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"Ese teniente coronel..., esos bigotes, ese perfil tan familiar, tan conocido... Sí, es Tejero"

Seis y veintitrés minutos de la tarde del lunes. La voz cansina de Víctor Carrascal, secretario ucedista del Congreso de los Diputados, desgranaba los nombres de los miembros de la Cámara baja por riguroso orden alfabético. El recuento había comenzado en letra g. "Manuel Núñez Encabo...". Silencio, murmullos, algunos gritos y mucha confusión. Al redactor de los informativos de la cadena SER Rafael Luis Díaz. le dio tiempo a contar a los millones de oyentes, que seguían en directo la votación de investidura, que un teniente coronel de la Guardia Civil amenazaba con una pistola a Landelino Lavilla. Instantes después sonaron varios disparos... Comenzaban de esa manera las diecisiete horas y media más angustiosas de la transicion democrática española.

Poco antes de las cuatro de la tarde del día 23, los guardias civiles van llegando al acuartelamiento de Príncipe de Vergara. Han sido convocados para llevar a cabo una revisión de armamento; lo de siempre; un ejercicio rutinario. La revisión apenas lleva media hora, tan sabidos son los gestos, tan acostumbrada la mecánica. Pero acabada la rutina, los números de la unidad comprenden que pasía algo raro: se les hace formar, se les sube a los autocares. No saben aún el destino de este viaje, pero están acostumbrados a la disciplina del cuerpo y obedecen.En el Congreso de los Diputados se está ejecutando también otra rutina: la Cámara baja vota la investidura de Calvo Sotelo. Los resultados son de todos previsibles, y la votación transcurre con la morosidad habitual, sin inquietudes ni entusiasmos. Uno de los uj¡eres del palacio escucha un revuelo en el exterior. Abandona por un momento el pequeño cuarto adyacente al hemiciclo y se asoma a la puerta exterior; apenas da crédito a sus ojos: un grupo de guardias civiies se abre paso hacia la entrada arma en mano y con aire belicoso. El ujier presiente, aunque en el primer momento no llegue a entenderlo todo. Da media vuelta, aprieta el paso hacia el hemiciclo. A su espalda escucha los gritos de los asaltantes, los primeros enfrentamientos, golpes, quizá un disparo. Como una exhalación, el ujier entra al trote en el hemiciclo, sin perder tiempo en cortesías ni llamadas.. La votación está en la letra ene, y Víctor Carrascal, secretario de la Cámara, acaba de pronunciar el nombre de Manuel Núñez Encabo. Pero la entrada escopetada del ujier les deja a todos como encogidos y en suspenso: «Guardias civiles, guardias civiles con armas están entrando», tartajea el hombre en su carrera. Un letrado del Congreso se lanza a la puerta antes de que el resto de los ocupantes del hemiciclo haya podido reaccionar: todo sucede en fracciones de segundo, pero ya es demasiado tarde. Cuando el letrado alcanza la puerta e intenta bloquearla con su cuerpo, los primeros guardias civiles han entrado ya en la sala. Llevan pistolas, cetmes. Un oficial, sí, es un oficial, es un teniente coronel, se sube a la presidencia. Apunta con la pistola a Landelino Lavilla, mientras los asaltantes entran por todas partes, por la tribuna del público, por la de Prensa. Gutiérrez Mellado se levanta, como movido por un resorte, y se lanza materialmente hacia los guardias civiles: les increpa, les llama al orden, les dice que él es su superior. Unos números lo agarran de la chaqueta, lo zarandean. Uno de los asaltantes lo golpea en la mandíbula. El teniente coronel se baja de la presidencia, se lanza hacia Gutiérrez Mellado. Mientras tanto, los asaltantes comienzan a gritar: «Al suelo, al suelo». Los diputados están estupefactos, inmovilizados. La Guardia Civil empieza a disparar: «Al suelo, al suelo». El Congreso se zambulle en las interioridades de sus escaños; el estrépito de los tiros es ensordecedor, cae la escayola del techo en fino polvillo. Gutiérrez Mellado es el único que permanece en pie, en mitad del hemiciclo. El teniente coronel se acerca a él, lo golpea, intenta hacerle arrodillar, con durísimo maltrato. Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Pérez-Llorca emergen del asiento. Suárez sale a rescatar a Gutiérrez Mellado, lo sienta en el banco azul. El Congreso está aparentemente vacío, con todos los diputados perdidos por el suelo. Suárez, Calvo Sotelo, Gutiérrez Mellado y Pérez-Llorca permanecen sentados, bien erguidos. Al lado asoma, en rasante, la calva mate de Fernández Ordóñez. Santiago Carrillo es uno de los primeros que se levanta. Repartidas por el hemiciclo, las cabezas de algunos de los diputados otean el panorama en medio de un silencio tenso. Pero la mayoría sigue empotrada contra el suelo, con los oídos aún taponados del ruido de disparos, sin saber tan siquiera si alguna bala ha hecho blanco.

