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Tribuna
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Comparaciones enojosas

Las sacudidas de todo orden que está sufriendo el país desde los comienzos del año parece que afectan a los sentimientos mejor enraizados y alteran el curso del pensamiento más lógico. Los que antes todo lo veían claro ahora se sienten confundidos y, viceversa, quienes ayer vacilaban en sus puestos hoy hacen gala de posiciones firmes y resueltas. Un retroceso en la confianza ciudadana se traduce siempre -voluntaria o incluso apáticamente- en una más profunda inmersión en el yo, como si el yo, antes que otra cosa, constituyera la caja fuerte donde guardar unos títulos que suben de valor en cuanto los de la calle se desvalorizan.De la misma manera que un conspicuo paladín de la democracia sólo piensa en salvar su pellejo -y se hace a la mar incluso- en cuanto barrunta la amenaza, la conciencia trata de salvar una parte anacrónica del yo que ha perdido sus fundamentos. Resulta una tragedia -y una monserga- que en los momentos de crisis la gente sólo hable de su caso. Pero aún resulta más indigesto que el maestro siga repitiendo su evangelio aun cuando la doctrina se haya venido abajo.

Que el pueblo vasco es un pueblo desunido, bien a la vista está. Y tal desunión, hoy por hoy, no parece que la saben resolver los vascos desde dentro, ni los vascos y los españoles desde dentro y fuera, ni el sursum corda que baje de las alturas. Hay desunión para rato, y las fluctuaciones en la popularidad de tal o cual grupo, a tenor de tal o cual acontecimiento, no afectan gran cosa al esencial cuarteamiento de la masa que otrora formara el pueblo del País Vasco.

Sin duda que todos los países del globo estín desunidos, y el vasco no será una excepción. Pero sí lo es en la medida de una específica desunión -y no de otra- que engendra el terrorismo, y no me mete, a pensar si es para ahondar sus grietas, como creen sus adversarios, o para colmatarlas, como sialporigo que esperan sus partidarios, que no lo sé.

El terrmismo -se dice- es un factor de desequilibrio y cuando se extirpe se restablecerá la paz; así piensa el llamado hombre de orden. Por el contrario, su adversario opina que el acto terrorista no es más que la expresión -no la causa- de un desequilibrio disimulado que debe indagar las causas ocultas de su mal para procurar la verdadera y definitiva solución. La historia de la rivalidad entre justicia y orden es la historia del huevo y la gallina, un rompecabezas que para el biólogo carece de sentido.

Yo no creo que haya que recurrir a la teoría de la Gestalt para entender que nada puede ser más desacertado que tratar de comprender ese problema en el marco de la rivalidad entre justicia y orden; pero tal vez no estará de más apelar para el caso al principio de Le Chatelier: «Si un cambio se produce en uno de los factores que determinan una condición de equilibrio, el equilibrio se modifica de tal manera que tiende a anular el efecto de este cambio». En otras palabras: que cualquiera que sea el estado final a que se llegue a causa del terrorismo, el terrorismo quedará anulado dentro de él, y quien dice el terrorismo dice sus efectos, pues ¿qué otra cosa que sus efectos es el terrorismo? Si no resulta fácil presumir cuál haya de ser, en un porvenir mediato, la forma de ese futuro estado de equilibrio, lo que, a cambio, no parece demasiado aventurado es afirmar que el terrorismo no puede tener larga vida, aunque sólo sea porque carece de la menor idea -o al menos no la pub lica y, por consiguiente, no ia hace progresar- acerca de tal estado.

Hace unos meses, Savater hacía referencia a un supuesto «proyecto» del País Vasco (o de Euskadi, como él dice), necesario para el entendimiento de todos los problemas políticos que allí se suceden. Y no dando ninguna pista acerca de ese proyecto, yo, sinceramente, no creo en su existencia. Aparte de eso, los Estados, salvo muy contados casos, no se proyectan, sino que se heredan, y sea para bien o para mal, con ellos sólo cabe hacer lo que permiten las herencias. Si para probar lo contrario se aduce la aparición de tantos países y Estados nuevos, será, sin duda, con olvido del papel casi exclusivamente demográfico que han recitado. los pueblos que los constituyen; a diferencia de ellos, los vascos han intervenido decisivamente en el equilibrio de la forma española, que es una cosa muy distinta -e independiente- a la suma de sus partes, y de esa forma son tan responsables -o más- que los hor.ibres de Cartagena o de Chiclana.

