Un proyecto de democracia
(Reflexiones sobre un lustro)
La muerte del general Franco, el 10 de noviembre de 1975, no acabó ipso facto con la dictadura que, desde su elevación a la jefatura del Estado, había mantenido incólume -con ligeros recortes y modificaciones accidentales- durante su mandato personal, de poder prácticamente absoluto y omnímodo. Acabar con la dictadura suponía cambiar de arriba abajo el marco legal que la sustentaba, y eso no fue tarea fácil ni cómoda. No es éste el lugar, ni parece tampoco ahora oportuno, repasar detalladamente cómo se fue produciendo ese cambio, desde la legalización de los partidos políticos prohibidos en España, la formación de unas Cortes Constituyentes y, finalmente, la aprobación de una Constitución democrática en junio de 1978. Es, cierto que el proceso democrático no termina ahí, pues la Constitución hay que desarrollarla en leyes complementarlas que la profundicen y consoliden, pero la plataforma está ya dada, y a partir de ahí la tarea ha de ser necesariamente más fácil.La mayoría de los problemas que ese desarrollo democrático plantea derivan del hecho de que la «transición» se ha realizado bajo la actitud del reformismo, sin que los planteamientos rupturistas entraran nunca en la consideración de los políticos que tenían poderes decisorios. Me parece que sería estéril entrar aquí de nuevo en la polémica reforma ruptura, entre otras cosas porque, aunque tengamos muy presentes los costes sociales y políticos de la reforma, los cuales estamos padeciendo diariamente, nunca podremos ponderar equilibradamente los que hubiera conllevado una operación de ruptura, suponiendo -lo que es mucho suponer- que ésta hubiera side posible. Lo importante aquí no es tanto esa polémica, como digo, sino el señalar sus implicaciones, la más importante de las cuales es la carga sociológica y moral con que la reforma se ha hecho. En este sentido, ninguna frase quizá más expresiva que esa tan difundida del «franquismo sociológico», entendiendo por tal el conjunto de intereses socioeconómicos y administrativos bajo cuyo peso se ha hecho la «transición», retrasándola en el tiempo y condicionándola en sus resultados. La única reserva que cabe hacer a la citada expresión es que en ella no se tiene en cuenta algo que me parece enormemente operativo en todos los procesos y situaciones que vive cualquier colectividad; me estoy refiriendo a lo que los filósofos llaman «moral social», es decir, el conjunto de pautas de conducta y disposiciones anímicas que conforman una sociedad en un momento determinado: los mores, en el sentido técnico de la palabra.
Una vez hecho el anterior planteamiento, hay que constatar que la moral social con que se ha hecho la «transición» es doble. Por un lado, los franquistas y los herederos del franquismo han tratado de defender los intereses y privilegios adquiridos durante el anterior régimen de fuerza, justificándolos ahora demócraticamente, y liberándose así del sentimiento de culpabilidad con que los mantenían. Por otro lado, la oposición política, consciente de esa situación, ha mantenido una postura de enfrenta miento hipercrítico e iconoclasta a todo lo anterior, lo que ha llevado a sus representantes más extremos al «desencanto» y al «pasotismo» intelectual. Ambas posturas manifiestan sus expectativas con dos frases aparentemente opuestas; si los unos proclaman el Con Franco vivíamos mejor, los otros no dejan de reconocer que Contra Franco vivíamos mejor. Pero, bajo esa supuesta oposición no deja de estar latente una evidente nostalgia del régimen anterior, con lo que hacen explícita, en todo caso, su situación elitista dentro del conjunto social. Por lo que se refiere a los críticos que predican el «desencanto», es evidente que se aferran a una moral social emanada durante el franquismo y que cristalizó en torno a una «cultura de la resistencia», construida sobre frases hechas, alusiones a medias, complicidades anónimas, sobreentendidos, guiños de inteligencia: métodos que perdieron toda operatividad en una situación donde la libertad crítica y de expresión estaba reconocida constitucionalmente.
El equívoco se basó en la aceptación de una moral social que carecía, para su vigencia, del sustrato político adecuado, pero que mantenía cierta base para pervivir en el hecho de que el cambio en la estructura política no había ido acompañado de un cambio paralelo en la estructura social e institucional del país. Sin embargo, no todo el mundo cayó en el espejismo que producía ese equívoco, y es un grupo -que yo identificaría básicamente con lo que, en otros lugares, he llamado generación de 1956- el que ha contribuido decisivamente al cambio que se está operando en nuestro país. Pero ese cambio no afectará a las zonas profundas de la sociedad ni llegará a buen término si no va acompañado a su vez de un cambio en la moral social: la construcción de una nueva moral válida para la democracia. El tema es ahora en qué consiste ésta.