Y luego..., nada

Tampoco lo sabe el país, esos miles de personas que escuchaban pacíficamente, a media tarde, la retransmisión en directo de la votación a través de la cadena SER. De pronto, el periodista se puso a tartamudear: «Alguien..., un disparo..., no sabemos lo que es, porque... la policía, la Guardia Civil, entra en estos momentos en el Congreso de los Diputados». A estas alturas del relato radiofónico, medio país ha suspendido, estupefacto, sus ocupaciones, sus gestos, sus trabajos; medio país permanece con la boca abierta, el estómago encogido, el oído incrédulo, atento al caos pavoroso que refleja la radio: «Entran más policías, están apuntando al presidente del Congreso con la pistola.». Y se oyen los gritos de «Al suelo, al suelo», y luego un furioso y sobrecogedor tiroteo, y luego: «No enfoques para acá o te mato ... ». Y luego, nada; tan sólo el miedo. La noticia corre como un fuego por Madrid. Se recuperan en un santiamén las viejas costumbres clandestinas, aún cercanas, y centenares de personas comienzan un éxodo urbano e interior: los despachos laboralistas se vacían, las asociaciones feministas, ciudadanas o culturales se despueblan a velocidad de vértigo. A las siete desalojan las facultades. Todo el mundo se dirige a sus casas. Mejor dicho, no todo el mundo: unos cuantos centenares huyen de ellas, con ancestral cautela de perseguido.

Mientras tanto, en el Congreso, un oficial de la Guardia Civil, miembro de las tropas invasoras, se dirige a la presidencia. Con voz que intenta ser serena, pero que revela considerable tensión, da consignas de «tranquilidad». Aquí no pasará nada, dice. Y, mientras tanto, algunos de los números que le acompañan cargan el cetme. Esperaremos quince minutos o veinte, no será más de media hora, hasta que venga la autoridad, «por supuesto, militar», que dirá la formación de un Gobierno, «por supuesto, militar». Mientras desgrana sus «supuestos», el diputado Sagaseta se siente morir de desmayo, de sofoco. Dicen a los secuestrados que se incorporen: .«Con las manitas a la vista», chulean los asaltantes. Poco a poco van surgiendo, y colocan sus manos en en el respaldo del asiento anterior. El ánimo delos asaltantes del hemiciclo es belicoso, despreciativo, superior. Los diputados, con las manos sobre el respaldo, tienen algo de patético colegio en penitencia. Pasan los minutos. A Sagaseta le da un ataque definitivo, se pone malísimo. Donato Fuejo ha de ir a socorrerle. Silencio. Quince minutos, veinte, treinta. Suárez se pone en pie, exige explicaciones. Gran barullo. «A ver si se cree que él va a ser más bonito que los demás», grita sardónico uno de los guardias. «Siéntese», rugen los asaltantes, «que se siente, coño». En estos momentos, en que se organiza algún revuelo, los asaltantes parecen tensar aún más sus nervios. Más de un diputado piensa: es ahora, ahora, cuando nos disparan. Son pensamientos locos que atraviesan el cerebro como un rayo. «A ver, esas manitas, que no se muevan, porque si se mueven esto también se mueve», gritan los asaltantes, indicando sus fusiles, con soberbia, despectivos. Carmen Solano, como tantos otros diputados, piensa que ese teniente coronel se comporta de una manera muy achulada. Ese teniente coronel, que además es conocido. Tan conocido... Esos bigotes, ese perfil familiar... Por supuesto, es el teniente coronel Tejero. Y la impotencia. Llegan noticias intranquilizadoras, que los asaltantes se ocupan de difundir: el teniente general Milans del Bosch ha declarado estado de excepción en su región militar: Valencia está tomada por el Ejército. «Todas las regiones militares están haciéndose cargo de la situación», dicen, exultantes, los asaltantes. Y la impotencia, al final de todo, la impotencia.

