_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una noche esperando a Godot

Cuando la ensalada de tiros retumbó como un batallón de fantasmas negros en el interior del automóvil y los frágiles altavoces distorsionaron el sonido antes de enmudecer, el niño preguntó al conductor: «Papá, ¿es la guerra?». El padre echó un vistazo por la ventanilla y vio que un hombre corría por el borde del Retiro vestido con un chandal azul y que dos chiquillas perseguían a un perro lanudo por la acera. Más abajo, en la puerta de un cuartel, el soldado de guardia charlaba tranquilo con una mujer joven y rolliza que llevaba en la mano una bolsa de plástico con alimentos. «Creo que se me ha estropeado la radio», dijo el padre.Aumentó un poco la velocidad y estuvo a punto ele rozar un taxi cuyo conductor parecía ensimismado. Al cruzar el centro vio a dos hombres, uno muy joven y el otro de mediana edad, saludando con el brazo en alto desde un semáforo. Se encogió un poco y pidió a su hijo que se estuviera quieto.

El hombre de la pistola ya estaba allí.

Pegado a los tres aparatos de radio que había ido recopilando por la casa y con el televisor encendido mientras su mujer temblaba como un jilguero en medio del huracán y sonreía estúpidamente, supo pronto que el hombre de la pistola había anunciado la llegada de Godot y que todos debían esperar la llegada de Godot para salvarlos. En silencio, el niño se había puesto a dibujar en su cuaderno escolar un hombre con pistola y les preguntó luego que cómo le había quedado.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

«Está muy bien, hijo». Luego, el chiquillo se oIvidó del asunto y se marchó a la cama.

El Godot beckettiano paseaba en alguna parte con un hermoso cesto de frutas en la mano. El hombre de la pistola a quien él había comprado la pistola con su dinero para que le defendiese; el hombre a quien pagaba un buen salario para que él pudiera sentirse pacífico y dichoso, llamaba a gritos al Godot que explicaría cómo acabar con la libertad, con la paz, con el hombre del chandal y el pequeño sosiego del final del día. Sus frutas estaban envenenadas y su ofrenda olía a sangre. Podía entender que un forajido le pidiera la cartera a punta de pistola para matar el hambre, e incluso para comprar heroína; pero el mensajero de Godot había jurado por su honor que lo defendería siempre de todos los forajidos, y cobraba por ello un dinero que él no podía regalar a su hijo.

Cuando oyó lo de los tanques, pensó que también había contribuido él a pagar los tanques y a sus altos servidores, y pensó si no sería mejor que un país pobre y pequeño como el suyo desistiera para siempre de gastar dinero en armas y trabajo en servirlas, dado que solamente eran útiles para esto. Ante la boca de un tanque se sentía como una mariposa: un hombre, una ciudad, un pueblo es más frágil que una mariposa ante las bocas del tanque. Pero el tanque era suyo, lo estaba alimentando él.

Y estaba allí el hombre de la pistola. El pistolero.

Se dejó hundir en el desencanto, porque esto sí que era desencanto. Una depresión como un océano. Aplicaba los escasos conocimientos adquiridos en su obligado servicio de armas y cada vez entendía menos. No sabía quién cercaba a quién y quiénes eran los enemigos (Quis custodiat custodes?), y cómo los mandos enviaban tropa para apoyar a los rebeldes, y cómo el hombre de la pistola, al salir, estrechaba la mano de su sitiador, y, cómo los de las metralletas no salían con los brazos en alto como en, las películas de guerra, sino que tiraban por una ventana en brazos de los cercadores y bromeaban con ellos y se iban con las armas en la mano como si salieran de una verbena después de haberse emborrachado y de haber asustado un poco al personal. Aquella espantosa barbarie. Aquella desolación.

Le dolía terriblemente la cabeza: media botella de whisky barato, dos paquetes de cigarrillos, cuatro voces hablándole al unísono por otros tantos altavoces. Y el hombre de la pistola que había entrado allí sin oposición alguna, a pesar de las modernas garitas y tantos guardias bien pagados. Y la agudeza mental de aquel diputado que alardeaba de amistad con el general de los tanques y de que jamás podría rebelarse. Y la desconsoladora sagacidad del hombre de las ojeras, que era secretario de la mayoría de les votados, que afirmaba lo innecesario de depuraciones y castigos porque jamás había leído las historias de Sanjurjo, de Prim, de Franco, del mismo Torres Rojas, de tantos otros hombres armados de pistola. Y la sagrada y secular prudencia de los representantes de Dios en la tierra, que probablemente tenían ya preparados dos comunicados contrapuestos para entregar a los fieles uno de ellos en el momento de conocer a los vencedores. Y la voz del señor catalán, tan interesado siempre, que ahora le parecía un gran tipo y que estaba creciendo medio metro en tres minutos. Y la ternura dulce por aquel señor de la cultura, el gordito, que sólo podía hacer lo que la cultura hacía en aquel momento Y siempre había hecho: abrirse la camisa para hacer más fácil el camino a las balas.

Pero luego decían casi todos que aquellos hombres eran inocentes, que no sabían a dónde iban. Llevaban comida de campaña, metralletas, ponían de rodillas a los periodistas para que sufrieran más, habían dado un voluntario paso al frente sin preguntar a dónde iban, tenían olvidado el artículo 34 de las Reales Ordenanzas; ellos, que jamás olvídaban nada, decían que habían escrito a sus novias, pero siempre terminaban con aquella disyuntiva: «... o te mato». Y daban sus nombres por lo bajinis por si fracasaban y luego necesitaban apoyo y tenían mirando a la pared o tumbados en el suelo a 35 millones de españoles. Pero no sabían nada. De hecho, no estaba pasando nada. Decían continuamente que tranquilos, que no pasaba nada, mientras montaban sus armas y se llevaban las propinas de los camareros y abusaban de un anciano valeroso y daban espantosos gritos. Todo parecía un partido de fútbol algo agitado y confuso.

Y Godot rondaba por entre las palabras con la muerte en los ojos, tendiendo las alambradas del campo de concentración. Ya no significaba nada ser libre, ni amar a los hijos y a la propia tierra, a la verdadera patria, ni la esperanza, ni la luz. Allí estaba el hombre de la pistola esperando que apareciese Godot con sus dientes afilados para salvarnos a todos de nosotros mismos, para vaciarnos la cabeza y secarnos el corazón, para encerrarnos de nuevo en las pacíficas sombras de la muerte, porque vivir con aquellas metralletas en la nuca ni siquiera valía la pena. ¿Qué les hemos hecho a ellos, en qué les hemos ofendido, por qué nos humillan así, para qué pertenecemos a la raza humana, quién nos ordenó nacer en este país absurdo y macabro? ¿Cómo podremos ahora recuperar la alegría, la esperanza, el amor, la vida?

Porque el hombre de la pistola todavía sigue aquí, a nuestro lado, esperando al Godot de los infiernos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_