Bajo la dictadura franquista, la moral social impuso una ética del triunfo, pues era muy peligroso destacarse social y políticamente a menos de estar seguro del éxito; en el caso contrario, de fracasar en nuestra acción, se hacía inevitable pasar a la marginación más absoluta o a una oposición clandestina donde el sentido de la solidaridad nos protegiese ante las asechanzas del poder absoluto. En una democracia, la situación es más fluida: se puede perder hoy y ganar mañana, en cualquier caso, las garantías constitucionales permiten que, aunque estemos siempre en la posición del perdedor, se arbitren los canales necesarios para la expresión de las minorias marginales o de los desheredados de la fortuna. En una democracia no hay exclusiones permanentes ni discriminaciones absolutas, pues siempre queda una posibilidad abierta en el futuro a los que en el presente carecen de opción. De aquí que alguien haya podido decir que en la democracia no hay lugar para el desencanto; y los que no lo entienden así, es que todavía no se han contagiado de esa moral social para la democracia que propugnamos.
Mi impresión es que han sido las fuerzas de izquierda quieries más han hecho por la introducción de esa moral y, en conconsecuencia, para la consolidación democrática. En este sentido no se ha calibrado suficientemente lo que para la constitución del nuevo Estado han hecho los socialistas con su propuesta de un proyecto federal en la estructura política del país, pero es evidente que pocas cosas han dado más esperanzas a los pueblos de España para resarcirse de la opresión y la discriminación de que habían sido objeto durante el franquismo. Es cierto que ese proyecto no lo están llevando a cabo los socialistas, sino el Gobierno de UCID, pero no es menos cierto que el llamado «Estado de las autonomías» es ideológicamente deudor, aunque lo sea de forma subsidiaria, del proyecto socialista. Hoy es fácil hacer críticas a ese proyecto, pero los que las hacen no caen en la cuenta de que gracias a él se están dando las condiciones mínimas de esperanza -en Cataluña, Euskadi y Andalucía, por lo menos- para que las comunidades periféricas, tan marginadas durante la dictadura, puedan vivir la democracia con una mínima credibilidad y un cierto sentido de futuro.
Por otro lado, creo que no se ha caído en la cuenta tampoco de lo que el nuevo Estado significa desde un punto de vista psicológico, tan importante, al menos, como lo puedan ser los inmediatos logros políticos. Me estoy refiriendo a un hecho gravísimo que se ha producido en miestra convivencia civil desde la dictadura de Primo de Rivera, y es el secuestro que de «lo nacional» ha realizado la derecha, con una apropiación indebida de consecuencias deletéreas y con una inconsciencia histórica verdaderamente preocupante. Todavía podemos constatar cómo determinados partidos de derecha utilizan la bandera o el escudo nacionales para representar sus ideales particulares, todos sabemos también cómo durante la guerra civil, en la que se llamaba « zona nacional» a una parte de los contendientes, o aun antes. se
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designó como anti-España a todos aquellos movimientos o sectores de población que no coincidían con los programas de acción pro pugnados por una derecha radical y maximalista. Se ha llegado así al extremo aberrante de que emplear el vocablo «nacional» como sinónimo de «español» venía a ser una forma de procla marse fascista. Desde este ángulo es desde el que. considero, que la construcción de un nuevo Estado autonomista y descentralizador -y a que federal parece imposible- está realizando una labor de depuración del concepto de lo nacional que no puede ser más saludable desde el punto de vista psicológico. Los preocupados por la unidad de España y atentos a sus peligros de invertebración o desmembramiento deblan co brar conciencia de que el nuevo Estado es un paso dialéctico absolutamente necesario e inevi table en la recuperación del sen tido de lo nacional español, dado que la restauración de un equilibrio histórico perdido -y no por causa de las izquierdas, precisamente- así lo exige.
El proyecto de democracia que va implícito en lo escrito hasta aquí requiere, para su puesta en práctica, de un esfuerzo considerable de todo el pueblo español, y no sólo de sus fuerzas políticas, muy en especial en lo que se refiere a esa moral social a la que aludíamos antes, pues una moral social no es cosa que se improvise ni sea producto de unas minorías. Pero, antes de terminar estas líneas, me gustaría salir al paso de las dificultades que ven algunos en esa consecución al coincidir su implantación con un período de recesión económica y de crisis social profunda. No me referiré al problema del paro, que tiene connotaciones específicas y soluciones de índole estrictamente políticas, sino al de la crisis energética. Para mí, está claro que una recesión en el consumo no tiene sólo ni principalmente connotaciones negativas, y creo que en esta apreciación no estoy solo. Sería singular y peregrino que, tras haberse difundido, a niveles intelectuales muy amplios, una fundada crítica a la sociedad de consumo, cuyos argumentos sería ocioso repetir aquí, ahora fuéramos a defender lo contrario. Me gustaría, sin embargo, decir algo que creo pertinente repetir al final de estas reflexiones. La historia del pensamiento español ha sido -como he demostrado en otro lugar- una reiterada «negación de la religión del éxito», bajo muy diversas manifestaciones -senequismo, erasmismo, neoesloicismo, «cultura de la pobreza», etcétera-, dando prioridad a los valores éticos e ideales por encima de los puramente económicos o sociales. La actual crisis energética nos pone, en estas condiciones, en una coyuntura histórica donde poder construir una democracia en que predominen precisamente esa clase de valores, enlazando así coñ algunas de las tradiciones más firmes de nuestra historia intelectual. Si somos capaces o no de recoger este reto histótico, el tiempo lo dirá.
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