Sacan a Suárez. Tejero se acerca a él, le coge de un brazo de manera no amistosa. Tejero pregunta al ujier que entró corriendo al hemiciclo que dónde pueden hablar, que dónde hay un despacho. Y el ujier, hinchando el pecho, contesta que «puede ir usted a la habitación nuestra, aquí al lado». Y dice esto dirigiéndose tan sólo a Suárez, en un gesto de pundonor: son sólo estos mínimos gestos, de gallardía -una mirada, una nota de dignidad en el tono- los que pueden permitirse los secuestrados. Sobre todo, la impotencia.

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... Y lo de Milans del Bosch

La misma impotencia que siente el ciudadano medio. Está sentado en su casa, viendo una programación absurda a través de Televisión, escuchando la radio con avidez. La situación aparece cada vez más negra: Radio Nacional comienza a emitir marchas militares, una tras otra. Al fin se sabe: Prado del Rey ha sido tomado por fuerzas militares de la División Acorazada Brunete. Un capitán, con la bayoneta calada, ha conminado a Castedo a seguir con su programación absurda, a suspender el informativo de las nueve. Y lo de Milans del Bosch. El ciudadano medio suda miedo.

Llaman los amigos, los teléfonos están bloqueados. Un vecino aporrea tu puerta, demudado, te dice que no te quedes en tu casa, farfulla inconexamente que él ha quemado los archivos. ¿Qué archivos? En este atardecer del 23 de febrero, en esta temprana noche, se queman archivos absolutamente legales, se rompen en pedacitos ficheros perfectamente constitucionales, se hace recolecta de dinero, se acaparan víveres, se sacan los pasaportes del cajón en donde dormían desde el pasado verano. Es una pesadilla. Es un mal sueño. Y sobre todo, la impotencia.

Comienza una, larga noche, una noche confusa y densa en la que los hechos parecen apelotonarse. Han dejado salir a periodistas, público y funcionarios. La espera se alarga más de lo debido, incluso para los propios asaltantes. Quizá algo no funcione. Tejero se pasea, cachazudo, hace frecuentes llamadas telefónicas: «Sí, ¡ni general», dice agarrando el auricular, «sin novedad, todo en orden, todo en orden». Después cuelga el aparato y grita, henchido de orgullo: «Viva España, por fin». Alguien cree identificar al comandante Ynestrillas entre los asaltantes. Se les ve seguros, satisfechos. Dicen que toda España está de su lado, que los levantamientos se suceden. Es el desastre, se dicen los secuestrados, es el fin. Y, sobre todo, la impotencia.

Un momento: alguno de los aterrados ciudadanos que queman archivos perfectamente legales se detiene, a no dudar, en mitad de su labor. Por la radio -por la SER, maravillosa SER, magnífica SER, informando todo el tiempo- acaban de decir que el Ejército ha abandonado RTVE. Aparece una mínima esperanza. La Junta de Jefes de Estado Mayor está reunida. La Junta, por fin, sí, por fin, pasadas las diez de la noche, da una nota en la que se compromete a defender el orden constitucional. El país comienza a tragar la saliva amarga acumulada. Y el Rey hará una declaración al país dentro de poco. ¿Será posible? ¿Nos salvaremos? Aparece un rayo de esperanza, sustentado, sobre todo, por ese lazo de unión que es la radio. Televisión, recién liberada, da un tartamudeante avance informativo. En las redacciones se reciben unas fotos, las fotos impresionantes que Manuel Barriopedro y Manuel Hernández, de Efe, han conseguido sacar subrepticiamente del palacio, pese a que los asaltantes se incautaron de todas las cámaras, de todos los magnetofones, de todo el material informativo. Esa instantánea de Tejero, brazo en alto, pistola en mano, es la imagen misma del horror. El país vela y espera, acongojado. Algunos se entretienen en juegos morbosos. En calcular atroces coincidencias, por ejemplo. Desde el 14 de abril de 1931, hasta el 18 de julio de 1936, transcurrieron 1.922 días, igual que desde el 20 de noviembre de 1975 hasta el 23 de febrero de 1981. Y al pensar todo esto, el miedo se tiñe de superstición y fatalismo.

