Haig, en España
EL DIÁLOGO que viene a continuar hoy en Madrid el secretario de Estado de Estados Unidos, Haig, es ya antiguo. El primer tratado entre los dos países es de 1953. Las sucesivas administraciones de Estados Unidos lo han ido reconduciendo, con algunas modificaciones, discutidas y negociadas por los distintos ministros de Asuntos Exteriores del régimen anterior. El mundo y las circunstancias españolas han cambiado considerablemente desde entonces. Mil novecientos cincuenta y tres era un año de guerra fría culminante, aunque viera morir a Stalin y ejecutar a Beria: fue también el año de la primera bomba de hidrógeno de la URSS. En Estados Unidos imperaba el senador McCarthy; la Presidencia de Truman pasaría a Einsehower.Vivimos hoy también tiempos difíciles, pero un examen objetivo del recuerdo y de los datos de la historia señalan diferencias considerables entre entonces y ahora a favor de nuestro tiempo. A grandes rasgos, podría decir se que entonces la tensión era global y generalizada, y los bloques, cerrados y enteramente hostiles. Ahora, la tensión se centra en unos puntos determinados y concretos y dentro de los bloques hay una pluralidad no bien vista ni enteramente admitida por los países hegemónicos respectivos, pero que no por eso deja de ser real.
España tiene una decidida, clara, vocación occidental. Más antigua y más permanente qué la definida por los acuerdos de 1953, y más profunda que la que delimita la propia amistad con Estados Unidos. Aquellos acuerdos representaban un trueque determinado meramente coyuntural: Franco conseguía una salida para su precaria situación mundial, en la que había caído por su colaboracionismo con las potencias nazi-fascistas derrotadas, y Estados Unidos obtenía un portaviones para su estrategia frente a la URSS. El revestimiento enfático de que España era «una reserva espiritual de Occidente» no pasaba de ser pura palabrería. Era aquel un matrimonio de conveniencia, de intereses. Por encima de él había una vieja vocación occidental de España de un sentido claramente europeísta y que se acomodaba mal -se repudiaba, en realidad- con los postulados del franquismo. En cuanto Estados Unidos representara ese Occidente pluralista y democrático -y lo representa hoy en gran medida, y esa es su mayor grandeza-, la mayoría sociológica española estuvo siempre con Estados Unidos, como una prolongación, como una magnificación incluso de ese europeísmo aquí anhelado.
La desaparición de Franco ha supuesto una acentuación de ese sentimiento. Ciertos círculos de poder que en Washington suponían que una España sin la sujeción del dictador o sin un régimen paralelo podría caer en una actitud antiamericana y hasta prosoviética se equivocaban. Si algunos,suponen todavía en ese mismo Washington que un «regimen fuerte» -léase otra dictadura- podría «asegurar» a España se equivocan también. El sentido de la democracia española, que conecta con el europeísmo profundo de este país, es precisamente el que detestaba Franco, y las reservas de fondo que perduran en algunos círculos contra la dirección política de Estados Unidos provienen del hecho de que su pragmatismo ayudó a sostener el régimen franquista. No hay un solo partido político con peso en el Parlamento español que acepte el sistema soviético o que rechace las formas de vida occidentales, y el propio partido comunista ha tenido que modificar de manera cualitativa sus posiciones al respecto. Es ese conocimiento el que debe tener el general Haig al llegar a España, mientras en Estados Unidos, el general Gabeiras, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, conversa con los dirigentes militares de aquel país. España tiene un amplio yacimiento occidentalista.
La precariedad externa del régimen de Franco facilitó la firma de unos acuerdos vergonzantes para nuestra soberanía, pero que interesaban en aquel momento a la Casa Blanca y al equilibrio mundial de alianzas. Las modificaciones realizadas no han bastado para satisfacer el mínimo de derechos exigibles por la parte signataria española. La falta de un seguimiento adecuado -y parlamentario- del cumplimiento de los compromisos ha generado además dudas y preocupaciones en torno a temas como las facilidades de que gozan las tropas americanas en este país.
La existencia de «zonas reservadas» y de «pactos secretos» alimenta la sospecha y también la necesidad de que la visita de Haig -la primera que el nuevo secretario de Estado hace a un país europeo- contribuya a despejar recelos y a instrumentar un diálogo efectivo. Los negociadores españoles deben conocer, por su parte, el hecho de que en Washington soplan hoy vientos de un mayor «centralismo» en lo que a las relaciones internacionales se refiere. Pero la Administración americana de hoy no será la de siempre, y los aspectos coyunturales de la política de Reagan deben generar porbso compromisos nada más que coyunturales.
Mucho más discutida que la del presidente resulta la propia posiciónde nuestro ilustre visitante. Alexander M. Haig Jr. es un personaje controvertido en su país a los dos meses de ejercer su cargo y ha nutrido de anécdotas considera bles su Secretaría de Estado: sus sucesivas dimisiones por polémicas con otros departamentos ministeriales, su enfado con el vicepresidente, la reducción obligada de sus poderes y la, por lo menos, precipitada e impremeditada acción de erigirse en primera personalidad del país en el momento del atentado contra Reagan. Este anecdotario y esta personalidad ruda, hiperactiva, no tienen nada que empañar, sin embargo, su representación oficial en este viaje: es el secretario de Estado de Estados Unidos. Pero habrá que deslindar con mucho cuidado en sus conversa ciones y en sus declaraciones lo que es meramente perso nalista de lo que es puramente oficial, como hay que deslindar -en favor de nuestros intereses- lo que es permanente en Estados Unidos y lo que es peculiar en, por lo menos, los primeros días de Reagan en el poder. La intención declarada de esta Administración se centra en dar una solidez antigua al bloque occidental que puede ser perjudicial para los intereses de cada uno de sus miembros, que están buscando otra pluralidad y otro acomodo ante las circunstancias del mundo; en reavivar de nuevo una guerra fría en contradicción con las necesi dades económicas de la crisis mundial y, sobre todo, en contradicción con las condiciones económicas de España, y en operar una política selectiva con el Tercer Mundo, con el que España tiene lazos no sólo tradicionales, sino también referidos a una determinada situación de pobreza y de edificación de una democracia en condiciones precarias.
Todo ello hace pensar que la visita de Haig debe ser acogida sin aspavientos. La reconducción de los tratados de defensa, la posibilidad de la entrada en la OTAN, son temas nacionales que en una democracia, valiente o como sea, merecen el debate popular y el respaldo de la opinión en las decisiones. Quizá una meditación sobre ello permita convencer al general Haig de que un cambio de régimen en este país no es, desde luego, sólo una «cuestión interna».
No menos que Francia, no menos que Alemania Occidental, no menos que los países escandinavos, España necesita hacer su política nacional e internacional con arreglo a unas necesidades propias. Sólo desde ese convencimiento es posible una política de alianza y amistad. En el conocimiento de que si Haig representa a Estados Unidos no es Estados Unidos. Y no es preciso amarle a él para amar a América.
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