Yo me temo clue si bien el terroiÍsmo no puede durar mucho, en cambio coleará -y dará mucha tabarra, ya que no guerra- esa conciencia escindida que, para curarse de sus propios males, no sabe hacer otra cosa que acusar. Uno de los inaléficos deportes que cunden en este país -y de cuya afición no me siento libre, ni mucho menos- es la manía de acusars.e unos a otros. Si se escucha a los políticos, se diría que todos tienen razón; la culpa es siempre del adversario. Los industriales, igual, no han roto un plato; el hombre del campo, ¿cómo va a tener culpa el hombre del campo? De las clases económicamente diferenciadas no hablemos; los banqueros lo hacen todo bien; al proletariado ¿qué más se le puede exigir? Profesores y alumnos se tiran los trastos. Y no sé todavía cómo alguien se atreve a aducir razones, contemporáneas, del prechelense, para oponerse al divorcio en un país donde todo está divorciado.

La verdadera educación liberal, que no sólo admite la existencia del contrario, sino también su mejor enfoque ocasional ante un cierto problema, no aparece por ningún lado, y las posiciones previas, salvo en muy raras ocasiones, prevalecen y se demuestran inexpugnables. Los que un día u otro justificaron el terrorismo como una causa justa y provocada por un sistema represivo se han visto en la necesidad de alambicar sus razones ante la evolución del Estado hacia formas cada día menos represivas e instituciones más transparentes. El terrorismo de hoy ya no es réplica de nada, sino simplemente ofensivo, y el recurso a casos como la muerte de Arregui -sin detenerse a pensar en las dificultades que encuentra una máquina tan complicada como la estatal para limpiar hasta el fondo sus bodegas y calabozos, por cuyos tragaluces apenas llega la luz constitucional- ha de dejar por fuerza muy insatisfecha y maltrecha a una conciencia que se atane en liberarse de prejuicios.

Ese yo que un día abrazó la defensa de una causa que ha evolucionado hacia la monstruosidad ¿por qué se resiste a admitir sin vergüenza la traición de que ha sido objeto, por qué no se libra de las viejas ataduras que sujetan una parte de su escindida conciencia? Por el contrario, se diría que esa parte anastornizada, cuanto más acorralada, tanto más tiene que atacar, apoyada en sus últimos recursos. En otro reciente artículo, Savater toca el cuerno de alarma ante la posible vuelta de la España imperial. Por todos es sabido qué cabezas están trabajando por ese posible retorno, pero hacia ellas basta con el desprecio; lo curioso es que las armas de su dialéctica ias apunta hacia quienes, con o sin acierto, están trabajando en la medida de su intelecto para hacer imposible cualquier imperio. Savater exagera y, para emplear un verbo carente de tonoofensivo, desbarra en cuanto se permite hacer unas comparaciones que no cumplen su función, o sea, cotejar dos términos homogéneos. Porque, lo quiera o no, no es lo mismo entrar en el Parlamento de la carrera de San Jerónimo que en Ajuria Enea; porque entrar por la fuerza en el primero y secuestrar al Gobierno espanol puede suponer el fin de nuestra democracia, mientras que profanar la segunda, si el Gobierno español se mantiene firme en Madrid, puede ser tan sólo un suceso de reducidas consecuencias, porque, lo quiera o no, Madrid es la sede del caput ordinis español, incluidos Cataluña y el País Vasco, y porque, lo quiera o no, los vascos -por desunidos- no secundaron el movimiento popular de apoyo a la democracia. Por consiguiente, que no se extrañe si se consideró escandalosa, su comparación; más que escandalosa -me parece a mí-, impropia de una mente ponderada, tan escindida que comprendió «que todavía no se considera del mismo rango lo que pasa en Madrid que lo sucedido en las otras Españas». Despide ese «todavía» el olorcillo del maestro. Parece que el maestro, tiempo atrás, superó el prejuicio y los que viven -o vivimos- en el «todavía» tienen -o tenemos- mucho que aprender. Lo malo es que con tales maestros resulta muy difícil aprender y así el todavía puede perdurar... indefinidamente. O, por lo menos, tanto como prevalezca el diferente rango de Madrid respecto a las otras Españas. Pues si Valencia tuviera el mismo rango político que Madrid -pongo por caso-, me temo que Savater no habría tenido ya ocasión de publicar su artículo.

Ciertamente, el yo del filósofo está tan mal parado como el de los demás españoles. Su deber es tenerlo unido, pero los acontecimientos lo han alterado. Y de eso, en último término, ¿no son los acontecimientos los que tienen la culpa? Nada más cierto, pero tan cierto como que la única salvación es reestablecer la unidad de conciencia y -al igual que la carne se desprende de sus partes necrosadas- extirpar aquellas secciones de un yo muy querido -y, sin duda, añorado- que ya sólo sirven para jugar malas pasadas al pensamiento.

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