Al fin, el Rey

En el Congreso de los Diputados todo sigue igual. Han sacado del hemiciclo a Felipe, a Carrillo, a Rodríguez Sahagún, a Suárez, a Gutiérrez Mellado. Los iban sacando de uno en uno, de dos en dos. Daba miedo. Pero las noticias han llegado también a los asaltantes: empieza a cundir cierto desconcierto. Como le sucede a aquel guardia: «Y pensar que yo me encontraba lavando un coche en el subsector de Tráfico», se dice el hombre, «cuando me dieron el subfusil y me dijeron que fuera con ellos...». Algunos parecen dudar. Un suboficial grita: «Que nadie se marche hasta que se lo mande el oficial que le ha traído». Pero algunos no están contentos, no lo están. Algunos de los guardias civiles asaltantes creyeron, al irrumpir en las Cortes, que iban a detener un comando de ETA que se había apoderado del Congreso. Eso les dijeron. Y, de pronto, los asaltantes eran ellos. De todas maneras, el ambiente es tenso, tremendamente hostil. Alguien grita «Viva la democracia», y uno de los guardias civiles contesta, «democracia, ¿para qué, para que sigan matando a nuestros compañeros?» Avanza la noche. Los generales Aramburu y Sáenz de Santamaría y el gobernador civil de Madrid, Mariano Nicolás, se reúnen en el Palace. Fernández Dopico y Ballesteros, dimisionarios de la policía, aparecen en el hemiciclo. La Dirección de la Seguridad informa que no participaron en el secuestro, sino que habían sido enviados en misión especial. Todo resulta muy confuso. El segundo jefe de Estado Mayor de Tierra, Alfonso Armada Comín, entra al Congreso de los Diputados y habla con Tejero.

Al fin, al filo de la una de la madrugada, habla el Rey. Es breve y rotundo en su discurso: se mantendrá la legalidad constitucional. El país respira un poco..., pero persiste en su vigilia, pegado a la televisión, al aparato de radio. Milans del Bosch, al conocer el mensaje del Rey, manda retirar las tropas en Valencia. Nuevo suspiro de alivio. Pero el teniente coronel Monzón, portavoz del Ministerio de Defensa, no está del todo tranquilo: «No me parece que la cosa esté mejorando», se dice cauteloso. Se habla de que hay guarniciones dispuestas a echarse a la calle, como la de Valencia. Mientras tanto, intentan convencer a Tejero de que está solo, que el levantamiento ha fallado, que la situación está bajo control. Tejero se sonríe sardónico, no se lo cree. Juan Pla, periodista del desaparecido Imparcial y amigo personal de Tejero, se ofrece de mediador y habla con el teniente coronel golpista por teléfono al filo de la 1.30 horas: «Estás solo», le dice. Tejero le contesta que no es verdad. Que acaba de hablar con Milans del Bosch y que éste le ha dicho que «ha mandado a las tropas a dormir, hasta mañana», nada más eso. Juan Pla insiste en que reconsidere su actitud. «Armada me propuso facilitarme un avión», dice Tejero. «¿Y por qué no te vas?», pregunta Pla. «Porque a mi el avión me marea ...», contesta el teniente coronel, burlón.

El ciudadano medio escucha todo esto, y tiembla y respira alternativamente, dependiendo del vaivén fluctuante de las informaciones. Mientras tanto, en la televisión, patinadores artísticos sobre hielo pasan y repasan infinitamente por la pantalla añadiendo una nota más de absurdo a lo absurdo de la noche. A las seis de la mañana se hace público un comunicado de Milans del Bosch por el que decreta la anulación de su decreto anterior, es decir, del estado de excepción de la III Región Militar. El comunicado suena raro y tenso, y no cita en absoluto la Constitución. Este decreto es leído con megáfonos desde el exterior del palacio del Congreso, a acabar la lectura, del otro lado de los muros se oyen unos «Vivas» amortiguados, la reacción de los diputados, que hasta ese momento no sabían la entidad real del golpe.

