estado, Haig, en nuestra capital, no habrán dejado de advertir lo que está en la mente de cualquier conocedor del panorama internacional de estos momentos. Un golpismo triunfante en Madrid contra la Monarquía constitucional sería un tanto decisivo para el expansionismo soviético por la complicación y el desconcierto que había de sembrar entre los aliados atlánticos.

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¿Se puede evitar el retorno al kilómetro cero? Sí, a condición de reconocer el peligro y desarmar los eventuales instrumentos de subversión o «desmontar los mecanismos de toda nueva tentativa», como ha dicho recientemente Felipe González. Ningún Estado que tiene fe en su misión perece por una aventura golpista. La historia contemporánea lo comprueba con docenas de ejemplos. Antes de que existiera la esclavitud hubo hombres que se sentían esclavos, escribió Nietzsche. La falta de convicción en lo que se defiende es el mejor camino hacia la tiranía. El Estado es una maquinaria cuyas piezas son seres humanos, por muchas cualidades utópicas que don Jorge Guillermo Federico Hegel atribuyese a ese cuerpo político. Y hay que procurar por todos los medios que eso que se llama la Administración tenga, por supuesto, una mínima fidelidad a los fines y principios del Estado mismo. No debe haber ningún estamento de funcionarios que se considere un gueto impenetrable que responde solamente ante su propia conciencia corporativa. Eso sería tanto como repudiar lo que constituye la esencia de un sistema democrático o de un Estado moderno de derecho.

Esto que aquí se escribe, y que resulta elemental, lo piensa mucha gente en España, aunque por prudencia o temor callan. Y no seré yo quien les reproche su cautela en una nación como la nuestra, que cada equis años abre las compuertas del salvajismo político y lo inunda todo de sangre y de barbarie. Pero hemos de superar unidos ese riesgo que amenaza a la democracia. El primer reflejo defensivo debe ser contar la verdad, denunciar el peligro y definir su contorno y sus propósitos. Y enseñar lo que hoy está aún tapado o disimulado, pero que toda España conoce. No más sorpresas, amigos. Los que propician el golpismo, que se presenten a las elecciones y traten de vender su pacotilla. Y que el pueblo dé su respuesta votando. Todo lo demás es pura demagogia.

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