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El Rey gana las oposiciones

Siempre hubo una última desconfianza. Siempre hubo una última reserva. Sí. el Rey había hecho mucho. Ya se sabe: «el motor del cambio», «el posibilitador de la transición », « el artífice de la democracia». Sí.... pero no. La clase intelectual andaba recelosa. Y la clase intelectual crea ambiente, difunde estados de opinión, suscita estados de ánimo difusos, pero no por eso menos operantes.En este país se desdeña a los hombres de letras, pero se les apoya y se les cita -aun sin haberlos leído, claro está- cuando sus decires pueden servir para destrucciones. Para negociaciones. El intelectual es la dinamita inocente del hombre de la calle. En este caso, la bomba retardada, aplazada, que no dejaba por eso de estar a los pies del Monarca. Dispuesta a estallar cuando fuere necesario. Cuando el «sí..., pero no» alcanzase suficiente potencia mortal.

Ahora, cuando todos andábamos angustiados, inquietos y sin brújula, he aquí que la bomba no explosiona. ¿Y por qué? Pues, sencillamente, porque el Rey, con decisión y firmeza, se ha apresurado a quitarla de delante. Hubo unas horas de ansiedad. Después, respiramos. Como en otras ocasiones, también en esos momentos decisivos, fue don Juan Carlos el que acertó a devolvernos la paz.. A devolvernos la conciencia de lo que teníamos y la conciencia de lo que pudimos perder. Pero hay más: por primera vez nos sentimos bien mandados. Mandados con realismo. «No os preocupéis», decía el Monarca, «volved al trabajo, tened confianza en mí». El «sí.... pero no» antiRey sonaba en aquel dramático trance como mala retórica. Era una. frase hueca a la que la vida, con. si¡ ímpetu y su forzosidad, había vaciado de sentido. Era, pues, una vaciedad. ¿Lo fue antes? Sin duda. Lo fue en todo tiempo, pero la gente no acababa de reconocerlo. Porque la gente exige, acucia, hostiga y pide, una y otra vez, pruebas y más pruebas. Aquí, cuanto más -alto se está, más necesario es hacer oposiciones. España es el país de las oposiciones sin fin. De las oposiciones eternas. Tenemos mentalidad de oposición, con trinca feroz en cada ejercicio. El Rey no podía escapar a esa norma colectiva. También él era un graduado. Pero resulta que ganó en la competición y ganó con creces. De ahora en adelante, el «sí... pero no» ya no será solamente una vaciedad. Será una deslealtad. Deslealtad a un hombre que evitó un drama histórico. Que evitó una catástrofe total. Que evitó una regresión.

Frente al desmán ibérico, el Rey tuvo un gesto europeo. Supo situarse en su sitio, actuar con agilidad y buen tino, ordenar con rigor... y no desmelenarse. Sostener la figura. Fue la sobriedad más esquemática que pueda imaginarse. Quizá alguien esperase de él un largo discurso grandilocuente, o patético, o amenazador; inútilmente amenazador. Nada de eso se produjo. En la pantalla de la televisión vimos a un hombre serio, preocupado, de escueto ademán, que apenas apoyaba sus palabras con una leve inflexión de la voz o un breve ademán esbozado sin darle importancia. El uniforme militar ganaba, así, toda su fuerte presencia disuasoria. ¡Cuánto mando civil bajo aquellas ropas y aquellas condecoraciones!