Miles de chimpancés

Los bulos y rumores se multiplican. Las de la madrugada serán las horas más confusas. Llegan varios vehículos de la policía militar y acordonan el palacio, pero nadie parece saber quién los ha enviado. Se habla de que los GEO van a tomar las Cortes al asalto. Se pasa frío. Se espera. En televisión, mientras tanto, están poniendo un disparate de documental sobre chimpancés. Miles de chimpancés llenando la pantalla. Algunos diputados han de ser evacuados con problemas de salud: Pérez Puga y, más tarde, Rodríguez Alcaide... Los desmayos, las lipotimias, van abundando a medida que las horas avanzan. A las 5.30 horas detienen a Juan García Carrés, y más tarde secuestran El Alcázar.

Al despuntar el día, los nervios están rotos. A las 8.30 horas Iñigo Cavero se desabrocha la camisa: «Dispara, dispara», grita al teniente coronel Tejero. No ha transcurrido ni una hora desde este incidente cuando Fraga salta, con todo su carácter sanguíneo acumulado en esas horas de angustia y de impotencia: «Quiero salir», grita Fraga. «Quiero salir, porque esto es un atentado contra la democracia». Intentan hacerle callar, pero él insiste, estentóreo, indignado. De modo que es sacado a golpes del hemiciclo. Las horas últimas transcurren demasiado lentamente. Todo el mundo está agotado. Antes de las 10 horas, las diputadas son puestas en libertad. Se acaba de saber que entre los sediciosos está el capitán de navío Camilo Menéndez. Cerca de las 11 horas, una decena de guardias civiles se rinden y abandona el palacio. Y después, una docena más. Se espera un rápido desenlace. A las 11.10 horas, comienzan a salir guardias civiles por una ventana lateral del palacio. Huyen, huyen literalmente; alguno pierde su gorra en las prisas por salir. Algunos de los espectadores que han aguardado durante horas frente al palacio sienten que algo se les ablanda por dentro, que empieza a deshacerse el doloroso nudo del estómago. Los periodistas van contando los guardias civiles que salen por la ventana: «Uno..., dos .... tres..., y tres más..., y dos más ... ». El país entero está pendiente de esta cantilena numérica. Todo se acaba. A las 11.20 horas, Tejero dice a los diputados que «da la sensación de que están llegando al final del problema».

Durante las últimas horas, Tejero ha exigido la disolución de las Cortes y la formación de una Junta Militar que erradique el terrorismo. Pero ahora parece que al fin se derrumba. A las 11.35 horas, Tejero declara que él es el único responsable de la acción, que sólo se entregará en el Pardo y que no quiere fotógrafos en su salida del palacio. Sus condiciones son aceptadas. ¿Es posible que la pesadilla se acabe? Sí, sí, se acaba... La SER retransmite en directo desde el interior del hemiciclo. Son las doce de la mañana. Tejero dice que los diputados pueden salir. Y a través de la radio se escucha la voz calma de Lavilla: «La Mesa ordena la salida, señor teniente coronel». Hay un silencio total. De nuevo, Lavilla: «La primera fila, por favor, primero». El reportero va ahora contando las filas de diputados a medida que se vacían los escaños tras casi dieciocho horas de secuestro: «Ha desalojado la primera fila...; la segunda, ahora ... ; la tercera...». El locutor está emocionado, es imposible no vivir este momento de forma transcendente, un poco desgarrada. Tejero, pálido y tenso, intenta permanecer impasible: «Ustedes salgan tranquilos», dice. «Aquí no pasará nada; lo único que sé es que yo voy a pechar con treinta o cuarenta años de cárcel». Los primeros diputados son recibidos en el exterior entre lágrimas, abrazos y vítores a la libertad y a la Constitución. José Vázquez se desploma de rodillas sobre el suelo, llorando. Los «vivas» a la libertad suenan roncos de tanta emoción apretada en la garganta. Y mientras tanto, sobre el ruido de los pasos de los últimos diputados que abandonan el Congreso, se escucha la voz de Lavilla: «Mañana habrá Mesa a las 9.30; Portavoces, a las 12, y Pleno, a las 4 de la tarde».

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