Un domingo de delirio
Un editor de Barcelona hizo la semana pasada una escala en Cartagena de Indias para almorzar conmigo. Después de una comida criolla bien conversada, lo llevé a conocer la ciudad antigua, que, con toda razón, le pareció una de las más bellas del mundo. Lo invité más tarde a tomar un café en casa de mis padres, que tienen 54 nietos, y muchos de ellos habían ido a saludarlos. Por último, sin saber cómo, terminamos en una recepción oficial, y lo trataron con tanta amabilidad que tuvo que escuchar seis discursos y se tomó once vasos de whisky en tres cuartos de hora. Al atardecer, todavía medio aturdido por tantas novedades juntas, se fue con la impresión de haber vivido una de las experiencias más raras de su vida. «No has inventado nada en tus libros», me dijo al despedirse. «Eres un simple notario sin imaginación». En realidad, estaba preparado para pasar un domingo tranquilo, a salvo de las nieves que había dejado el día anterior en el otro lado del mundo, y se encontró de pronto y sin previo aviso enredado en los hechizos del Caribe.
El delirio empezó en el mismo aeropuerto. Yo nunca había observado, hasta que él me lo hizo notar, que las puertas de abordaje y desembarco son imposibles de distinguir. En efecto, hay una con un letrero que dice: «Salida de pasajeros», y por ella salen los que van abordar los aviones. Hay otra puerta con otro letrero que dice lo mismo: «Salida de pasajeros», y es por allí por donde salen los pasajeros que llegan. Lo peor es que ambos letreros son correctos, porque por ambas puertas se sale. Por otra parte, hay también una sala de espera que no es para esperar a los que llegan, sino para que esperen la salida del avión los que se van. Allí hay, por supuesto, varias hileras de sillas muy ordenadas y limpias, frente a una serie de puertas numeradas bajo un letrero general: «Salida de vuelos nacionales». Pero esas puertas no se usan. En cambio, los pasajeros que llegan en los vuelos nacionales no salen por ninguna de tantas puertas, sino por la salida internacional, que está en otro edificio apartado; sin embargo, cuando una cálida voz de mujer solicita por los altavoces que salgan por la puerta de salida los pasajeros que se van, nadie sufre un tropiezo. «Es que no hay que hacerle caso a los letreros», nos explicó un agente de policía de turismo. «Aquí todo el mundo sabe por donde entra y por dónde se sale».
Para mí, el rincón más nostálgico de Cartagena de Indias es el muelle de la Bahía de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquella era una fiesta de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche, era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente.
Mi amigo editor recordaba muy bien el lugar, porque lo conoció descrito en El otoño del patriarca, como el remanso nocturno donde monseñor Demetrio Aldus, auditor de la Sagrada Congregación del Rito y promotor y postulador de la fe, se peleaba a trompadas con los marineros. Lo recordaba, digo, pero no lo reconoció cuando lo llevé a conocerlo en la realidad, porque el mercado público fue demolido, y el muelle fue desmantelado, y en su lugar se construye un esperpento descomunal, que será todo lo contrario de la ciudad: el edificio más feo del mundo.
El Centro Internacional de Convenciones ―inspirado, como hasta su nombre lo indica, en el Convention Hall de Miami― costará 1.500 millones de pesos, que equivalen a siete veces el presupuesto municipal. Mi amigo, que sabe de números como buen editor catalán, comprendió entonces lo que quiere decir el realismo mágico. En efecto, 3.000 convencionistas necesitan por lo menos diez jumbos de los más grandes para llegar a la ciudad, y por lo menos un mes para salir con la capacidad actual de las siete puertas del aeropuerto. Será necesario paralizar un día completo el tráfico de la ciudad para llevarlos desde sus hoteles hasta el centro de convenciones, y otro día completo, para el viaje contrario, y aun así se formará un embotellamiento apocalíptico con sus propios vehículos. Por otra parte, la mayoría de los convencionistas, si en realidad valen la pena, serán hombres de empresa que deberán estar en contacto permanente con sus centros financieros. Pero el servicio telefónico de Cartagena es tan rudimentario que, para hablar por teléfono, hay que dejar la ventana abierta, porque lo que uno dice se oye más por la ventana que por el teléfono. Sólo para conseguir que las operadoras de larga distancia les contesten a 3.000 convencionistas agónicos, se necesitarán 32 años. Antes que mi amigo, estos cálculos los había hecho una comisión de expertos internacionales, que consideraron el proyecto como un disparate homérico. Pero los promotores locales se empeñaron en hacerlo con un argumento magistral: «La ciudad lo necesita para coronar todos los años a la reina de la belleza».
Agobiado por tanto realismo fantástico, mi amigo me agradeció, como una pausa de alivio, que lo invitara a tomarse un café en casa de mis padres. Más le hubiera valido no aliviarse. En efecto, como creo haberlo dicho otras veces, mi padre acaba de cumplir ochenta años, y mi madre 76. Pero no hay manera de sentarlos a descansar. Mi padre se va a pie todos los días, bajo el sol de fuego, hasta el centro de la ciudad, y no hemos logrado disuadirlo de una excursión que quiere hacer por la selva amazónica. Mi madre se ha empeñado toda la vida en hacer los oficios de la casa, y quiere inclusive acabar de lavar los platos que la lavadora eléctrica deja mal lavados. Mi amigo le preguntó si alguien la ayudaba, y ella le contestó con su lenguaje propio: «Tengo dos secretarias». Mi amigo le preguntó desde cuándo, y ella le volvió a contestar: «Desde hace quince días». El secreto de ambos es que nunca se han puesto a pensar en la edad. Hace poco, mi padre compró unos bonos que serán liquidados en el año 2.000. Es decir, cuando él tenga cien años. Uno de mis hermanos le reprochó su falta de sentido, y él replicó impasible: «No los compré para mi beneficio, sino para asegurarle a tu madre una vejez tranquila».
Mientras conversábamos, llegó una nieta a contarnos que la noche anterior se había desdoblado. «Cuando regresé del baño», me dijo, «me encontré conmigo misma que todavía estaba en la cama». Poco después llegaron tres hermanas y dos hermanos, de los dieciséis que somos en total. Una de ellas, que fue monja hasta hace poco, se enredó en un diálogo sobre religiones comparadas con un hermano que es mormón. Otro hermano había mandado hacer una tabla sobre medida, pero cuando la volvió a medir en la casa resultó ser más corta que en la carpintería. «Es que en el Caribe no hay dos metros iguales», dijo. En efecto, midió un metro con el otro, y a uno de los dos le faltaba un centímetro. Otra hermana tocaba al piano la serenata del cuarteto número cinco de Hayden. Le hice ver que la tocaba tan rápido que parecía una mazurca. «Es que sólo toco el piano cuando estoy acelerada», me dijo, «lo hago para tratar de calmarme, pero lo único que consigo es acelerar también al piano». En esas estábamos cuando tocó a la puerta una hermana de mi madre, la tía Elvira, de 84 años, a quien no veíamos desde hacía quince años. Venía de Riohacha, en un taxi expreso, y se había envuelto la cabeza con un trapo negro para protegerse del sol. Entró feliz, con los brazos abiertos, y dijo para que todos la oyéramos: «Vengo a despedirme, porque ya casi me voy a morir». Mi amigo no soportó más. Al atardecer, camino del aeropuerto, me costó trabajo convencerlo de que esa era nuestra vida real de todos los días, y de que yo no había preparado ―sólo por impresionarlo― cada uno de los episodios de aquel domingo de delirio.
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