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Se ha dicho -yo, al menos, lo he oído- que con el discurso del Rey había concluido la transición. Cierto. Se alejó un fantasma. Se clarificó el ambiente. Se creó un espacio más amplío para el libre juego de la libertad. Ahora bien, lo que cumple es convertir esa eficacia real, esa mesura enérgica, esa coerción de movimientos y esa prohibición voluntaria de aspavientos, en regla general de conducta. Acabemos con los discursos por los discursos. Ahoguemos las palabras que sobran. Olvidemos los dieterios. Sofoquemos los gritos. Y procuremos el aslelero de nuestros problemas en la tierra dura y fecunda de la realidad. Que cada cual presente su paisaje. Que lo defienda. Que intente dignificarlo y hacerlo valer. Pero que sea paisaje, no mera geología. No demos con la cabeza contra las rocas. A nada conduce. Si acaso, a rompernos la crisma y a que los demás gocen con nuestro estúpido espectáculo. Que gocen por todo lo alto con la gigantomaquia del sectarismo. Don Juan Carlos, con su buen hacer, con su honesto hacer, superó cualquier fanatismo más o menos tentador. «Los extremos me tocarí», decía Gide. Al Rey, los extremos le resbalan. Esa impermeabiLdad es un buen punto de partida. para iniciar la actividad del mando. Buena cosa es dirimir desde lo alto. Desde una perspectiva caballera. Porque así se tiene la posibilidad de contemplar en panorámica, en conjunto, con visión sintetizadora. Desde una altura miraba en tiempos don Ramón del Valle-Inclán el regazo acogedor del valle gallego, y en ese contemplar experimentó «el conocimiento gozoso de la suma». Don Juan Carlos ve la suma posible porque está en la cima; pero -estoy seguro- no experimenta placer alguno. ¿Por qué? Pues porque también ve las arenas que producen fricción y usura en las ruedas del mecanismo. Y, de nuevo, ¿por qué? Pues porque sabe estar al lado del mecanismo. Sabe de la suma y sabe de lo que se añade, al parecer graciosamente, para poder restar más. Por eso manda como manda. Con la efectividad resolutoria que todos hemos visto.

De nuevo, pues, y esta vez en forma definitiva, ha ganado las oposiciones. Hay, en un libro de Hermann Broch, esta frase misteriosa: «Niclit mehr und noch nicht». «Ya no y aún no». Salta ella en la conversación entre Augusto y el poeta Virgillo. El poeta se acerca a la muerte. El César continúa en su gloria. Una vida se desvanece y otra se agranda. «Ya no y aún no » se presta, por ende, a distintas y aun opuestas interpretaciones. En nuestro caso, en la lucha agónica de esta España estremecida y balbuciente, «ya no» puede ser la liquidación de una penosa etapa. Y, al tiempo, el signo de su irreversibilidad. El «aún no» concuerda con ansias y afanes todavía incumplidos. Y conviene, sin dudarlo, a un camino que no hemos comenzado a pisar. El Rey lo ha abierto. Nosotros debemos transitarlo, no destrozarlo, pues el Monarca no ha destrozado nada. Ha restaurado la estatua. Le ha rellenado las grietas. La estatua pide, en estos momentos, aliento de vida.

Si los hombres de gobierno, del bando que sean, no tienen capacidad insuflatoria, la estatua en estatua habrá de quedarse. Con el tiempo irá cubriéndose, primero de polvo, después de carcoma y finalmente, se vendrá abajo. Entonces llamaremos al Rey y el Rey poco podrá hacer. Pues no se trata de exoreismos. No se trata de milagros. Se trata de cuidar la necesaria figura día a día y minuto a minuto. Nos va en ello todo un futuro de plenaria libertad.

Dejarle todo al Rey es caer en el mesianismo. Mas el mesianismo, además de utópico, es inmisericorde. Castiga siempre. Los senores parlamentarios y el Gobierno en pleno se quedaron días atrás fijados en sus escaños por la amenaza de las metralletas. Era natural y su comportamiento fue honesto, digno, admirable. Pero si, una vez desaparecido todo eso y reanudados los trabajos parlamentarios, vuelven a las andadas, esto es, a las retóricas y las irrealidades, pueden estar,seguros que el alma colectiva va a convertirlos en estatuas de sal.

O, lo que es lo mismo: en mucho. Y esto sí que no podrá remediarlo don Juan Carlos. El habrá ganado las oposiciones. Los demás las habrán perdido. Y entonces, olvidado el «sí..., pero no », surgirá ante nosotros, feroz y fatal, el «ya no y aún no » del viejo diálogo. Los políticos ingresarán en el «ya no» con sus intolerancias, con sus míopías y con sus estrecheces. Y el Rey permanecerá, para consuelo de los otros, es decir, de los que somos simples hombres de la calle, en el «aún no » prometedor y optimista.

En el «aún no» que nos sostiene la esperanza. La esperanza que los políticos deben colmar y que, todavía, les regalamos. Don Antonio Machado, señores políticos, acude, tras el Rey, en vuestra ayuda: «Hoy es siempre todavía». O, lo que es lo mismo: aún no han perdido ustedes las oposiciones. Pero hagan ustedes desaparecer ese aún no convirtiéndolo en pasado. Ese inacabable aún no. Ese irritante, desesperante aún no.

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